jueves, 28 de noviembre de 2013

Balada de Sigurd Vargsson

Dejad que os cuente la historia
de aquel que venció al Dragón:
un héroe que hizo victoria
perdiendo su corazón.
Bien cuenta la narración
que al nacer ya fue testigo
de un acto de redención.
Y así nació el hijo pródigo.

Toda esa pena mortuoria
lo sumió en gran desazón,
en nadie vio exculpatoria
al crimen y a la traición.
“Por ti no habrá compasión”,
dijo su padre, su amigo.
“Limpia tu reputación”.
Y así creció el hijo pródigo.

“Madre, te juro la gloria,
que así lograré el perdón”.
Así honró su memoria.
Así perdió la razón.
De su fuerza hubo noción
entre los Hijos, prosigo;
fue acogido en adopción.
Y así vivió el hijo pródigo.

No aguantó su corazón
la crueldad que lo hostigó,
que así renunció al Dragón.
Y así murió el hijo pródigo.

—Vanargand Lobogrís.

jueves, 21 de noviembre de 2013

Quinto informe: Testimonio

Día 83 de la estación del Céfiro del año 1326.

Empieza a hacer más calor en el Bosque de Caledon, pero eso apenas me importa. Las últimas semanas he estado muy atareada paseando por las afueras del Pantano de Wychmire; he buscado testigos en el fuerte de la Guardia del León cercano y en Falias Thorpe, pero lo único que encuentro son rumores sin sentido y viajeros aterrorizados.

Entre los Guardas ya hay quienes se burlan de mí por mi perseverancia. Piensan que estoy desatendiendo mis obligaciones, que persigo a una quimera cuando debería estar trabajando para defender la Arboleda. Entonces, ¿las muertes de nuestros amigos y camaradas fueron también una quimera? ¿«La Siega del Cosechador de Sueños» ha sido una fantasía, un espejismo que nunca ocurrió?

Parece que así se arreglan las cosas por aquí: ¡reemplacemos a los que han caído, olvidémoslos y procuremos cerrar los ojos y los oídos a la verdad! ¡Ya llegará otra generación de sylvari que los sustituirá!

¡El Fantasma de Wychmire existe! ¡Es un peligro público y no puedo dejar que siga deambulando a su libre albedrío por la floresta! No puedo olvidarlo. No puedo perdonarlo. No puedo… fingir que todo es irreal, no puedo desentenderme de lo que suceda, no puedo rehacer mi vida. Ahora no. Aún no. Y tal vez nunca lo consiga.

Sorprendentemente, anoche me topé con una persona que reunió el coraje necesario para dirigirme la palabra. Un estúpido investigador asura que venía de las Selvas Brisbanas: Blabb.

Blabb pertenece a la escuela de estática de Rata Sum. Estaba estudiando las propiedades de los légamos cenagosos para su aplicación práctica a la hora de elaborar una pasta adhesiva. Su intención era descubrir un nuevo pegamento orgánico más barato, efectivo y rápido que sirva como argamasa o para soldar las extremidades mutiladas de los soldados del Pacto.

En mi opinión, no es más que un científico de pacotilla con el cerebro reblandecido.

Lo llevé a mi despacho en la Arboleda y estuve interrogándolo durante dos horas. Transcribo aquí nuestra conversación en lo tocante a su experiencia con el Fantasma de Wychmire. El resto de su cháchara… se ha extraviado en el fondo de un estanque. Espero que a los peces no les dé una indigestión.

Nota al pie: Por mi bien, debo ser más directa la próxima vez que interrogue a un asura.

«Caileen: Dígame su nombre y su profesión, por favor.

Blabb: ¡Bueno, yo, eh…! ¡Pues claro, soy el genial Blabb, del colegio de estática de Rata Sum! ¡Seguro que has oído hablar de mí! ¡Blabb! ¡Blabb! ¡No se olvida ese nombre! ¡El inventor del Fleu Ver, la masilla verde botabrincástica más chachipiruli de toda la Provincia de Métrica…!

Me rasco una ceja con el dedo y profiero un suspiro largo y estruendoso (sí, debía hacer constar esto en acta).

Caileen: Contésteme, señor Blabb, y sepa que todo lo que diga será transcrito de forma literal en mis archivos.

