domingo, 31 de marzo de 2013

Biografía de Skadi Luna de Lobo

Dos días antes, el cielo se partió en dos con el trueno más horrísono que se había escuchado en largos años. Nevó impetuosa e insistentemente hasta que cubrió cada árbol y cada camino de piedra como si una mano invisible estuviese borrando el mundo real con su manto blanquecino, caprichosa.

Los dolyaks se agitaban y estremecían en sus frágiles establos de madera y no había una sombra de vida entre campamento y campamento. Solo se escuchaba el áspero cantar de la ventisca; obstinado, voraz y que poco a poco, hacía callar a la vida.

Allí el invierno reinaba día tras día y aunque estaban acostumbrados a sus crueles regalos, los ingratos habitantes habían conocido pocas tormentas tan duras como la que se manifestó entonces.

Pero el granizo y el fuerte viento del norte, dieron paso a la calma. De la misma manera que había venido la tempestad se fue, sin avisar. La tercera noche, los búhos, osos y otras criaturas del bosque pudieron contemplar un cielo nocturno tan despejado que la tormenta parecía no haber transcurrido jamás.

La luna llena alumbraba y cubría todo con su manto y le daba un aspecto irreal, casi de etéreo santuario.

Fue aquella noche cuando los lobos, después de días sin alimentarse, aullaron a la luna de pura impotencia contra la estricta naturaleza.

Fue aquella noche de luna llena cuando la niña nació.

Su llegada fue bien recibida, hija de Onna e Hildolfr, que ya antes habían tenido tres hijos varones. Onna creía firmemente en las señales de la naturaleza y jugaba a interpretarlas, aunque nunca había tenido el don para congraciarse con los espíritus. Su hija era blanca como la leche y tenía el rostro redondo como la misma luna que había sellado su nacimiento.

A las lunas que corrían durante las semanas venideras las llamaban: las lunas de lobo. Porque ante la crudeza del clima y la escasez de presas, los lobos aullaban de hambre. El destino de aquella criatura estaba ya escrito y la llamarían: Skadi Luna de Lobo.

Onna agradeció encarecidamente la llegada de una niña, deseosa de que llegasen pronto sus días de juventud para enseñarle todo lo que sabía, toda la sabiduría que había acumulado durante largos años. Y aunque había formado con diligencia también a sus hijos varones, deseaba fervientemente depositar toda esa experiencia en una futura Norn adulta, en una guerrera como ella.

Las décadas doradas de Hildolfr y Onna habían pasado ya, tiempo atrás habían dejado los enfrentamientos, más allá de la cacería rutinaria. En una de estas últimas, en lo más espeso del bosque que rodeaba su hogar, Hildolfr, desafortunadamente, se encontró con la cueva en la que dormitaban unos oseznos.

La madre no tardó en dar con el intruso y aunque sus intenciones no eran malas, ella defendió a sus crías con devoción y dejó mutilado gravemente al cazador, privándole de su brazo derecho y un ojo. Desde entonces, Hildolfr Rugido de oso, perdió el favor de la madre osa y fue a ser llamado Hildolfr el tuerto. Ahora, el que había sido un aclamado guerrero y un cazador consumado, dependía de su mujer e hijos para la más nimia de sus tareas. Lejos de agriar su carácter, se sintió agradecido por contar con una familia y abrazó el espíritu del padre lobo sin esfuerzo, espíritu que la familia de su mujer Onna, había seguido durante generaciones. Hildolfr tenía una manada y aprendió la sabiduría del trabajo en equipo.

La taberna “Refugio del Lobato” se erigía entre montañas escarpadas y un espeso bosque de abetos. Estaba a más de medio día de distancia de otros hogares pero resultaba el lugar de descanso perfecto para viajeros cansados y cazadores extraviados. Era un edificio robusto y con encanto en el que Hildolfr Y Onna habían puesto todos sus esfuerzos cuando habían sido jóvenes y aun gozaban de fuerzas suficientes para pasar día y noche en busca de madera y piedra.

Su hogar no solo era la luz guía para sus hijos, si no que también era la delicia de sus huéspedes. Un vivo fuego siempre estaba encendido en la inmensa chimenea y alumbraba la estancia; cómoda y cubierta por pieles. Se servía cerveza con especias y carne en abundancia; nunca faltaba una palabra reconfortante para los gentiles o una buena tunda para aquel que se sobrepasase con sus anfitriones.

Los transeúntes más curiosos la recuerdan: una chiquilla observadora con unos enormes ojos verdes como la hierba fresca y que poseía una dignidad impropia para su edad.

Sus respuestas serias y elocuentes resultaban de lo más divertidas para sus padres, mientras sus hermanos se esforzaban por arrebatarle una pizca de esa solemnidad que incluso cubierta de harina tras sus travesuras, era capaz de mantener.

Un cazador recuerda como una noche se escapó para buscar a la pareja de lobos alfa, amiga de la familia. Tundra llevaba meses gestando y cuando un grupo de clientes alzó los candiles para rastrearla en los límites del bosque, la encontraron agazapada junto a la madre loba y su nueva camada.

La primera tarde de cacería con sus padres, Skadi iba perseguida por cuatro cachorros de lobo que tiraban de sus botas de piel y reclamaban juegos y caricias… menos uno. Un lobo con el lomo gris y el vientre pardo, que parecía poseer esa seriedad y orgullo, propios de la chiquilla y que ayudó a que intimasen especialmente. Luna de Lobo nunca le otorgó un nombre especial y había días que lo llamaba “Orejas de terciopelo” y otros “Amigo aullador”.

Gustaba de nombrarlo cada pocos días de forma diferente y aseguraba que cuando el lobo estuviese preparado aullaría su nombre propio, sin necesidad de que ella le impusiese uno.

Todos los hijos de Hildolfr y Onna eran consumados arqueros. Habían adquirido con los años la paciencia y la destreza suficientes para oír el viento y domar su respiración, para tensar la cuerda y dar siempre (o casi siempre) en el blanco. Pronto, los cuatro hermanos dejaron atrás a sus padres y se internaron solos entre las celosas ramas del bosque. Sus presas eran cada vez mayores y más numerosas, quedando cerca el día en que los cuatro, uno por uno, dejarían el hogar.

La tarde en que Asbjorn, hijo mayor, presentó a su futura mujer, Skadi se sintió más ultrajada que el resto de sus hermanos; pues de algún modo, su hermano mayor había violado aquel pacto no escrito de permanecer siempre juntos. Aunque le insistieron, Luna de Lobo se negó a conocerla y permaneció tres días y tres noches en lo salvaje.

Los rumores cuentan que allí conoció a otro indómito y solitario cazador, seguidor de la madre osa e hijo de un viejo trampero, muerto hace ya años.

El misterioso cazador estaba apunto de unirse a los Hijos de Svanir, pues la soledad le había mordido los talones desde hacía un tiempo y se veía incapaz de comenzar su propia leyenda desde aquel olvidado lugar, sin medios.

El oso envidiaba a la joven loba, que lo tenía todo. Poco a poco y tras varios meses de abruptas desapariciones por parte de ambos, Skadi entró en razón con respecto a sus hermanos y el solitario dejó el camino de los Svanir a un lado; creyendo ver en la manada de Hildolfr y Onna una nueva oportunidad.

Una apacible noche, Onna soñó con trece sombras negras que poco a poco sumían las enormes montañas que rodeaban su hogar en la oscuridad. En su visión, las sombras llegaban hasta la cumbre y entonces hacía presencia el espíritu de la lechuza, llenando, con sus pálidas alas, de luz y esperanza una vez más el bosque.

El sueño se repitió varias veces, pero por más que se lo explicaba a su esposo, este no le veía sentido e intentaba calmarla; pues el espíritu de la lechuza se había sacrificado una vez por los suyos en la lucha contra el dragón Jormag y las temibles sombras no aparecían por ningún lado. La paz parecía reinar en aquel silvestre lugar.

Pero entonces, el solitario cazador apareció una mañana para ver a Skadi con el cadáver de una lechuza blanca y dijo habérsela encontrado en los alrededores. El gran oso parecía desconcertado cuando Onna quiso echarlo de su taberna y lo acusó de traer el mal a su hogar. Aunque padre y hermanos intentaron mediar por el cazador, Onna no entraba en razón y decidió no otorgar el perdón al Norn hasta que Skadi, su más amada hija, fuese a Hoelbrak en busca de consejo.

Así fue como Luna de Lobo vio por primera vez con sus propios ojos tan magno asentamiento, acompañada de su fiel amigo Lobo y la vieja matriarca Tundra.

Fue entonces cuando concibió al completo la grandeza de los suyos y aunque ya había escuchado historias y aventuras de sus padres, ver allí mismo el esplendor y el ir y venir de los grandes héroes de la historia, era muy diferente. Skadi se retrasó en su vuelta, pues le fue difícil encontrar a alguien capaz de interpretar dicho sueño y la ciudad bullía de seductora vida.

Tras varios días, un anciano, que decía haber sido seguidor de la lechuza, interpretó el sueño de Onna. “Los caídos te protegerán” le había dicho aquel hombre de túnica y pieles blancas.

Skadi regresó a su hogar con el enigma resuelto y dicen que al llegar no encontró a sus honorables padres ni a sus fuertes hermanos esperándola, solo las ruinas y las cenizas de su hogar, esparcidas por el claro donde antes se había asentado. De la familia que regentaba el “El refugio del Lobato” no se supo nada más.

