martes, 14 de enero de 2014

La tercera opción

Unos pámpanos fluorescentes situados en los laterales alumbraban por dentro la pérgola.

La sala era redonda; estaba delimitada por una densa maraña arbórea, compuesta de un centenar de ramas negras abrazándose entre sí. Los nudos de madera de las paredes daban auspicio a toda una selva de flores rojas como la sangre en ebullición, creando una traza bellísima; pues bien se versa en la poesía que no existe rosa sin espinas, y en la enramada de Espinazarza ese refrán adquiría un sentido pleno y rápidamente palpable.

El salón estaba dividido en aros, dispuestos de forma concéntrica. Cada uno de los redondeles daba alojamiento a una línea de cortesanos, todos colocados en torno a una mesa tallada en ébano. En el círculo más interno había tres figuras, fácilmente reconocibles para cualquier súbdito de la hueste de las Espinas: el Capitán de la guardia, el Consejero más estimado del Barón y su leal servidor, el Caballero de las Espinas.

El resto de sylvari, menos prestigiosos, observaban desde atrás la escena y solo intervenían puntualmente; más a menudo dialogaban entre ellos, cruzando miradas cómplices y risas soterradas en las que se entreveía un claro atisbo de malicia.

Eran, en su mayoría, nobles menores puestos al servicio del Barón, que gozaban de su amistad y de su protección. Su presencia en las reuniones oficiales venía exigida por el protocolo, pero su peso en la toma de decisiones se tornaba, a lo sumo, en algo anecdótico. Si bien la mayoría de ellos no tenía interés en participar en esa índole de reuniones; solo se limitaban a chismorrear y a asentir como borregos, en un burdo intento de ganarse el favor del Barón y de su concilio.

Como impasibles ante el espectáculo que estaban ofreciendo, el Consejero, el Capitán y el Caballero de las Espinas debatían acaloradamente en el núcleo del cenáculo. Una lámpara de pulpa carmesí suspendida en el techo de la estancia teñía de una luz ominosa sus facciones.

—Drustán, os advertí en su momento y vuelvo a hacerlo: si dividís nuestras tropas y os lleváis una guarnición a vuestro nuevo campamento, nos dejaréis expuestos y a merced de la Baronesa de las Lágrimas —Cathan, el Capitán, apuntó con un dedo índice acusatorio al Caballero—. El último diplomático que mandamos a su campamento regresó a casa con la cabeza bajo el brazo, atado a la silla de un sabueso de la Pesadilla rabioso; es muy posible que la Baronesa cuente con aliados aquí, en el corazón de las Espinas, y que aproveche la ocasión para atacarnos.

El Capitán estaba furioso. Trataba de camuflarlo con palabras elocuentes, pero su tono áspero lo delataba. Su mirada chispeaba con ira, ira volcada en el Caballero de las Espinas. Iba todo embutido en una coraza de hojas laminadas que se crispaban y latían al son de su enfado.

—Para la Baronesa de las Lágrimas el Barón es más útil vivo que muerto —dijo el Consejero, un sylvari enjuto, de rostro acartonado y habla lenta—. ¿Qué ganaría devastando sus dominios? Si es verdad que lo que persigue es, como suponemos, una alianza que anexione sus territorios con los de nuestro señor, lo último que deseará es provocar su cólera. Antes bien, tratará de congraciarse con él, como ha aventurado nuestro buen Caballero.

Ewan, el Consejero, desplegó la mano con suavidad hacia el Caballero. Él era el más imponente de todos, y el más aterrador. Estaba envuelto en una loriga de hojas entretejidas que formaban un frondoso abrigo, tan espeso como el follaje pero mucho más ligero. Sus colores eran el verde nemoroso y el escarlata de los pétalos de la rosa.

De arriba a abajo, el verde inundaba su armadura como el forraje de un bosque anciano; la presencia del rojo, en cambio, era más sutil y solo se manifestaba en los detalles: jaspeaba las puntas de las hojas, dotándolas de un aspecto feroz. Cualquiera podría imaginarse que aquel matiz fugitivo que salpicaba su vestuario no era producto de la naturaleza, sino el recuerdo vivo de las criaturas que habían sufrido el infortunio de interponerse en su camino.