Blabb: ¡Oh! ¡Así que tienes una de esas máquinas telegráficas arcanotécnicas que transcriben inmediatamente un discurso en base a un patrón de reconocimiento de voz! ¿Me dejarías echarle un vistazo por dentro? ¡Estoy seguro de que puedo hacerle una recalibración para que te funcione a las mil maravillas!

Blabb intenta buscar el ingenio por todo el lugar. Al no encontrarlo, gruñe con fastidio. 

Mientras tanto, yo sigo tomando notas en un pergamino. En mi mesa solo hay varios archivos, un tintero, la pluma y el folio.

Caileen: Por favor, céntrese. ¿Recuerda haber visto al Fantasma de Wychmire?

Blabb sufre un escalofrío y le castañetean los dientes. Traga saliva y asiente, temeroso.

Blabb: Cre… creo que sí… Sí, sí. Definitivamente, sí. Lo he visto, con mis propios ojos. Y tengo miedo, señora guarda. ¿Cree… cree que…?

Me incorporo un poco sobre la mesa a fin de tranquilizarlo. Lo estudio con serenidad.

Blabb: ¿Cree que… quería robarme la patente? ¡Es… es… monstruoso! ¡Terrorífico…!

Me veo en la obligación de curvar una ceja de nuevo. Vuelvo a reclinarme en el asiento y rezongo.

Caileen: Señor Blabb, dudo que al Fantasma de Wychmire le interesen esas minucia… esas minuciosas, perdón, investigaciones suyas. Por favor, prosiga y cuénteme lo que vio.

Blabb traga saliva de nuevo y se ajusta el cuello de su camisa. Asiente, más relajado.

Blabb: Mi grupo fantastiguay de investigadores y yo estábamos moviendo el pompis por el Pantano de Wychmire en busca de algún espécimen de légamo pequeñito que pudiéramos desintegrar, reintegrar, licuar y hacer pasar por toda clase de operaciones químicas complicadísimas que requieren de un grado de doctor en la especialidad de…

Empiezo a impacientarme y golpeo el suelo con un pie, rítmicamente. Blabb se da cuenta.

Blabb: Perdone, eso a usted no la incumbe. Y tampoco podría entenderlo, no se ofenda. Así que le ahorraré los detalles, ¿okey? ¡Pasaremos a la parte más divertida del asunto!

Caileen: ¿Divertida? Dos de los miembros de su equipo han muerto, señor Blabb.

Blabb agita una mano con despreocupación, niega y esboza una sonrisa de condescendencia. 

Blabb: En esto que decidimos acampar; utilizamos el cronostereostato medidor de corrientes dinamocrónicas de Thugg a fin de localizar el lugar idóneo donde asentar nuestro campamento, que además es muy salado porque tiene incorporadas algunas melodías en estéreo y… bueno, esa es una cosa que se debe agregar siempre a un aparato que pretenda…

Caileen: ¡POR FAVOR, vaya al GRANO!

He roto esta pluma sin darme cuenta. Blabb se ha asustado. Acabo de coger otra; continúo.

Blabb: En otras palabras: la música sonaba demasiado alta y nos oyó una patrulla de cortesanos de la Pesadilla. Esos idiotas sin una sola pizca de buen juicio musical se lanzaron sobre nosotros como un raptor al que le acabas de extirpar las plumas de la cola. ¡Y entonces llega el PUM, PAM, PIM, zasca, cham, pú! Como en las historias ilustradas para críos del asura murciélago, pues así.

Me doy una palmada en la frente de la exasperación y resoplo con angustia.

Caileen: ¿En ese punto fue cuando los capturaron, señor Blabb?

Blabb se acaricia el labio superior, como si estuviera sopesando algo. Frunce el entrecejo.

Blabb: Eh… sí. Sí, creo que fue ahí.

Caileen: Bien. ¿Y qué pasó?

Blabb: Tramamos un plan de fuga A. Y un segundo y contingente plan de fuga B. El C y el D no tardaron mucho en llegar, y cuando nos dimos cuenta habíamos colapsado todo el abecedario a golpe de estrategias de escape y de amotinamiento…

Caileen: ¿Cuándo apareció el Fantasma de Wychmire?