Las familias más cercanas al lugar de la tragedia dicen que Luna de Lobo también desapareció, consumida por el dolor de la pérdida. Murmuran que se perdió en los bastos bosques para vagar con los suyos por siempre jamás, acompañada por Tundra y su lobo recién nombrado: Cenizas.

La primera cacería - Segunda parte


El cazador siempre traía una muestra de su presa y Skadi cumplió con lo que se esperaba de ella. Nadie dijo nada al respecto, ni tan siquiera la aludida; no quiso justificar sus actos hasta que el cuerpo inerte de aquel hombre estuvo frente a ella. Era su costumbre infundir las palabras con una indiferencia absoluta, pero en aquella ocasión, joven e inexperta, se le trabo el discurso en varias ocasiones.

El hombre muerto no era un desconocido para ninguno de los presentes. Alborotador, agresivo e insolente, viajaba de taberna en taberna, granjeándose enemigos y armando fuertes peleas en las que siempre solía salir victorioso, pues envenenaba sus armas. 
La cazadora contó que había sentido su presencia rondándola durante toda la cacería y que aunque se esforzó para despistarlo en varias ocasiones, su paciencia tenía un límite. Estaba acechándola y nadie osaba acecharla sin su consentimiento.

Skadi era conocida entre los suyos por no tener compasión. No era cruel, pero sí poseía el pragmatismo de los animales hambrientos. Aunque era honorable en el combate y honraba a sus víctimas, muchos actos, como el de la gran cacería, la revistieron con una fama de impetuosa y colérica cazadora que no veía más allá cuando vestía la piel del lobo.

Muchos pensaron que se trataba de un ardid suyo. Era astuta y se la reconocía como estratega consumada en campo abierto, cuando el peligro natural te acechaba tras cada arbusto. 
Así pues, no tardaron en atar cabos, pensaron que tenía sus motivos personales para matar a aquel hombre y que había aprovechado la ocasión. 
Otros interpretaron la señal como señal de mal augurio, pues había cazado a un hombre y esto alteraba el delicado equilibrio entre Norn y animal, entre depredador y presa, se había presentado a los suyos como una segadora de iguales.

Parte de la muchedumbre se fue tras haber lanzando sus críticas contra lo acontecido. Pero otra parte se quedó e incluso alabaron la fortuna venidera de Skadi. Un hombre y su hijo ofrecieron a la joven un collar de cuero con el colgante de una hoja de roble gravada en estaño como agradecimiento. 

El hijo había perdido la visión de uno de sus ojos a causa de una riña con el susodicho; el veneno alcanzó el entrecejo e infecto una de las cuencas de este hasta que consumió el sentido de la vista. 
La cazadora se vio obligada a aceptar el regalo aunque también tenía sus dudas con respecto a lo sucedido. Hubiese dado el cabello por tener una gran cacería como la de los demás, corriente y sin sobresaltos.
Aun así, la ceremonia siguió tal como se había planeado; el incidente no se volvió a nombrar durante todo lo que restaba de noche.

Cerca de las ocho hogueras había encendida otra mucho más grande y en torno a la cual se disponían algunas mesas, preparadas para el dichoso festejo. 
Antes de comenzar la generosa cena de medianoche, se dispuso una bandeja a los pies de Skadi. Se trataba de las mejores partes comestibles de algunos animales, dos cuernos con la mejor hidromiel y algunos tubérculos maduros. 
Era imprescindible que se honrase al espíritu protector, en este caso al lobo, antes de empezar a celebrar. Skadi fue echando uno por uno los alimentos al fuego, dando las gracias en el más absoluto silencio y anhelando secretamente que no estuviese desterrada de su cariño paternal por lo sucedido. Solo se había defendido.

Cuando se sentaron todos en las mesas, tres veces se brindó con la mejor hidromiel de la taberna. La primera por los cuatro espíritus, la segunda por la familia y una tercera por la cazadora.

Skadi nunca cuenta lo que sucedió esa noche. Y aunque muchos puedan creerse que es por resultar intrigante y misteriosa, realmente es porque apenas se acuerda. 
El alcohol nubló deliciosamente sus sentidos tras el quinto cuerno repleto de cerveza y aunque la comida la saciaba, no era suficiente. 
Era una noche fría pero no sentía el frio. El ambiente estaba cargado con el humo de la hoguera y el incienso natural, que reconocía como de su madre, pues ella misma lo elaboraba. 

Oía risas, bromas y palabras de ánimo. Todo el mundo hablaba, comía y bebía alegremente. 
Recuerda las estruendosas carcajadas de su padre y las manos cariñosas sobre ella de algunos conocidos, felicitándola. La carne se servía caliente incluso a altas horas de la madrugaba y sabía especiada, grasienta hasta el punto de que el líquido tibio y aceitoso recorría sus brazos desnudos.

Se retiró de la mesa cuando ya casi todos lo habían hecho. Las llamas de la hoguera la llamaban, el fuego siempre había ejercido una poderosa atracción sobre ella; su madre decía que su destino estaba ligado a él. 
Andaba en círculos en torno a esta cuando alzó la mirada y descubrió a un joven cazador siguiendo los mismos pasos que ella. 
Si se adelantaba, el lo hacía. Si bajaba la mirada, este también lo hacía. 
Skadi no tardó en verse vuelta en un juego infantil y ebrio que consistía en llegar al otro sin dejar de acechar en círculos en torno a la hoguera. La caza enardecía sus sentidos y aquello se parecía mucho. El calor la hacía sudar, la tensión coloreaba sus mejillas y la hacía aullar en éxtasis. 
Cuando se aburrió de esperar, la depredadora se dejó atrapar por aquel desconocido y lo condujo al interior de la taberna. 
Ella afirma que no se acuerda de su rostro, que sólo sería capaz de identificar la enramada de sus tatuajes sobre la piel. El tacto calloso de sus dedos se le antojó exquisito y cree acordarse que desdibujó con esmero cada nudo de sangre en sus extremidades. 
Cuando Skadi despertó, el sol se asomaba tímidamente tras las montañas.

Urtha Tinta de Cristal dice que vio salir a la joven de una habitación que no era suya cargando con una pesada capa de pieles. 
Recorrió los pasillos con dignidad, descalza y con la nube de rizos agitándose a su paso. No pareció dudar en pisar la fría nieve sin calzar y avanzar hasta una meseta que se elevaba a unos metros de su hogar.
 La Anciana se unió a ella para recordarle que aquello no había llegado a su fin. Nadie mejor que ella para recordárselo, pues sería esa misma mujer quien marcase su piel con tinta y fuego de forma permanente en honor a su mayoría de edad e independencia como cazadora.

Todos los hijos varones de Onna habían sido tatuados por Urtha Tinta de Cristal el día después de la primera cacería. Cada uno de ellos con un nudo propio acompañado por un lobo en diferente posición.
Onna advirtió a Skadi. Un tatuaje podía marcar su leyenda, pues este la acompañaría hasta el fin de los días. No escatimó en detalles sobre el dolor y las fiebres que seguirían a su decisión. 
Su madre tenía unas elegantes marcas sobre su cuello, finas y enigmáticas como ella misma.

La cazadora se decidió aquel mismo día por el dibujo que había llevado en su gran cacería y que anteriormente había portado con orgullo Goi Aullido Perpetuo. 
Esa tarde se inició la ornamentación de su cuerpo en el hogar de Urtha Tinta de Cristal pese a los motivos disuasorios de su madre.

Skadi sabía que la noche anterior había obrado tentando a la suerte y no volvería a cometer ese error, menos aun por la pueril condena de unas fiebres.
No, Skadi Luna de Lobo sería tatuada con los mismos símbolos que había tenido su Tatarabuelo.

Capítulo 0: Retazos

Cuando era pequeño, mi madre se dedicaba a la peletería.

Vivíamos en una heredad espaciosa y había terreno suficiente para sembrar con holgura, pero ante todo mi familia le profesaba devoción a la carne, a la leche y al queso y sus derivados. Aparte de cultivar y de pastorear y ordeñar a las vacas dolyak de los establos, mi madre desollaba y curtía las pieles de las presas que traía mi padre de sus cacerías.

Por tanto, era solo cuestión de tiempo que yo les acompañase en sus menesteres.

Como hijo pródigo de mis padres, antes de que me extraviara del buen camino tuve que exprimir ubres y fermentar la leche hasta que la sencillez de la existencia bucólica y pastoril se probó insuficiente para mí. Sin embargo, todavía recuerdo con nostalgia las largas y tediosas tardes de otoño en las que descartábamos, cuchillo en mano, las imperfecciones de un pellejo, lo embadurnábamos en óleos aromáticos e impermeabilizantes, y luego lo estirábamos con ganchos a fin de que quedase dúctil.

Todo eso ocurrió, por supuesto, mucho antes del acontecimiento del ciervo; antes de que me bautizasen como «el gigante amable». No obstante, aún a día de hoy sigo encontrando sosiego ante un cuchillo de curtir y un bastidor con el que trabajar las pieles; ya no con la misma frecuencia que antes, pero siempre con el mismo fervor.

¿Cómo un idólatra del Lobo acabó guiando recuas de dolyaks por las Colinas del Caminante? Esa es una de las mayores paradojas de mi historia.

No pienso saciar tu curiosidad ahora, pero sí te adelantaré que esto se debe a mi madre; o más concretamente a mi abuelo, antes de que cayese enfermo.

El hecho trascendental de esta anécdota radica en la curtimbre. He llamado al epígrafe de este capítulo introductorio «retazos», y para que entiendas el porqué, primero deberás tener alguna noción —por sucinta que sea— de la técnica de procesamiento tradicional de los pellejos y de la composición de la ropa en base a los distintos retales.