El Caballero de las Espinas llevaba el semblante cubierto por un yelmo de hojas entrelazadas, pero no hacía falta que mostrase su gesto para que su mirada inspirase pavor. Sus ojos negros, inyectados en pozos de ámbar, relucían con la astucia de un cuervo. Eran brillantes, firmes y determinados; infundían temor y admiración a partes iguales.

Drustán posó su mano encima de la mesa. En la madera se había labrado una representación del Bosque de Caledon: de un lado estaba la Guarida de Espinazarza, su residencia y el demesne de su señor; por otra parte, en el área oriental de la jungla se ubicaba el Valle Afligido, asiento del poder de la Baronesa de las Lágrimas y su único obstáculo en el trayecto hacia el Pantano Wychmire. Unas estilosas piezas de ajedrez representaban los ejércitos.

—Ambos habéis esgrimido razones válidas y largamente sopesadas —anunció. Los miró a los dos—. Lady Cliodne no pretende agraviar al Barón, pero intentará ponerlo en jaque; si desviamos nuestras fuerzas moviéndonos al norte, las tierras de Espinazarza serán vulnerables. El Barón no puede permitirse una ruptura ahora, en la víspera de su ascenso hacia la cumbre, ni podemos lidiar al mismo tiempo en dos frentes. Debemos desarticular a la corte de la Baronesa de las Lágrimas y acabar con su hegemonía antes de que sea tarde...

—¿Estás sugiriéndonos un ataque frontal, Drustán? —lo interpeló Catham. Elevó las cejas y sonrió. Aquello le gustaba—. Podría funcionar. Son débiles y están arrinconados; su única oportunidad consiste en esperar a que nos marchemos, y si es cierto que nos tienen vigilados, entonces contendrán el aliento, y las espadas, hasta el momento preciso…

—Eso no funcionará —Ewan, el Consejero, enderezó la espalda. Fijó la vista en el Capitán, ceñudo—. Declararle la guerra a la Baronesa Cliodne debilitará nuestra posición en la Pérgola del Crepúsculo: ahora que el Barón posee la Cornucopia y que está haciéndose notar —gracias, en parte, a la inestimable perseverancia de nuestro Caballero—, no le conviene causar fricciones dentro de la Corte. Hacer eso sería como tentar a Ventari: si el Barón se granjea enemigos tan pronto, es probable que los nobles oportunistas se alíen con ellos para derrocar a nuestro señor antes de que les suponga una amenaza, y reclamar para sí la carroña de lo que haya sobrado...

—Entonces ¿qué nos propones, oh gran sabio?

Catham hizo una cuchufleta y resopló irónicamente en dirección al Consejero. Este ni se inmutó; arrugó la boca con desdén y lanzó un suspiro. Acto seguido, bajó la mirada. Estaba pensando.

—Quizá si el Barón hiciera acto de presencia podríamos firmar una tregua con la Baronesa —rumió. A esto, el Capitán Catham bufó airado—. Podemos darle algún tributo a fin de que no perturbe nuestros intereses en…

—¿Y ceder ante esa putilla? ¡NUNCA! —Escupió a la tierra—. ¡Antes me arrebataré la vida con mi espada! ¡Y tú irás antes que yo, cobarde chupatintas!

El Capitán ciñó su mano a la empuñadura de su acero y le dedicó una mirada desafiante al Consejero. Esta vez, el paciente Ewan sí que se tensó, porque llevó su mano al lugar donde había dejado reposando su cayado.

Alrededor se levantó un confuso bullicio: un torrente de susurros descontrolado. El público se estaba emocionando; sabían que dentro de poco el suelo se mancharía de savia.

Un fuerte estruendo acalló las voces de unos y de otros y asustó a los rivales. El Caballero de las Espinas había aporreado la escultura de la mesa con el puño; unos hilillos dorados resbalaban de la palma enguantada de su mano. Al fin y al cabo, puede que fuera cierto lo que decían los rumores: que su coraza, por dentro, se mantenía unida a causa de un millar de púas afiladas que hasta con el más mínimo movimiento herían a su portador.

El salón se sumió en un silencio estrepitoso. Todos observaban a Drustán.

—Ninguna de esas opciones es admisible —dijo, con un tono asombrosamente calmado—. Un enfrentamiento en armas nos debilitaría, tanto en lo militar como en lo político, como bien ha aducido nuestro noble Consejero: la Baronesa está enclavada en un punto estratégico, en la hendidura de un cañón, y cualquier ejército que tratase de penetrar en sus defensas se vería forzado a luchar en un espacio estrecho, en un cuello de botella.