Blabb: Por la noche, cuando estábamos a punto de ejecutar el plan D: el plan A, que consistía en suplicar piedad, había fracasado; el plan B, morderles las espinillas a los cortesanos, llevó a la muerte a uno de mis compañeros; el plan C, simular sufrir un ataque de histeria, mató a otro. Por tanto, estábamos a punto de dar el do de pecho con nuestra mejor estratagema, ¡y lo habríamos logrado, sin duda, de no ser por ese Fantasma bribonoclusivo!

Caileen: … ¿Y en qué consistía su plan D?

Blabb: … Disfrazarnos de conejos y huir. Más o menos. Era más elaborado.

Parpadeo. No sé por qué, no me aturde lo más mínimo su respuesta. No me extraña que expulsaran a esta panda de Rata Sum.

Blabb: Pero como decía, ¡aquí llega lo más divertido de todo! No lo vimos llegar, pero de pronto oímos que uno de los cortesanos caía al suelo con un sonido sordo. Me di la vuelta, naturalmente, por curiosidad y… ¡tenía el cuello dislocado! ¡Estaba muerto! El resto desenvainaron sus armas y se pusieron como basiliscos a dar vueltas; gritaron órdenes, pero no sirvió de nada, porque al poco otro cayó fulminado: tenía un agujero negro en el estómago. ¡INCREÍBLE! ¡Fue lo más EMOCIONANTE de mi vida…! ¡Quiero replicar esa tecnología! ¡Quiero acompañarla, señorita Caileen, para buscar al Fantasma y hablar con él sobre su inventiva, para nada normal en una raza tan poco dotada para los menesteres intelectual…!

Me he cansado. He dado un puñetazo en la mesa y Blabb ha retrocedido un metro del estrépito. Dejo la hoja en la mesa y voy a por él. Lo agarro de la solapa de la camisa (esto lo he escrito después).

Caileen: ¡Mira, rata piojosa, me dan lo mismo tus aires de gran investigador! ¡Me da completamente igual lo mucho que te fascinen sus armas! ¡Solo quiero encontrarlo! ¡Así que dime lo que quiero saber o te mando de una patada estratosférica, o como diantres la llaméis vosotros, a la punta de una de esas pirámides orbitales vuestras en Rata Sum!

Blabb se queda en silencio un largo tiempo. Luego asiente y contesta en tono solemne.

Blabb: El Fantasma acabó con las fuerzas de la Corte. No salió de la penumbra en ningún momento, pero a la luz de una antorcha alcancé a vislumbrar algo su silueta: llevaba una máscara hecha con el cráneo de una criatura con astas, un carnero o un ciervo quizá. Mató a todos nuestros agresores y a nosotros… nos dejó en paz. Estábamos cagados de miedo, podría habernos ejecutado con ese cañón fotovoltaico suyo sin pestañear, pero… no lo hizo. Se quedó en la oscuridad unos segundos, contemplándonos, y luego desapareció como la brisa. Nos perdonó la vida y nos salvó. Debo darle las gracias, por mí y por mis chicos, fue…

No puedo contenerme más y le lanzo un puñetazo a Blabb a la cara. El asura cae al suelo. Me pongo en pie, airada, y estrujo una de las hojas de mis documentos con la mano.

Caileen: ¡El Fantasma de Wychmire es un ASESINO! ¡Si no acabó con vosotros no debes sentirte privilegiado: es porque no le interesáis! ¡No es un salvador ni un héroe! ¡ES UN MONSTRUO!

Blabb: Je. No puedes verlo, ¿verdad? Estás demasiado cegada con tu misión. Bien, no seré yo quien te saque de tu error. Solo te diré una cosa: he hablado con más personas, personas que te temen más a ti que a él. Hay más viajeros que han sido rescatados por una sombra misteriosa en la jungla, cuando les atacaban las bestias o la Corte de la Pesadilla. El Fantasma de Wychmire, sea quien sea, no es el ser despiadado y cruel que te imaginas; quizá tampoco sea un santo, pero desde luego no es el demonio.

Estoy temblando de la rabia. Tengo que calmarme. Tengo que calmarme…

Caileen: ¿Estás dispuesto a ignorar todo lo que ha hecho? ¿Indultarías sus fechorías?

Blabb: ¿No se te ha ocurrido pensar que podrías estar equivocada? ¿Que tal vez haya una razón, o una explicación, detrás de todo esto?

Caileen: ¡NO hay razón alguna que justifique el asesinato de Guardas inocentes!