En segundo lugar, para poder interpretar con acierto estos retazos deberás comprender el sutil entramado de tejemanejes que, como una delgada pero tupida tela de araña, entretejen los artistas de toda clase con tal de menoscabar a sus contrarios.

Por eso, quizá te parezca osado, posiblemente arrogante o incluso necio que les dedique un capítulo entero de mi saga a mis oponentes en materia de escaldía, pero para mí es una estratagema maestra e infinitamente astuta. Y te lo voy a explicar.

Esos cantamañanas de poca monta que tratan de enturbiar con sus rebuznos la nitidez de mi cantar han llevado a cabo una tarea que merece todo mi respeto y mi admiración; han recopilado para mí una porción de mi leyenda a la que seguramente yo jamás pueda tener acceso: han compilado los rumores, las habladurías y los chismorreos que se escuchan en Hoelbrak y en las inmediaciones de la ciudad.

Algunos no han dudado lo más mínimo a la hora de rociar sus manuscritos y canciones (si a esas piezas sin rima ni ritmo se les puede llamar de ese modo) con la ponzoña de un sinfín de falsedades; otros, en cambio, se han erigido como jueces imparciales en sus relatos, haciendo gala de una petulante ostentación de neutralidad.

No obstante, les guste o no, todos ellos pavimentarán las vías de mi narración.

En este capítulo he hecho una selección de las mejores crónicas de esa panda de zoquetes y camorristas que se hacen llamar escaldos y que disfrutan ensuciando la reputación de otros autores asaz más notables que SÍ que son dignos de agasajo.

Me he visto tentado, lo confesaré, de transcribir aquí su prosa a pies juntillas: retóricas pobres y cenagosas, abarrotadas de errores como abarrotado está un cocido de tropezones. Pese a ello, en un acto de caridad y en reivindicación del buen gusto, así como para evitaros un molesto escozor de ojos, he optado por corregírselos.

Por tanto, que no te extrañe un ápice que los «retazos» que voy a presentaros estén mejor ordenados, resulten un millón de veces más coherentes con respecto al eje principal de la historia, y estén mil veces mejor escritos que sus respectivas versiones originales; versiones que podrás escuchar en cualquier tasca de mala muerte desde la capital norn de Hoelbrak hasta el enclave del Priorato de Durmand.

Hazlo. Te reto a que lleves a cabo el experimento. Pregunta a algún escaldo por estas piezas y verás que llevo razón: son absurdas y pedestres hasta decir basta.

Si tras haber hecho esto opinas que he sido soberbio por atreverme a «remendar» (válgannos las metáforas del telar) sus insulsas historias, debes saber que no te falta razón. Sin embargo, déjame que te diga otra cosa: se lo merecían con creces.

Estas alimañas no son más que una plaga de mosquitos trompeteros que succionan la fama de autores más talentosos para alimentar su apetito desmesurado de celebridad. Al menos, yo he sido mucho más elegante que ellos al darles las gracias por haberme ahorrado las molestias de confeccionar por mi cuenta un collage con estos «retazos».

Me habría costado una barbaridad compendiar todos los cuchicheos acerca de mi persona, y este es, no obstante, un ejercicio crucial para que entiendas otro de los engranajes clave de mi pensamiento, que ya te avancé durante el prólogo: una saga tiene decenas, a veces miles, de interpretaciones diferentes. ¡Y eso es muy positivo!

Yo no soy uno de esos escolares sectarios que se cobijan bajo la dignidad de historiador para modificar el pasado al antojo de sus mecenas de la nobleza. Mi misión no consiste en desentrañar «la verdad» —si es que existe una única certeza— de algún volumen mohoso y enterrado en un túmulo oscuro a cientos de metros bajo tierra; mi afán es mucho más noble.

Mi búsqueda, amigo mío, trata del conocimiento.

Por eso quiero que me conozcas, porque solo así podrás comprender mi devenir: las decisiones que tomé, los motivos que impulsaron mis actos y las consecuencias que coseché a partir de ellos. A veces, justas, buenas y oportunas; otras tantas, a destiempo, ímprobas y desgraciadas.

Sería un bulo muy evidente que te ofreciera una sola estampa de mí, cortada por mi inconmensurable amor por mí mismo y por mi pedantería desbocada. Por ello, me haré eco de las personas que afirmaron conocerme en el pasado, a expensas de que algunos discursos supuren toxicidad por cada uno de los verbos.

¿Quieres saber quién soy en realidad? Bien. ¡Sigue leyendo!


El clan Lobogrís

«¡Temblad, aquí llega el norn más temido,
que en todo Hoelbrak es bien conocido
por su chulería y su retintín!

¡El escaldo Vanargand Lobogrís!
Y a su lado va su perro alobado,
el que a nombre de Skoll es llamado
cuando al tiempo se le escucha gemir. 
Su padre era un bruto bobalicón
al que llamaban Ormar Bjornolfson.
Su madre era Aesa Tyrasdottir,
¡bien brava en la cama cual loba en celo!
¡No es de extrañar que su esposo al frungir
perdiera la mano y no solo el pelo!

Su abuela, Aldis, anciana y senil;
su hermano menor tiempo ha feneció;
su novia, Skadi, es bajita y frágil;
y esto así acaba. El resto murió.

¡Temblad, llega Vanargand Lobogrís!»

—Osgald Lenguasucia. Proyecto de escaldo, ebrio de profesión e imbécil por vocación.

Espero que Osgald no se ofenda: tenía rota la métrica de algunos versos y, contra todo mi buen juicio, me he tomado la molestia de enderezársela.

Además, había cometido numerosas faltas de ortografía e insistía en rimar Lobogrís continuamente con pis, lo que constituye un atropello flagrante contra la lírica.


Apuntes de un asesino

«Lo veía antes cuando venía al albergue, ¿sabes?

Él hacía como si no me conociera y me evadía por todos los medios posibles. Tenía arte y agilidad para moverse entre las mesas sorteando hileras de sillas y de borrachos con tal de no coincidir conmigo. Lo hacía a un paso muy ligero y grácil, algo peculiar para un norn de su estatura.

¡Es inmenso! ¿No lo has visto nunca? ¿En serio? Tiene unos andares seguros de sí mismos, de esos que te inspiran confianza. Pisa fuerte con la planta del pie, pero no como un buscabroncas: con premeditación. Y siempre sabe dónde poner el pie a continuación.

Camina con la cabeza y con la barbilla erguidas, como si estuviera mirando más allá, a algún lugar perdido que solo existe en su imaginación; con ese mentón ancho y fornido suyo, los pómulos poderosos y una sonrisa fina, de labios pequeños y vivaces. Hasta cuando entrecruzamos miradas ni siquiera sé si me está mirando. Solo a veces capto el destello sus ojos de refilón; lo sé porque aun bajo las luces bailarinas del fogón y de los blandones sus ojos brillan de color azul, fríos como una capa de hielo cristalizado.

Su sonrisa es lisonjera y cálida, pero su mirada... Algo primigenio pulsa con ira dentro de ella. Algo que solo se advierte cuando sonríe ante un reto: lobuno, feroz y sincero.

Tan enorme como te pueda parecer, sabe desenvolverse.

Sabe entrar en un lugar llamando la atención y también sabe pasar desapercibido. ¡Es un escaldo! ¡Solo tiene que rasguear ese leño con cuerdas para que todos le presten atención! Y por si no fuera bastante, cuando habla le sale del pecho un torrente de voz de barítono. No te diré que sea la voz más grave que he escuchado, pues pasan muchos escaldos por una taberna como esta y con los años me he familiarizado con sus distintos tonos; pero puedo decirte que se expresa con claridad y con elocuencia.

En cuanto a su indumentaria, bueno, ¿qué decir? Es muy particular.

Suele llevar chalecos fabricados con pieles curtidas, sin una puntada fuera de sitio ni rebabas de bordes mal cosidos. Yo siempre lo he visto lucir largas gabardinas cuya cola alcanzaba casi a tocar el suelo, como un mantón o como una capa de pelaje gruesa. Eso sí, y lo reconocerás por este hecho: tiñe TODAS sus prendas de blanco, de negro o de gris. Por eso y porque le gusta adornar su “atavío”, como él lo llama, con joyas de pedrería incrustada y con alhajas de marfil repujado en la guisa de collares y pulseras.

Y tienes que fijarte en su pelo: es castaño, semirrizado y largo. A veces lo lleva atado en una coleta que le cae por la espalda. Y rara vez se lo desata.

Siempre me extrañó eso de él: tú no lo sabrás, porque eres humano, pero a la mayoría de los hombres norn no les importa en absoluto llevar la barba desgreñada y salpicada de trozos del guiso que han cenado la noche anterior. Él, en cambio, se asea y se recoge el pelo pulcra y afanosamente después de hacer el amor. Y se esmera en afeitarse cada dos o tres días.

Lo llevé a mi lecho, ¿sabes? Despedía un aroma a inciensos naturales: fragante y agradable, si bien tenue. Es reconfortante que un hombre vele un poco por su higiene; los hay que huelen a sudor y a matadero.

Es de tez blanca, normal, ni muy bronceada ni excesivamente pálida, si bien lo distinguirías rápidamente si te acostaras con él: tiene el torso decorado por un tatuaje de nudos rituales que se asemeja mucho a las ramas de un árbol, solo que negro. Y bajo la tintura apreciarías algunas cicatrices, blancuzcas la mayoría; no son muchas, pero hay que reconocer que lo hacen más apuesto.