El Capitán tensó los puños y rebufó como una mula. Estaba hartándose de aquel Caballero advenedizo.

—… Aparte, y aunque consiguiéramos el triunfo, ¿qué haríamos después? Las repercusiones en la Corte serían notables y no se harían postergar: nos enviarán espías y emisarios para estar al tanto de cada uno de nuestros pasos. Despertaremos más atención de la debida y recelos; recelos que se transformarán en voces en defensa de la Baronesa y de su causa: hipócritas y pusilánimes juntos que se nos pegarán a los talones como sanguijuelas, buscando drenarnos la savia…

El Caballero suspiró profundamente. Nadie osó interrumpirlo; nadie, salvo una persona.

—… ¡La idea del tributo es una locura, Drustán! —Lo increpó un incontinente Catham. Su aguante había alcanzado su límite—. ¡No pienso obedecer una orden tan necia…!

Drustán torció el cuello hacia él. Achinó los ojos y le clavó la vista. Apretó los dedos.

—Si me desobedecéis a mí, desobedecéis al Barón —replicó. Su voz era fría, calmada. Rebosaba autoridad y peligro—. Fui nombrado para ocupar su puesto en su ausencia. Todos leísteis su declaración, escrita por su puño y letra, y visteis en ella impresa su rúbrica.

La cámara enmudeció. No se oía a nadie toser: los nobles contenían la respiración. Pocos le dirigían la mirada; los más, se miraban entre ellos, o daban con algún hallazgo particularmente curioso a la altura de sus botas.

—… Nunca cometería esa insensatez, Capitán —prosiguió—. Lady Cliodne traicionó al Barón, perdiendo en el proceso su afecto, su favor y su gracia…

Hizo una pausa. La mirada se le recrudeció y su voz se volvió más lúgubre.

—Agasajarla sería perpetrar una ofensa contra el orgullo de nuestro señor, y sería una sonora invitación para que continuara abusando de nuestra generosidad en el futuro —Drustán negó. Exhaló de nuevo. El Consejero no lo contradijo—. “No debe el sabueso de espinas postrarse ante el zorro”, dice una de nuestras historias; de igual modo, aquellos que son superiores en destreza y en honra no deberían inclinarse jamás ante los que son más pobres e indignos.

El Consejero Ewan humilló la cabeza, prudente; el Capitán, a regañadientes, siguió su ejemplo. Las murmuraciones volvieron a esparcirse, tímidamente, por los círculos exteriores de la cámara.

—No. No nos someteremos a los caprichos de la Baronesa de las Lágrimas —concluyó—. Pero tampoco podemos encararnos con ella. Lo que necesitamos es una tercera opción…

Las vides sarmentosas de la puerta crujieron y se desdoblaron de manera desagradable. Abrieron una oquedad por la que se coló un tenue haz de luz lunar que deslumbró a los presentes.

Una sylvari entró, aguijada por la patada de uno de los lacayos del Barón; un guardia, a juzgar por su indumentaria. La tenían presa, aferrada de cuello y manos con un látigo espinado. Su cara vestía los indicios de una paliza: su hermosa piel de ónice estaba desfigurada a la altura de la boca, donde un envés le había hinchado los labios; su nariz, quebrada, no afeaba tanto su expresión como sus ojos: uno de ellos, el derecho, estaba hundido a razón de un brutal gancho. Su actitud era sumisa y derrotada: la habían torturado hasta devastar su espíritu.

Arrodillaron a la prisionera frente al Caballero de las Espinas, quien no tardó en examinarla desde los pies hasta la cabeza. Si estaba pensando algo o si sintió algo al ver su apariencia contrahecha, nada en él lo puso de manifiesto. Inquirió con la vista a su carcelero.

—Mi señor, encontramos a esta furcia intentando entrar a los aposentos del Barón —se explicó—. Tras registrarla a… conciencia, descubrimos un escudo en sus ropas. Es del Valle Afligido: una infiltrada de la Baronesa de las Lágrimas.

Se armó un trajín dentro: los nobles cuchicheaban entre sí. El centinela ejecutó una escueta reverencia y le alargó a Drustán la insignia que había encontrado durante la inspección. No pudo evitar relamerse los labios al rememorar la situación; muy seguramente, aquella pobre infeliz tampoco olvidaría el encuentro.