Blabb se incorpora. Su gesto ya no es amistoso. Parece enfadado y muy solemne.

Blaab: Señorita Caileen, las personas no siempre son blancas o negras. Existe el gris. Al ser una protectora del Bosque de Caledon, me imaginé que usted tendría claro este concepto. Ya veo que no. Puede que lo que cuenten sobre usted sea cierto.

Caileen: ¿Sobre mí…?

Blaab asiente. Se ha alejado y está saliendo por la puerta de la habitación. Se vuelve y me mira.

Blaab: Que está perdiendo los estribos.

Caileen: Márchese de aquí. ¡Usted y todos los de su inmunda caterva de cientificuchos! ¡Fuera de mi despacho ahora mismo y que no os vuelva a ver por la Arboleda u os meteré en el Jardín de Sombranoche por connivencia con un enemigo declarado de los sylvari...!»

domingo, 10 de noviembre de 2013

El Festival de la Cosecha

En un lugar del Bosque de Caledon de cuyo nombre no puedo acordarme, desfilaba Alberón por una luenga senda, con muy altivo porte.

Desfilaba Alberón, decía, y no lo hacía sin su corte: su séquito se componía por un pajarraco moa que solo dar picotazos sabía, que tan nervioso era que hasta el plumaje se le pelaba con una velocidad hasta la fecha inusitada, y que llevaba en su rostro las marcas de ojeras, tan largas como carreras, que a viva voz proclamaban no ser una huella pasajera; y al lado de tan egregio palafrén iba, no así con altanería pero sí con terca porfía, Asphodelia, la valiente que a su maestro a todos lados acompañaba, verde y de nuca de un azul añil intensamente florada, con un pesado escudo —como la tradición demandaba— y con sendas pistolas gemelas que en su cintura descansaban.

Marchaban todos juntos, tan extraordinaria comparsa, con gran parsimonia y aún más pesada andanza. Las selvas atravesaban y no se perdían entre la maleza, pues aunque de cuando en cuando las pisadas de Alberón lo embarraban, su orientación —hay que admitir— no estaba exenta así de grandeza.

Y a esto que llega Alberón al Mercado de Mabon, donde los lugareños se referían a él como era debido a su dignidad: ni lo miraban, ni lo saludaban, ni nada. Pasó desapercibido entre la muchedumbre, como un percebe así pasa inadvertido por su mansedumbre; caminó con buen tino hasta uno de los jardineros que la tierra con su azada trasegaba y ante él alzó la mano, señal inconfundible de que lo llamaba.

El labrador, cándido como él solo, dejó el útil en el suelo y se esmeró en recibirlo con enormes agasajos, que consistían en inclinar la cabeza y sonreír con desparpajo. Perplejo, pero aun así complacido, Alberón, Asphodelia y el moa se aproximaron a él y así le habló con atino:

—¡Salud, labriego, que estas hermosas tierras faenas! No es mi voluntad distraerte de tus labores, maguer agradecería tus atenciones si a bien tuvieras satisfacer mi curiosidad, ça una cita célebre nos lleva a este lar y un temor muy profundo por dentro nos acongoja…

El jardinero, algo embotado, se rascó la nuca, pues la mitad de su mensaje no lo había pillado. Asphodelia, muy resignada, con una catadura paciente que su inmenso corazón mostraba, lo sonrió con condescendencia y más dulce y comprensiblemente le adujo:

—Buen señor, lo que te pide aquí mi mentor es si podrías responder a un par de preguntas, que en estos tiempos oscuros la duda no es poca —Hizo una pausa para meditar lo que iba a añadir a continuación—, y si Alberón no se equivoca, un famoso festival está a punto de suceder.

El jardinero dio signos de entendimiento y sonrió. Cabeceó al son del viento, de arriba abajo, y los mandó a destajo a la parcela donde laboraba su superior.

El moa tembló, agotado, y sus patas de rocín muy flaco al tiempo que su cuerpo se agitaron. Más juncos que extremidades parecían; y aún más, su símil con un flan no era nada descabellado. Alberón, que al dolor ajeno no estaba insensibilizado, lo obligó a sentarse con un gesto impasible y así le arrulló al oído, con una voz que recordaba —de las aves— a su trino.