Tú no eres más que un humano endeble y no lo entenderías, pero las cicatrices son una marca de orgullo entre mi pueblo. Aunque claro, no creo que llegues a meter jamás al “Gran” Vanargand en tu jergón. Créeme, no eres su tipo.

Y no te dejes engañar por su complexión física: hay norn mucho más membrudos que él, con los músculos hipertrofiados por la batalla y por el duro trabajo físico. Él, sin embargo, es esbelto, aunque si le abrieras la boca en un descuido verías que tiene bíceps en la lengua, porque es un charlatán. Y si después le abrieses el cráneo con una maza, observarías que su cerebro es más grande que su muslo.

Así que tú desafíalo a una riña: lo he visto tumbar a hombres de casi el doble de su peso sirviéndose tan solo de su coco y de sus bravatas.

¿Decías que querías saber cómo era? Pues bien, este es Vanargand Lobogrís: un figurín, un cuentista y un farandulero indecente. Me ha ultrajado en lo más hondo y pienso hacérselas pagar por mofarse así de mí y de mi madre en cuanto lo vea.

¿Que por qué? Hace un año me enteré de que ese fraude de norn había yacido con mi madre. Se lo montó con las dos, ¡la misma noche! ¡Una detrás de la otra!

Al día siguiente invitamos al muy cerdo a cenar tras haber cerrado el albergue. ¡Y aun sabiendo lo que había hecho, tuvo la cara dura de venir! Nos saludó con una sonrisa amable y se despidió igual. No volvimos a saber nada de él hasta varios meses más tarde. Ni mi madre ni yo estábamos al corriente, hasta que regresó hace menos de un año para tocar la lira y volvimos a hablar de él.

Entonces fue cuando me enteré de todo lo que había hecho.

Así que, si lo ves, dile que lo echo de menos y que espero con ansias su retorno. Convéncele para que venga: dile que lo necesito urgentemente.

Cuando lo encuentre, voy a arrancarle la virilidad de cuajo y voy a echársela de comer a los dolyaks.»

—Fraya Unndottir, amante despechada y heredera del hospicio del Oso Mohoso.

Este pergamino fue encontrado en el morral de un matón contratado por un noble humano para asesinarme.

Típico caso de infidelidad: una mujer insatisfecha con un marido zafio e impotente y un atractivo escaldo que aparece en el momento más indicado para consolarla.

El asesino, sorprendentemente listo y concienzudo para uno de los de su calaña, volvió a casa desnudo. Yo me quedé este texto como trofeo y por su valor sentimental.

Con respecto a Fraya… su historia no es del todo cierta: iba como una cuba aquella noche y me equivoqué de habitación. En cuanto me di cuenta ya era un poco tarde...

No obstante, JAMÁS volví a pasar por el Oso Mohoso.


Mi lobo de la guarda 

«Aquel de quien os voy a hablar
es un hombre de armas tomar:

Es Vanargand Lobogrís,
fuerte y de afilado ingenio.
como músico, mi aprendiz;
como cuentista es un genio.
De joven corriendo con lobos,
hoy entre lobos de dos piernas.
No sufre a torpes ni a bobos:
héroe es de su leyenda.

Guardabosques fabuloso,
salvó mi vida en el lago,
cuando todo estaba helado y
también mis ojos lluviosos.

Ayer pastor, hoy cantor,
me recogiste deshecha.
Hoy me encuentro bien derecha
y doy gracias por tu amor.»

—Linet. Famosa arpista, cantante y «florecilla» en apuros.
 
Linet, apodada «Brisadulce», de la tercera generación de sylvari nacida del Árbol Pálido, fue mi mentora con la lira y mi referente musical durante muchos años.
 
Que descanse en paz allá donde el viento lleva el sonido de su música.

Examen psicológico del erudito Lobogrís

«Al intendente Gixx del Priorato de Durmand:

Le adjunto el resumen del informe con mis impresiones sobre la evaluación psicológica y competencial realizada al erudito Vanargand Lobogrís. Los detalles de las pruebas, sus respuestas exactas y la fecha de las entrevistas se incluyen en el dossier.



En primer lugar, me encontré con el erudito para hacerle un chequeo psicológico estándar consistente en un cuestionario proyectivo con imágenes abstractas, el test de Rasch, y una batería de preguntas personales y biográficas con el objetivo de dotar de sentido a sus respuestas y de entender las razones de sus puntuaciones en la prueba competencial.

Realicé una transcripción en líneas generales del discurso del erudito, quien se empecinó en hablar a toda prisa y con palabras altisonantes en lo que creo que era un reto a mi habilidad y a mi velocidad de escritura. A pesar de ello, y pese a sus constantes intentos por desconcertarme, creo que he hecho bien mi trabajo.

El erudito Vanargand Lobogrís se mostró tranquilo en todo momento durante el examen psicológico. No dejó de mirarme con expectación ni dejó de hacer tamborilear sus dedos, como si estuviera jugando conmigo a alguna especie de juego de ajedrez actoral.

Hablaba con locuacidad y rara vez se detuvo por más de unos segundos para reflexionar sobre el contenido de las preguntas. De hecho, daba la sensación de que su discurso estaba medianamente ensayado a fuerza de la costumbre, pues no titubeó apenas; aunque su pose también podría ser parte de una dramaturgia cuidadosamente tejida.

Me contestaba siempre con una sonrisa, con aparente desenfado, y eludió activamente mostrar cualquier signo de melancolía aun ante las cuestiones más duras.

Sus parientes cercanos han fallecido; eso le arrancó un breve arrebato de tristeza en el que pude discernir a un Vanargand más solemne. Me habló de su hermano y de su madre en un tono protector, asombrosamente maduro y sensato. Traté de meter el dedo en la llaga y creo que logré ponerle nervioso: cuando se tensa tiene la manía de cerrar y abrir los puños en un tic mientras suda copiosamente con rostro estoico.

Como hipnotizadora y analista psicológica del Priorato de Durmand, sospecho que el erudito Vanargand está plantándole cara a un trauma de su niñez. Me da la impresión de que dentro de él se libra una batalla campal entre dos fuerzas en tensión; todavía ignoro cuáles son. Una parte está ansiosa por emerger a la superficie, una que es honesta, práctica y digna. La otra, en cambio, es aduladora, taimada y previsora.

Durante toda la charla no dejé de tener la sensación de que estaba poniéndome a prueba él a mí: quiso hacerme perder la compostura haciendo ruidos con las manos y fingiendo distracción. Parecía, de hecho, que era él quien me evaluaba y no a la inversa.

Pocas veces te encuentras con eruditos con este perfil: son tan recelosos acerca de aquellos que ostentan algún poder sobre ellos que su maniobra consiste en intentar localizar una mella en tu muro para anular cualquier conato de aproximación hacia ellos.

Dicho esto, no creo que el erudito Vanargand haya erigido sus defensas en un brote paranoide, pero sí me da la impresión de que se guarda con mucho celo sus secretos.

Me parece que nunca bajó la guardia durante nuestro encuentro. No parecía ofensivo, pero sí mordaz; bromeaba con frecuencia y se ensañó con todo lujo de detalles contra todos los escaldos a los que había oído tocar alguna vez en las cercanías de Hoelbrak.

Es tremendamente competitivo y no dudó en interrogarme y en objetar acerca de la validez de mis métodos. En más de una ocasión trató de descifrar mis intenciones a partir de mis gestos y de mi discurso, y es bastante adepto leyendo el lenguaje corporal. Todo esto, claro, mientras no estaba ocupado presumiendo de sí mismo.

En el test de imágenes proyectivas sus respuestas fueron totalmente ridículas. Me figuro que se estaba burlando de mí. Lo que vio fue, en este orden: una flor buceando en un lago gélido, una mujer abierta de piernas, un lobo gris tocando la lira en una taberna, un cuervo sin alas tirándose de un acantilado… y así en adelante.

No parece albergar propósitos desleales con respecto al Priorato de Durmand. Lo cierto es que creo que ha sido franco en lo que se refiere a nuestros intereses compartidos por el conocimiento. Es más: me parece que se siente cómodo en su rol de sabio folclórico norn, de escaldo, en parte porque no encuentra otro camino que le sea más afín; tal vez porque cualquier otra opción le está vetada.

Cuando le pregunté por qué un hombre tan alto como él se había entregado a los menesteres escolásticos en lugar de ocuparse de la cacería y de la guerra, como es la tradición cultural de los norn, me parece que conseguí contrariarle y que le arranqué una onza de sobriedad a su mirada. Me dijo literalmente: “No es tan entretenido vencer a alguien con la violencia si puedes derrotarlo con la lengua y con el cerebro. Por norma es, además, mucho menos sanguinario. Y mucho menos definitivo”.

A colación de todo esto, deduzco que sufre alguna clase de temor relativo a su fuerza física. Quizá tenga algo que ver con su amor por el saber y por las artes musicales.

Al hilo de sus aptitudes sociales, el erudito no presentó conductas agresivas en ningún momento. No se declara asocial, y como argumento a favor de la tolerancia racial afirma haber “mantenido relaciones promiscuas con muchas mujeres de las distintas razas de Tyria”.

En referencia a la dimensión ética, el erudito Vanargand hace gala de un sistema de valores loable y bien definido, y sabe emplearlo blandiendo razonamientos filosóficos que dejan entrever un alto nivel intelectual. Por esta razón, concluyo que se puede confiar en que el erudito Vanargand no lleve a cabo empresas de dudosa moralidad que puedan perjudicar el buen nombre del Priorato de Durmand.
Sintetizando el apartado social: el erudito Vanargand es carismático, altruista, y estaría capacitado para trabajar en cooperación con otros miembros del Priorato de Durmand. Sin embargo, su carácter durante la entrevista me da a entender que no acepta bien las órdenes. En otras palabras: es un malmandado que hace lo que le viene en gana y necesita disciplinarse a fondo antes de asumir un papel de responsabilidad en la orden.