La enseña era una de factura exquisita labrada en turquesa, piedra preciosa probablemente traída de las regiones desérticas al oeste de las Selvas Maguuma. Estaba cortada de tal modo que se asemejaba a una especie de gota cayendo: una lágrima. No cabía lugar a dudas: aquel era el símbolo del Valle Afligido.

El Caballero de las Espinas cerró su palma y atrapó en ella el emblema. Lo presionó tanto que lo hizo desaparecer, enterrándola en la broza de su manopla. Luego, extendió un brazo.

—La reunión ha terminado. Dejadnos a solas.

Una corriente de murmullos estuvo a punto de nacer, pero la riada de voces se extinguió antes de convertirse siquiera en arroyuelo. Poco a poco, cautamente, los asistentes fueron abandonando la sala.

Así lo hizo Ewan, el Consejero, que le lanzó una última mirada de duda al Caballero de las Espinas; aquello no había acabado en absoluto, y se encargaría de que Drustán no lo olvidase. El Capitán Catham fue menos educado y más violento en sus modales: se largó con un ademán, espetando maldiciones entre los dientes que no pasaron inadvertidas al oído del Caballero.

El vigilante vaciló; su látigo todavía estaba prendido del cuello de la farsante.

—Con todo el respeto, mi señor, pero la cautiva es peligrosa…

Drustán ladeó la testa y fijó su mirada de ámbar en él. Entornó los ojos.

—Decidme, guardián: ¿quién os resulta más temible, esta pimpollo, o yo?

La respuesta no se demoró: la serpiente de madera se desenroscó del gaznate de la cortesana, dejándola en libertad.

En cuanto el guardia atravesó el umbral, las puertas de zarzas se cerraron tras él y sellaron herméticamente la cámara. Ni un rayo de luz podía escurrirse por entre las cepas; no se oía ni siquiera el graznido de los cuervos.

La espía estaba encerrada con el Caballero de las Espinas, completamente bajo su poder. Nadie escucharía jamás las palabras que intercambiaron; nadie presenciaría jamás lo que ocurrió entre aquellas paredes forradas de parras. Drustán, Caballero de las Espinas y fiel siervo el Barón, estaba a solas con aquel fruto tierno recién caído del Árbol Pálido.

La cortesana seguía agachada, con las rodillas hincadas en la tierra. Su rostro había perdido cualquier brillo de esperanza ante la idea de escapar de su prisión. Ahora solo le quedaba el desengaño; y el desengaño le decía que no saldría con vida de aquella habitación.

El Caballero tan solo la observaba, impasible. Sostenía entre sus dedos la joya que la identificaba como súbdita de la Baronesa de las Lágrimas; la frotaba como si fuera un amuleto de la suerte.

—Ya os he dicho todo lo que sabía… No tengo nada más que daros. Y sé que me querréis muerta.

Drustán se acuclilló; enfrentó su rostro con el de ella. Su mirada amarilla refulgía inquieta.

—¿De verdad no tenéis nada más que brindarme?

La sylvari rio. Aquella risa fluía cálida, atropellada; era el cinismo el que corría tras esas carcajadas. Lo había dado todo; lo único que le restaba era tornarse en un objeto de depravación.

—Podéis hacer con mi cuerpo lo que queráis. Ya no siento dolor, ni pena, ni furia, ni asco. Todo eso lo superé hace unas horas —Se permitió una sonrisa altiva—. Sería una ilusa si creyera que después de lo que he hecho podría eludir vuestro castigo.

El Caballero de las Espinas alzó las cejas. El pasmo se apoderó de sus ojos.

—Así que adelante. Podéis tomarme. Mi mente ya nada lejos de aquí; zozobra en la infinitud de la Pesadilla —confesó—. No tengo más cartas con las que jugar, y sé que solo me quedan dos alternativas: que me matéis ahora, o que disfrutéis de mí hasta que os canséis y finalmente me ejecutéis.

Drustán se puso en pie. Y rio. Fue una risotada extraña: seca, aunque al tiempo intensa. Estaba entusiasmado.

Su timbre se oyó grave pero cargado de júbilo a pesar del filtro tupido del yelmo:

—Mi querida amiga, siempre existe una tercera opción…

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