—Dormid bien, Mohinante, que larga ha sido vuestra andadura. Podéis yacer aquí y dar cuenta de unas verduras, que con esfuerzo las cultivan y no creo que una o dos echen de menos.

Le guiñó el ojo con complicidad y Mohinante, el moa del mohín eternamente fruncido (de ahí su nombre tan desabrido), asintió y una hortaliza del suelo se puso arrancar.

Dichoso por haber dejado en buenas manos a su cabalgadura, partió Alberón con holgura y con los pies casi despegándosele del suelo, privado; detrás, a la zaga, iba Asphodelia, un tanto frustrada por la vergüenza que pasaría al dar excusas al jardinero después de que el pajarraco, Mohinante, le hubiera arruinado su campo entero.

Y así se encaminaron a la parcela del superior: otro labrador que, con el aspecto de haber vivido más veranos, con mucho tiento y con carácter ufano, las plantas regaba y con muy tiernos murmullos las susurraba.

—¡Saludos, señor! De vuestro pupilo he oído que de estos prados estáis encargados; sabed que de muy lejos hemos llegado, que arduos lances hemos vivido, y que con tesón, por fin, ante de vos nos encontramos. No hemos venido sino por la primicia del festival de la recolecta, pues de buena mano hemos escuchado que esas esporas negras que hasta el cielo escurecen, en nubarrones venenosos y malvados, pueden daros problemas y perjudicar a las cosechas aun antes de haber siquiera de la tierra brotado...

El jardinero lo cató con la mirada y al poco tiempo dio un aullido. Asphodelia lanzó un resoplido mientras se restregaba la mano por la cara, con gran cansancio. Ya se supuso que otra vez de intérprete tendría que hacer, que tal tarea era su pena: hacer de enlace entre la retórica de Alberón, vieja y acartonada como el queso mejor curado de toda Kryta, y asegurarse de que así las gentes normales lo comprendían.

No cupo en su pasmo cuando el jardinero, alentado, comenzó a hablar en el mismo dialecto afectado en que su querido modelo e inspiración, Alberón, se había expresado:

—¡Amigo! ¡Pocos traen con ellos palabras tan dulces! ¡Tiempo ha que no converso con nadie de esta guisa! ¡Solo por eso, porque me habéis devuelto la alegría y la fe en las lenguas perdidas que en el Sueño escuché, solo por eso os contestaré y os daré veraces noticias…!

Alberón se enderezó, muy señorial, gozoso de oír a alguien dialogar en aquel dialecto desusado que hasta de las librerías del Priorato había sido descatalogado y que en ningún otro lar se podía hallar.

Dio muestras de entusiasmo, cabeceando con brío, echó la mano a la empuñadura de su acero, que del cinturón pendía, y así, erguido, con su armadura toda entera y con un ornado escudo que estaba hecho de metal —y no de madera—, por un momento volvió a sentirse como en sus días de Valiente Blanco; aunque ya esa reputación no le correspondía, pues había mudado la pureza y la claridad del día por el luto de la medianoche, su piel completamente alba aún un vestigio de ese pasado vestía. Así que le prestó atención con gran regocijo...

—Dice el filósofo Saucesabio, de quien su nombre nadie sabe salvo, si acaso, la Madre que lo concibió, que en haciendo del pasado su ciencia una tradición encontró entre los nativos de Maguuma: adoradores como ellos eran de la diosa humana Melandru, a Natura reverenciaban y a ella honores y tributo rendían en las distintas estaciones; así celebraban, ya pasado el estío y antes de que los abandonaran los calores, la transición de la llama al hielo y el recibimiento de los frutos de la Tierra, manjares para ellos y para su señora loores.

«Os citaba a Saucesabio, y no en vano, pues en uno de sus textos predijo, y textualmente os lo recito, la existencia de una copa como ninguna otra: “la Cornucopia”, la llamaban. Por cáliz sagrado la tenían los Druidas, y en muy terca porfía sabemos que un héroe anónimo hace poco la recuperó. De él poco se conoce, pero su hazaña este año al festival de la cosecha le renta; es muy providente, pues de la Cornucopia Saucesabio afirma que multiplicaba la comida y la bebida que en su fondo se derramaba, y que así copiosamente la devolvía al verterlo. ¡Así reza el mito, no os miento, que ya os dejaré ese libro para que vos mismo lo leáis…!»