Por estas razones, aconsejo utilizar sus talentos en misiones individuales y poco a poco ir incorporándolo a nuevas tareas grupales con otros discípulos de su rango.

Con respecto a las pruebas competenciales: destaca por sus técnicas mnemonísticas y por su gran capacidad para sintetizar, memorizar y razonar en abstracto; tiene conocimientos químicos y medicinales suficientes para elaborar remedios y para practicar unos primeros auxilios eficientes hasta la llegada de un médico; su fluidez de palabra no tiene parangón y sobresale por su conocimiento de la historia norn.

En cuanto a las pruebas con objetos rotatorios, declaró textualmente que “esto me parece una estupidez. ¿Por qué queréis hacerme predecir la trayectoria de unas bolas de plomo que no tienen nada que contarme?”.

Sus intereses personales son, según sus propias palabras: “Rescatar historias perdidas, bien sea dilucidándolas a partir de algún resto arqueológico o mediante otras fuentes”. Aparte, muestra curiosidad por la biología y por la geología, y tiene una base admirable en dichas materias teniendo en cuenta el progreso científico norn.

Aconsejo prestarle mapas y volúmenes para que amplíe su conocimiento del mundo, y asignarle misiones que guarden relación con espacios silvestres, que parecen ser de su entendimiento.

En suma: mi recomendación para el erudito Vanargand es que se ocupe de tareas de campo y de las labores de traducción de los manuscritos y piezas que logre salvar. Progresivamente se le irán encargando misiones relativas a la exégesis de los textos y se le concederá más autonomía en sus investigaciones, lo que, según mi pronóstico, será bueno tanto para él como para sus superiores.

En el interior del fichero se abunda en los exámenes llevados a cabo, las transcripciones de las conversaciones mantenidas con el erudito Vanargand Lobogrís, sus puntuaciones interpretadas, así como una profundización en su perfil psicológico.

Sus respuestas, como siempre, están glosadas y clasificadas en el apartado de anexos.

Nota personal: es un palabrero y se enrolla como las persianas. Leer los anexos con extremada paciencia. Y traer colirio de ojos, sí. Será una lectura extensa.»

 
—Arcanista Luuga del Priorato de Durmand. «Hipnoanalista» avezada.

Me considero un norn curioso por naturaleza. Por ende, era lógico y previsible que este informe fuera a pasar primero por mis manos.

¡Vamos, no me leas así! ¡No soy un ladrón! Eso sí: entre tú y yo, que mi pequeña «extracción» se mantenga en secreto. No quisiera darle más sofocos de los necesarios a la pobre Luuga.

Al menos, a ella no tuve que corregirle ninguna falta gramatical. Un punto a su favor.


Chuchogrís el Timorato

«Debéis saber la verdad, amigos míos,
sobre aquel al que consideráis un héroe:
no es más que un vanidoso buscalíos;
tan solo un cobarde que evita la batalla.

Entre los suyos, por esto es morralla:
afirma luchar, mas lo hace desde la posada,
como charlatán, contra lenguas afiladas;
sus gestas de efebo son ya agua pasada,
¿o alguien se cree que corriera con lobos?

Si es tan salvaje, ¿por qué no mata nada?
¡De niño no podía herir ni a un cervatillo!
Yo os lo diré: no es más que un chiquillo
con buena voz y una arrogancia abultada.
Y os dirá que hace proezas desinteresadas,
mas ya os lo digo yo: ¡son todas inventadas!

¡Tú, bufón, que hablas como los extraños,
ven al Arco del León si tienes redaños!
Yo, un viejo estropeado y con mis años,
te mandaré de una paliza a los aledaños.

¡Vamos! ¡Atácame con tus palabras de princesita!
¡Aquí te espero, escaldo mariquita!»

—Gazdrunk Hiendegrutas. Veterano de guerra charr e intento de poeta.

Aunque como poeta no valga mucho, debo reconocer que al menos le echó arrestos.

En cuanto recibí su mensaje, viajé al Arco del León y me desafió a un duelo musical. Pude haberle privado de la vida y de sus pertenencias, pues se las jugó a que me ganaría, pero me negué a hacerlo. Después de todo, me considero una buena persona. Caótica, pero buena.

¿Cómo se siente siendo un cervatillo, Gazdrunk? ¿Te alegras de mi compasión ahora?

martes, 26 de marzo de 2013

Preludio

Durante años me he preguntado cómo dar inicio a mi propia saga.

A muchos esta duda les parecerá una trivialidad, pero como todo escaldo de aquí a las Picoescalofriantes sabe: un buen principio es esencial para sentar los pilares de una gran historia.

Los relatos son como los edificios, ¿sabes? No basta con apilar un montón de anécdotas deslavazadas y de embellecerlas con una prosa grandilocuente para que el relato se sostenga; ¡cualquiera en este oficio puede encandilar a la hija del posadero! Y créeme: para lo único que te servirá esa estrategia es para obtener la atención de damas que han bebido más de la cuenta a fin de olvidar los sinsabores de sus vidas.

No, esa no es mi aspiración.

Yo quiero construir algo que perdure: algo que sobreviva aun cuando los lazos de sangre se hayan debilitado y diluido a través del tiempo. Quiero alcanzar la inmortalidad, tanto por mis dotes como artista como por mis hazañas de aventurero.

Un dicho popular humano afirma que la muerte es lo único definitivo en esta vida. ¡Yo lo refuto! En una tierra donde hasta los muertos regresan de ultratumba, ni siquiera la muerte es definitiva.

¡El Olvido! ¡El Olvido es el mayor enemigo de todo gran héroe!

¿Qué significado tiene tu muerte si nadie recuerda tu vida? Cuando tu parentela se haya ido, cuando tus amigos hayan desterrado tu recuerdo a la intemperie del más crudo de los inviernos en las postrimerías de su vida, ¿qué sentido habrá tenido todo?

Nada ni nadie es inexorable, eterno e inmune a los estragos del tiempo: las estaciones cambian e incluso las sagas más épicas pasan de moda y se pierden bajo un montón de pergaminos roídos por los gorgojos y deshechos por la humedad de un frío túmulo.

Yo voy a cambiar eso.

Si algo está dotado de una facultad exclusiva para prevalecer por encima de lo demás, para salvarse de las cenizas y del polvo, del fuego y la escarcha, de la ignorancia del hombre común y de las artimañas de los eruditos, eso es la palabra escrita.

Las voces decaen, su textura enronquece y se quiebra; enmudecen y expiran con la edad. Sin embargo, un vestigio de ellas perdura en los escritos: las runas de nuestros antepasados norn, atemporales como las Lejanas Picoescalofriantes, dan testigo de nuestros méritos, de nuestros orígenes y de nuestro destino labrado en la piedra. Son palabras de poder, conjuradas tiempo atrás, que rezan la esencia misma de nuestra identidad: el amor por la naturaleza, el alzamiento de nuestros héroes y la celebración de la vida en todo su esplendor.

Incluso este idioma común de signos alfabéticos que estoy empleando encierra en sus toscos trazos la intención primaria que lo engendró: servir como un conducto con el que afianzar la armonía en Tyria.

Es de importancia capital que entiendas este punto ahora, ya que en él se sustenta mi leyenda de un modo que de momento ni en toda tu lucidez serías capaz de concebir.

Por eso, escúchame bien, pues no soy un norn avaricioso y quiero compartir contigo el secreto de la inmortalidad: la clave de una buena narración reside en sus cimientos. Escribir y componer es, a menudo, como construir. ¿Alguna vez has forjado un arma? ¿Has cocinado un guiso? ¿Has curtido el pellejo de un animal que tú mismo habías cazado? Bien. Pues esto es parecido: en primer lugar hace falta un diseño. Una idea. Como un arquitecto, debes trazar los planos de la estructura que piensas edificar.

Obviamente, esto no es un proceso fácil: necesitas formarte con otros profesionales, escucharlos y atender a sus lecciones para estar preparado cuando te llegue la hora.

Tus primeras obras, lo que yo cariñosamente llamo «los ripios del novato», no dejarán de ser sino burdas imitaciones de las leyendas que te inspiraron cuando eras joven. Tratarás de emularlas, porque eso es todo lo que conoces. Y no te lleves a engaño: antes de recorrer tu propio camino debes saberte al dedillo las historias de aquellos que te precedieron. ¡Todas las que puedas memorizar!

No hay excusas ni límites para la cantidad de cuentos que un hombre puede llegar a conocer, salvo los que tú mismo te impongas por tu desidia, por tu falta de persistencia o por tu falta de fe en tus posibilidades.

En primer lugar, conságrate al Lobo: le dará carisma a tu discurso y te permitirá integrarte y destacar entre tus semejantes. Para un escaldo, conocer la naturaleza de sus iguales es primordial, y en ese aspecto el Lobo puede brindarte pistas muy útiles.

Luego, conságrate al Cuervo: es sabio y te ayudará a entender los mecanismos retóricos, las pautas y las triquiñuelas que empezarás a vislumbrar en tu aprendizaje. No hablo de juego sucio aquí, sino más bien de trucos de memorización, de las reglas de la métrica y de un sinfín de acordes que debes saber percutir sin titubear si lo que quieres es ofrecer una actuación espectacular frente a tu audiencia.