«Un festival de la cosecha se estima para pronto; para dentro de unos días, exactamente. En él, esa magnífica copa estará presente y todos contemplaremos si son ciertas esas propiedades que por Saucesabio le han sido atribuidas. De ser así, ¡grado a los Druidas! Y grado a su legado, ça si la suerte nos sonríe y la Madre lo desea, no faltará el sustento y podrá compartirse con otros que viven en lugares fríos; y brindaremos y haremos libaciones, como en tiempos pretéritos, y de la Cornucopia beberá todo aquel que haya servido al festival este año…»

«Pero debéis bien ser advertido de un miedo que entre los de nuestra profesión es creciente: como así se expande y vuela el diente de león floreciente, esporas de esas perversas plantas que la Alianza Tóxica cría bien podrían enturbiarnos el día; y no solo eso, pues la Cornucopia un símbolo es de fertilidad, de prosperidad y de la gloria sylvari. Tememos que la Corte, o alguien que trama con fines malos, prepare una celada para destruir las esperanzas que en esta fiesta se han depositado…»

«Muy bien nuestras preocupaciones habéis anticipado y os habéis solidarizado con nuestra angustia. No entiendo qué os lleva a hacer este acto de caridad, pero bien cierto es que nos faltan manos para proteger los semilleros de la Aldea de Astoria, y esa sí es otra historia; ça nuestras filas están mermadas a causa de una extraña enfermedad del sueño y de otras eventualidades que son largas de enumerar. Así que, si de verdad vuestra ayuda nos queréis prestar, os daría las gracias una y mil veces por salvar el festival...»
 
Alberón lo sopesó y movió los morros de un modo que insinuaba una honda interrogación; sin embargo, acabó por concordar. Asphodelia todavía no daba crédito a lo que pasaba; carraspeó, se aclaró la garganta, y con una voz más tímida y comedida al jardinero cuestionó:

—Perdona, señor —lo llamó. Sintió cómo el rubor por sus mejillas escalaba—. Pero ya que hemos prometido que os asistiríamos… —vaciló. Hablar en rima era mucho más difícil, y menos natural, para ella que para Alberón; ella nunca lo había hecho hasta entonces—. ¿Podrías decirnos a cambio si acudirán al festival unas personas que buscamos…? Sus nombres son Nicnevin y Samheinn; este último es jardinero. ¿Sabes algo de él?

El jardinero negó y eso les pesó tanto a Alberón como Asphodelia; no tanto a Mohinante, el moa de plumaje ralo, que con suma avidez de la cosecha de un pobre labriego se estaba beneficiando. Así, Alberón y Asphodelia se despidieron del jardinero y prestos se pusieron en marcha con rumbo a la Aldea de Astoria.

Exidos ya del Mercado de Mabon y con Mohinante a rastras, pues el pobre pájaro apenas en pie se sostenía, a Alberón por dentro la incertidumbre aún le cocía, y Asphodelia no podía estar más perturbada. Fastidiada, soltó un bufido.

—No nos han dicho nada que no supiéramos…

Se revolvió Asphodelia, que iba a pie, y miró a Alberón con tormento en el semblante.

—A veces la ausencia de noticias es la mejor noticia, Asphodelia —replicó elocuentemente Alberón, también a pata y sin subirse a Mohinante (que el pobre ya iba lastrado a razón de las exiguas alforjas con que se le había hecho cargar)—. Confía en mi heraldo, pues mañana al corriente le pondré y le diré que haga correr la voz sobre estos acontecimientos. Ventari mediante, a un buen número de valientes reuniremos y con ellos nos cercioraremos de que el festival de la cosecha como el río de las montañas sigue su curso en paz y armonía hasta alcanzar la desembocadura do siempre el extenso mar perdura…

No obstante, y aunque su discurso era elegante y asimismo convincente, el gesto de Alberón ni de lejos lucía una seguridad tan fuerte.

—… ¿Te ocurre algo, Alberón?

—¿Recuerdas esa enfermedad del sueño de la que habló el jardinero…?

Asphodelia asintió torvamente y ya no abrió más la boca. No hacían falta palabras. El valiente Alberón y su protegida Asphodelia habían dado justo con lo que estaban persiguiendo: una pista, un rastro, por débil que fuera, sobre los quehaceres más recientes del Fantasma…