Si solo piensas cantar en cantinas mohosas, con el suelo embarrado y lleno de orina de perro, entonces llama a la Osa y pídele unos bíceps de piedra, porque para defender tu título solo necesitarás dar un puñetazo en la mesa y soltar un bramido contra tu opositor. Pero si lo que deseas, como yo, es tocar en los grandes salones de Hoelbrak e inundar el aire con tu música, con ritmos que rememoren el estallido de los truenos y el tintineo de la lluvia, entonces deberás esforzarte y aprender a hablar de corrido, sin tartamudear ni vacilar, y a subsanar rápida y astutamente cualquier error que cometas en tu prosa.

A estas alturas seguramente te preguntarás: «¿Qué tiene que ver esto con los pilares de una narración?» La respuesta es simple: todo.

¿Y bien? ¿Te han visitado los espíritus de la naturaleza en sueños y te han susurrado una idea fabulosa? ¡Aférrate a ella! Probablemente no logres ejecutarla a la altura de tus expectativas al primer intento, pero eso no importa. Ahora que tienes una partitura, debes procurarte los materiales indispensables para elaborar tu talento y refinarlo. Debes fabricar tu leyenda.

En la fragua demandan hierro y cobre; en el taller de peletería hacen falta pieles desolladas; así, un buen escaldo practicará tocando y recitando sus historias a un público.

Por eso, insisto una última vez: la base de una historia es fundamental.

Es como un edificio, sírvame la analogía: si utilizas material defectuoso, como estrofas que carezcan de lírica o trozos de historia incongruentes con respecto al eje principal del relato, o bien si no has adquirido la suficiente pericia como para ordenar todos los elementos y ponerlos en el lugar indicado siguiendo las instrucciones de tu plano, estás acabado. La historia se desmoronará y tus oyentes, o tus lectores, comenzarán a reparar en los socavones que aqueja la narración.

Un cuento es como una carretera. Aunque tenga ramificaciones y desvíos, si te has orientado en la dirección correcta nada más poner el pie fuera de tu casa, te costará mucho menos rectificar en caso de que por algún desafortunado avatar te descarríes por algún pasaje desconocido que hubieras decidido transitar en un alarde de maestría escáldica.

Ahora, imagínate que todo lo que te he dicho es cierto. ¿Qué harías? Obedecerías ciegamente mis consejos, si fueras un buen discípulo; o los mandarías a la porra de ser uno díscolo.

La ventaja de los alumnos aplicados es que cuanto antes se vuelven adeptos en las maneras de su maestro, antes pueden superarlas y marcar un nuevo hito.

En eso consiste una leyenda después de todo, ¿no es así? Se trata de acometer gestas dignas de ser cantadas para la posteridad, no de repetir una y otra vez las mismas proezas esperando, en vano, cosechar la misma popularidad que el mito original. Por tanto, el mejor de los alumnos se parecerá al peor de todos más de lo que te puedas imaginar.

Solo aquellos que destacan, aquellos que innovan con aprovechamiento, son realmente memorables. No lo olvides: en ocasiones el buen alumno y el malo pueden confundirse entre sí, y la culpa no siempre es del aprendiz.

¿A qué viene todo esto? A que, si sientes algo de respeto por mis palabras a partir de lo que has leído, el Lobo así lo quiera, y decides llevar a cabo mis sugerencias, técnicamente deberías sabotearte a ti mismo y hacer lo contrario a lo que yo te diga.

¿Por qué narrar una historia desde el principio? ¿Por qué no contar la larga sucesión de acontecimientos que dio lugar al héroe que tienes frente a ti en un orden inverso? ¿Por qué no hacerlo mediante saltos, del pasado al presente, del presente a un hipotético futuro, y a otras dimensiones conjeturales que solo existen en las obras de ficción?

¿Qué opinas? ¿Acaso cuestionas las bondades de añadir ficción a tu leyenda? Pues deja que te dé otra lección, amigo, una sobre lo que es creíble y lo que no.

La verdad a menudo resulta decepcionante, triste, estéril y tediosa: todos sabemos que la honrosa viuda del fundador de tu heredad se acuesta con el viejo herrero, pero si da a luz misteriosamente a un retoño se lo atribuiremos al generoso espíritu de la Osa, matrona por excelencia y celosa protectora de sus cachorros, en vez de al pobre herrero.

Tal vez afirmar eso sea usar palabras mayores, pero ¿a que hace de la historia un relato mucho más entretenido? Al menos, en potencia.

¿Y qué dirías si años más tarde ese chaval, tan solo un adolescente imberbe de trece años, gana una competición en su pueblo al hombre más forzudo? ¿Sigue siendo casualidad? Bien. ¿Qué me contestarías si te descubro que, poco después, luchó contra los jotun y logró encabezar una ofensiva que los expulsó de gran parte de las Montañas Picoescalofriantes? ¿Y si te dijera que nuestro héroe enigmático es el mismísimo Knut Osoblanco (lo que a tenor de su preclara ascendencia es imposible, pero válganos para ilustrar el poder de la ficción)?

¿Lo entiendes ahora? ¿Comprendes a qué me refiero cuando aseguro que un toque de irrealidad puede conferirle un aire de misticismo a una leyenda que en otras circunstancias sería poco más que una biografía aburrida y ordinaria?

Te he contado el relato al derecho, por supuesto, así que habrás desenmascarado pronto mi artificio. Pero figúrate que llego a presentarte la información del revés: te hablo de uno de los ídolos norn más celebrados, Knut Osoblanco, y te voy narrando uno por uno sus méritos desde la actualidad hasta su más tierna infancia, de manera que suenen factibles.

¿A que habrías caído en la trampa? ¿A que se habría rebajado tu escepticismo?

Por supuesto, esto funciona mejor con héroes muertos, y mejor aún con héroes de tu propia invención. Mas no abuses de este recurso o pronto alguien averiguará la treta.

Te he contado esto a modo de ejemplo de la influencia benéfica que puede ejercer un barniz de fantasía en tu relato. ¿Cuántas historias te crees que circulan sobre mí?

En los Cúmulos de Guaridanieve soy conocido como Lobogrís y se rumorea que cabalgo sobre un lobo fantasmal de tamaño monstruoso y que hago acto de presencia para rescatar a viajeros perdidos, solo porque en una ocasión ayudé a una chiquilla extraviada a volver a la finca de sus padres. Bueno, puede que mi incuestionable aptitud para contar historias y… «realzar la verdad» haya obrado algún efecto benigno en el relato, pero en cualquier caso prefiero que sea así.

Quizá hayas oído otras historias, no todas las he divulgado yo: que de bebé estrangulé a dos sierpes de hielo como si fueran simples sonajeros; que si te miro a los ojos fijamente puedo dejarte lánguido y helarte la sangre para que mi lobo te devore lentamente mientras contemplas horrorizado cómo se da un festín con tus vísceras (esta me encargué personalmente de distribuirla entre los Hijos de Svanir, pero en realidad no fue eso lo que ocurrió); que puedo venderle un tomate pasado a un carnicero en pleno invierno gracias a mi extraordinaria labia (esta sí que es cierta, aunque con algunos matices significativos)…

¿Cuántos de estos chismorreos son auténticamente ciertos? No todos, pero sí unos cuantos. Los suficientes como para generar una duda razonable que impregne de credibilidad al resto.

Y con esto, amigo mío, te he desvelado uno de los mayores ardides de un escaldo: para un hombre corriente no hay relato más creíble que aquel que contiene trazas de irrealidad.

Vamos, no me leas así: ¡adoramos que los diablillos, los espectros y hasta el propio Jormag interfieran en las historias de nuestros héroes! ¿Qué es un héroe sino alguien que se ha enfrentado a lo inverosímil y que ha salido triunfal de la pugna?

Por eso, la ficción nos puede ayudar a dotar de verosimilitud y de intrepidez a un relato, pero tan solo en dosis moderadas. ¡Sé prudente a la hora de administrarla!

Espero que todo esto no te esté provocando un dilema, ¿o sí?

Esa es la diferencia crucial entre un escaldo y un historiador: el escaldo cuenta historias, que pueden ser más o menos verídicas, mientras que un historiador procurará hacer un relato veraz (y permíteme que ponga en cuestión, ya con antelación, el significado real de la palabra «veraz»).

A priori, pensarás que todos los de mi gremio somos unos embusteros. ¡Pues no! Escucha con atención: hasta los mejores historiadores tienen sesgos e intereses políticos. ¿Te has planteado alguna vez quién escribe la historia oficial de los reinos humanos? ¡Efectivamente! ¡Los ganadores!

Cientos de disputas, de guerrillas y de rebeliones; ¡el rugir de las voces de los oprimidos silenciado bajo el yugo de un historiador mentiroso!

Miles de vidas olvidadas, millones de causas perdidas y de promesas incumplidas; pasados emborronados en tinta y sometidos a un régimen implacable solo porque alguien decretó que una sola historia era la verdad absoluta. ¿Y tenía razón? No lo sé.

Lo bueno de las narraciones de los escaldos es que en ocasiones existen dos, tres, o hasta trece versiones de la misma historia (y si no, pregunta a dos escaldos de diferentes regiones por la saga de Alfeim, a ver si sus argumentos son remotamente parecidos), y cada una probablemente haga hincapié en moralejas sustancialmente distintas.

¿Hay una versión «mejor» que el resto? Eso dependerá del gusto del oyente y de la habilidad del escaldo para persuadir a su público. No olvidemos que gran parte de la notoriedad de un escaldo se debe ya no a su virtuosismo musical, sino a sus dotes actorales (¿o por qué pensáis que todavía se oyen en los tugurios las canciones de Smid el Ronco?).

Te preguntarás adónde pretendo llegar con todo esto. Es perfectamente comprensible.

Hasta la fecha habrás podido sacar poco en claro de quién soy. Si bien antes de empezar a hablarte sobre mi pasado, o sobre mi presente siquiera, necesito sentar las bases de la leyenda que estoy a punto de escribir. Así que no te pienses que te cuento ambages o que me ando por las ramas; todo cumple un propósito.

Sé que sonará prepotente, pero siempre he pensado que todo el mundo lleva en su interior una semilla que puede empujarle a perpetrar las acciones más nobles o las más infames. Todos portamos una leyenda en potencia que anida dentro de nosotros, como el Cuervo, y que anhela ser aullada a medianoche, como el espíritu del Lobo, junto al fuego del hogar, en compañía de otros camaradas norn y de extranjeros por igual.

Si eres un lector avispado como yo supongo que lo eres (y si no eres un lector sagaz, ¡ponte al día!) ya habrás inferido muchas cosas acerca de mí, y consiénteme que me regodee en la complicidad de nuestro conocimiento compartido: ante todo, soy locuaz, inteligente, y a menudo me he metido en problemas por mi curiosidad imperdonable; soy encantador, un mago de las palabras, y bastante apuesto; aunque, por encima de todo, son de apreciar mi humildad y mi modestia, notables por su ausencia.

Soy un fanfarrón, ¡como todos los norn! No obstante, yo soy un fanfarrón con estilo y eso es innegable. Además, algunos me llaman «el gigante amable». No es un epíteto del que me vanaglorie, pero ser un gigante tiene sus ventajas.

Como habréis deducido, las competiciones de fuerza o de beber cerveza no están hechas a mi medida. Sé blandir una hoja con destreza, pero ¿qué desafío yace en descuartizar a alguien cuando puedes humillarlo y acordarte de sus castas de tres docenas de formas imaginativas e injuriosas, o incluso rendirlo a tus encantos con un par de palabras?

No soy un hipnotizador: no requiero de abracadabras para encandilar a nadie. Soy guardabosques, mi patrón es el Lobo y mis amigos habitan en el monte: en las copas más altas de los árboles, graznando entre las ramas; en los cubiles de osos y de lobos; en las estepas donde vagan las panteras de las nieves y hasta en las madrigueras de las liebres alpinas.

Quizá te preguntes cómo compagino mis labores musicales con las de guardabosques. Bueno, no es una tarea fácil, pero tiene su lógica: la primera audiencia que tiene un escaldo siempre resulta ser la más insólita, y digamos que las criaturas de la naturaleza fueron la mía.

Con mi música aspiro a imitar el gorjeo de los grajos, el chapoteo de las cascadas, la sensación del sol cálido de verano cuando besa tu piel y la brisa gélida de las Lejanas Picoescalofriantes en el momento más atroz del invierno.

La naturaleza es mi inspiración y mi leitmotiv. Y he aprendido de las bestias tanto como de los hombres, ya fueran norn, sylvari, charr, asura o humanos trotamundos.

Me dedico a rescatar viejas narraciones, historias de la época de nuestros tatarabuelos. Las traduzco, si fuera necesario, de cualquiera que sea el dialecto en que estén glosadas; las reinterpreto, las pulo y relleno los huecos, las obstrucciones y los vacíos repentinos; me informo para darles un sentido con el que poder transmitírselas a los demás y para poder aprender, al mismo tiempo, de ellas.

Después de todo, no somos más que enanos cabalgando sobre los hombros de gigantes, nuestros predecesores (por más irónico que resulte para un norn hacer este aserto). Si quiero ser un héroe admirable primero debo asimilar las hazañas que fraguaron el temple de mis antepasados. Primero debo conocer su leyenda.

Y he tenido grandiosos referentes a lo largo de mi niñez.

Mi padre era un cazador que además trabajaba en la forja. Era un hombre duro de pelar, impasible y con un temperamento intempestivo y agrio como un zumo de apio. De él heredé la estatura y la soberbia, aunque gracias al Lobo no me prestó ni su alcoholismo ni su amor exacerbado por las competencias violentas.

Mi madre, en cambio, era más sutil, pero no por ello carecía de una actitud enérgica y sociable, ni de una bravura elogiable: fue una auténtica seguidora del Lobo hasta el final de sus días. Cuidó infatigablemente de su camada en la situación más espinosa de todas: cuando mi hermano y yo nos quedamos huérfanos y ella viuda.

Mi hermano pequeño habría podido convertirse en el hombre que mi padre quiso haber hecho de mí, pues era enorme (aún más que yo a su edad), asaz más robusto y belicoso como un tejón con problemas de insomnio. Su destino no debió haber tomado el cariz que tomó.

Y por último, mi abuela materna, una chamán de la Pantera de las nieves. Hace años que no recibo noticias de ella. Al fallecer mi abuelo, abandonó al espíritu del Lobo y se aisló del resto del mundo.

Creo que esto es lo que llaman un retrato de familia descompuesto, ¿no te parece?

Por ventura, he gozado de modelos de conducta más gloriosos en las raíces de mi árbol genealógico.

Los ascendientes de la estirpe de mi madre eran adoradores del Lobo: de su linaje nació el célebre héroe norn conocido como Lobogrís, que luchó con coraje cuando Jormag mandó a sus lacayos a conquistar las Lejanas Picoescalofriantes. Empuño su memoria y su heroísmo para que me infundan valor en mis empresas, y he adoptado su apodo con la esperanza de llegar a estar algún día a la altura de su legado.

Aunque él era un soldado y yo soy uno de los pioneros del Priorato de Durmand, confío en que el conocimiento que estoy atesorando me sirva para abanderar su estandarte plantándole cara al malvado Jormag y a sus parientes dragontinos.

He tenido varios maestros a lo largo de mi vida: un cuervo de alas negras que me enseñó todo lo que sé sobre ciencia y sobre los misterios de la Niebla; el mundo de lo salvaje también ha sido mi mentor cuando deambulaba perdido y sin rumbo fijo en medio de la vorágine de mi cólera desatada; mi primer amor fue quien implantó en mí la pasión por la música y por la escaldía, y siempre me acuerdo de ella cuando compongo una canción o cuando escucho el viento silbando entre los pinos; además, viajé algún tiempo con un anciano charr retirado de quien aprendí mucho acerca de la verdadera naturaleza de los héroes, de la compasión y de la valentía.

Como ves, he estudiado con muchos tutores y todos han grabado en mí una impronta imborrable.

Pero por supuesto, esto no es más que la punta del iceberg: lo que soy ahora no es sino un pálido reflejo de mí mismo en las aguas de las circunstancias que envolvieron mi crecimiento, mi educación, y que han determinado, en suma, cómo soy y quién soy.

Podría narrártelo de seguido, no sabes cuántas veces he ensayado para hacerlo, mas no lo haré.

¿Serviría de algo que te contase mi leyenda como un abuelo que redacta sus memorias en las páginas ajadas de un libro encuadernado en piel podrida y maloliente? Me parece que no. Voy a hacer que sepas quién soy, sí, pero lo haré en el momento oportuno y de la manera que estime más apropiada para introducirte, ante todo, a una historia magnífica.

Ahora que ya comienzas a conocerme puedes intuir qué voy a hacer y por qué lo voy a hacer.

Quizá no te creas todo lo que te voy a revelar sobre mí —francamente, yo tampoco me lo creo a veces—, pero no espero que te lo tragues todo como un paciente dolyak rumiante. Cuestiónalo. Busca en mi historia las trazas de certeza, tal y como yo he hecho con una infinitud de héroes del pasado.

Si esto es todo lo que queda de mí, no debería importarte que fuera cierto o no que cazase con una manada de lobos en mi juventud, que me convirtiese en Asesino al vencer a una sierpe de escarcha con la única ayuda de un cuerno de caza y una antorcha apagada, que perdonase la vida a la mujer que trató de matarme por un delito que jamás cometí, que un cuervo me extirpase los ojos en un sueño o que viese morir y renacer a mi hermano de sangre.

Si lees esto ahora o cientos de años más tarde, sé que no me recordarás tal y como fui. Recuérdame tal y como ansiaba ser, y tal y como te convencí —o no— de que era.

Mi nombre es Vanargand Lobogrís, y esta es mi historia.

La primera cacería - Primera parte


La primera cacería en solitario marcaba un antes y un después en sus vidas. Era entonces cuando la sociedad te tomaba en consideración, pasabas de ser un niño indefenso a ser un cazador, un miembro más de la orgullosa población de los Norn. Si bien, hay pequeñas diferencias en dicha cacería dependiendo de la familia que la realice; ya sea por fauna, el clima, el lugar o el arma predilecta del linaje en cuestión. La tradición de la cacería en su familia se remontaba varias generaciones atrás y gozaba de algunas particularidades. La superstición heredada por los miembros de la familia de Onna, hija de Orfilia la Hambrienta, alimentaba estas particularidades y se aseguraba de que se siguiesen a rajatabla.

Ninguno de los hijos de la afamada Onna había discutido jamás el porqué o había pretendido sublevarse contra la tradición, pues aunque consideraban que las interpretaciones de su madre en la mayoría de sus casos, podrían tratarse de pura fantasía, no querían ofenderla. Que ella no supiese interpretar las señales no significaba que el resto no pudiese o que estas en sí no existiesen.
La tradición decía que los preparativos se iniciarían cuando el sol estuviese en su plenitud, justo al mediodía. El hogar de la familia en cuestión cerraría las puertas para los visitantes y vecinos, dejando en su interior únicamente a los familiares de línea directa de sangre. La chimenea debía estar encendida y en su interior, se quemaban leños de abeto y algunas piñas, impregnando el aire de un olor pesado y terroso. Se decía que esto ayudaba al cazador a adaptar los sentidos antes de la partida, además de evitar el frio o entumecimiento de los miembros mientras la actual cabeza de familia femenina pintaba con minuciosidad al mismo.

Se utilizaba un cubo lleno de sangre fresca de venado. Este animal era uno de los más frecuentemente cazados en el evento. De algún modo, llevar la sangre impregnada en la piel, ya te hacía victorioso, auguraba el final de la ocasión.
La preparación llevaba horas y el engalanamiento era una de las esperas más tediosas. No eran dibujos cualesquiera o nudos improvisados; se pintaba una réplica exacta de los tatuajes que había tenido de manera permanente su tatarabuelo: Goi Aullido perpetuo .
Fue él quien inicio aquella serie de rituales. En su primera cacería y dejándose llevar por un torrente de emoción, que luego adjudicaría al espíritu del lobo, se había pintado el cuerpo con la sangre del ciervo. Cuando regresó a su hogar no lo hizo con un trozo de su carne, si no con el cuerpo entero a cuestas sobre sus fornidos hombros. Goi fue un gran hombre y no solo se cubrió con la gloria proveniente de proezas y cacerías; si no que una vez llegada la amenaza del dragón y aunque por entonces, ya había dejado atrás su juventud hacia décadas, protegió a los suyos con verdadera devoción y furia.

Los tatuajes en sangre se repetían una y otra vez sobre los cuerpos de sus descendientes. Onna era la primera vez que pintaba a una mujer, a su hija.
Luego, en la cena de celebración, dijo que Skadi no había murmurado ni una sola palabra o queja, que se había mantenido desnuda frente a la chimenea sin pestañear mientras ella la embadurnaba con la sangre y le abrochaba las pieles ceremoniales, más toscas y rústicas que las que habitualmente se utilizaban.
Su hija había heredado el cabello cobrizo, con los tonos del rojo intenso propio de las fogatas y que había permanecido en su familia desde los tiempos de Goi. Rizado, fuerte y espeso, caía sobre sus hombros y se enredaba a sus espaldas. Decían que incluso los hombres de su legado heredaban aquel llamativo tinte y que era signo de su grandeza y pasión por la caza. Si era cierto o no, Onna no lo sabía, solo su primogénito y Skadi, lo habían heredado.

Ninguna de sus dos líneas de sangre parentales habían gozado de una altura significativa entre los suyos, siendo más bien, fuertes y resistentes, haciendo gala de músculos bien definidos y torsos generosos. La cazadora a prueba, no obstante, era inusualmente bajita. No llegaba al cuello a ninguno de sus tres hermanos y dudaba que fuese a crecer más. Se sentía preocupada, pues aunque no osaba dudar de su calidad como cazadora, cualquiera podría subestimarla; un buen porte te ahorraba muchos problemas y Skadi no lo tenía.
Estaba lista, ningún cazador estaba preparado para su gran día sin antes haber pasado años de entrenamiento y correrías en grupo. Sus extremidades hablaban por si mismas, esbeltas pero firmes. Tenía las rodillas con algunas cicatrices profundas de años pasados  y las piernas torneadas, definidas, aptas para correr entre la espesura del bosque.
Sus hijos le habían dicho que era más rápida que cualquiera de ellos, que cuando quería esconderse, nadie podría divisarla; pues parecía fundirse con los árboles y la naturaleza salvaje con una maestría sin igual.
Onna le apretó los pechos con una larga y tosca tira de cuero. Le dio varias vueltas a su torso hasta que no quedo más y entonces anudó. Generosa de busco y caderas, la madre se sintió orgullosa de su herencia, pues perduraría; era improbable que Skadi muriese en un parto. La joven cerró y abrió varias veces los puños y se giró para comprobar la movilidad de su atuendo después de varias horas sin mover un músculo.

De la chimenea ya solo quedaban ennegrecidos restos de la madera cuando la madre empezó a perfilar el rostro de su hija con una varilla de pino, mojándola en los restos de la sangre. Tenía el rostro en forma de corazón y las facciones delicadas, finas y con aire de perpetua juventud que incluso años posteriores, no se desvanecería. Sus labios eran generosos pero estaban agrietados por el frio, a veces le sangraban. Onna tenía unos profundos ojos castaños, del color de la miel. Toda su familia los había tenido del mismo color y era una seña de identidad propia. Se decía que eran ojos anclados en la tierra para comprenderla mejor.
Pero Skadi había adquirido de su padre y la familia de este, unos ojos verdes tan pálidos que en ocasiones parecían grises. Estaban enmarcados con espesas pestañas y no gozaban del brillo que tenían miradas tan jóvenes; pues esta siempre parecía evaluar todo con una calma indescriptible, con una seriedad gélida que a veces hacía preguntarse a los suyos si alguna vez había sido niña. Pero la cazadora explotaba en ira con una frecuencia asombrosa y teñía su mirada con el ardor del fuego, con el ímpetu de su cólera o la pasión exacerbada. Era el día o la noche, el hielo o el fuego, su hija no era equilibrada, si no tenaz, radical y vehemente.

Sería el cazador que justo antes de ella habría pasado por la prueba, el que le otorgaría la piel del lobo. Su hermano, tres años mayor que ella, entró en la estancia ya pobremente iluminada y la contempló con orgullo y nostalgia, sabedor de que no volvería a ver a la pequeña revoltosa de la misma manera, si no como a una cazadora más, una mujer adulta.
Cuando posó la espesa piel por los hombros de esta, recordó el día en que su hermano había hecho lo mismo con él. Recordaba como el corazón se le salía del pecho y como le parecía que la sangre abrasaba la piel por la emoción.
La primera vez que de pequeño alcanzó, en una de sus travesuras, a ver la capa, le había preocupado. Corrió a su padre con la intención de acusar aquella crueldad: alguien había asesinado a un lobo para hacerse con su piel y vivía en su propia casa.
Hildolfr le explicó con paciencia y un toque de humor que aquella piel, era el pelaje del compañero de su tatarabuelo. Nadie lo había matado, si no que una vez muerto el lobo en batalla, el mismo hizo que lo desollasen y llevó la piel de este en sus últimas hazañas en señal de agradecimiento y respeto.
La piel había permanecido décadas en su familia y estaban muy orgullosos de haber podido salvarla tras su viaje al sur. Cuando el hermano salió bruscamente de sus pensamientos, vio ante el a su hermana con la cabeza del lobo tapando la suya propia y sus ojos perceptivos e inquietos inspeccionándole, preguntándole en silencio si todo aquello saldría bien.
El primogénito le daría las armas que previamente ella había tallado: lanza y arco. Ambos de una calidad cuestionable y adornados con plumas y huesos, demasiado ostentosos para la caza rutinaria pero perfectos para la gran cacería.

Cuando Skadi salió de su hogar. El sol ya se escondía entre las altas montañas y pintaba la nieve con tonos anaranjados, era justo tal como mandaba la tradición. Otras cacerías se llevaban a cabo durante el día pero la suya debía empezar justo en el ocaso, tránsito entre el día y la noche, señal de un ciclo eterno, pues iba a comenzar su leyenda, también eterna.
Ocho hogueras en paralelo estaban encendidas a las afueras de su hogar y formaban un camino hacia el bosque. Ella no lo recuerda con exactitud, pero allí estaban no solo sus parientes, si no también, algunos antiguos refugiados curiosos. Su familia ofrecería cerveza, hidromiel y carne a todo aquel que quisiese morar en su hogar durante la noche del acontecimiento, era estricto deber. Así pues, además de verdaderos interesados y curiosos, Skadi pensó después que también habría muchos glotones interesados.

La observaban fijamente y sin murmurar palabra, nadie hablaba con el cazador antes de su partida, nadie podía ayudarle en su empresa. Muchos se sorprendieron al verla, tan menuda y a la vez segura de si misma; avanzaba con pasos salvajes y flexibles, como un depredador al acecho. No miró atrás ni dedicó sonrisas la muchedumbre. Avanzó con decisión hasta que las copas de los árboles sofocaron las lejanas luces de su hogar y el calor de la hoguera era tan solo un recuerdo agradable en su piel.

Skadi estaba familiarizada con las técnicas de caza y sabía que su punto fuerte era esconderse, esperar, acechar y dar en el punto exacto. Podía escuchar el viento y situaba con destreza a la fauna en el territorio. El olor que desprendía era muy similar al del mismo bosque: terroso, húmedo y almizcleño. A diferencia de otras jóvenes, ella había insistido en no utilizar oleos y perfumes desde que empezó a cazar para la familia. Afirmaba que los animales desconfiaban de ella, que podían olerla a mil pasos de distancia.  Así, esta se había impregnado con el salvaje y exótico aroma de los bosques primigenios y sus frutos entremezclado con su propio sudor, resultando como un olor muy característico, intenso y silvestre.

Lo que ocurrió durante aquella partida de caza es todo un misterio. Rumores adornan la ocasión casi como si se tratase de una leyenda, una leyenda amarga, con un sabor agridulce. La cazadora regresó a su hogar en la plenitud de una noche de luna creciente. En su mano y apretándola fuertemente en el puño tenía una trenza de pelo rubio, cortada de raíz.