domingo, 10 de noviembre de 2013

El Festival de la Cosecha

En un lugar del Bosque de Caledon de cuyo nombre no puedo acordarme, desfilaba Alberón por una luenga senda, con muy altivo porte.

Desfilaba Alberón, decía, y no lo hacía sin su corte: su séquito se componía por un pajarraco moa que solo dar picotazos sabía, que tan nervioso era que hasta el plumaje se le pelaba con una velocidad hasta la fecha inusitada, y que llevaba en su rostro las marcas de ojeras, tan largas como carreras, que a viva voz proclamaban no ser una huella pasajera; y al lado de tan egregio palafrén iba, no así con altanería pero sí con terca porfía, Asphodelia, la valiente que a su maestro a todos lados acompañaba, verde y de nuca de un azul añil intensamente florada, con un pesado escudo —como la tradición demandaba— y con sendas pistolas gemelas que en su cintura descansaban.

Marchaban todos juntos, tan extraordinaria comparsa, con gran parsimonia y aún más pesada andanza. Las selvas atravesaban y no se perdían entre la maleza, pues aunque de cuando en cuando las pisadas de Alberón lo embarraban, su orientación —hay que admitir— no estaba exenta así de grandeza.

Y a esto que llega Alberón al Mercado de Mabon, donde los lugareños se referían a él como era debido a su dignidad: ni lo miraban, ni lo saludaban, ni nada. Pasó desapercibido entre la muchedumbre, como un percebe así pasa inadvertido por su mansedumbre; caminó con buen tino hasta uno de los jardineros que la tierra con su azada trasegaba y ante él alzó la mano, señal inconfundible de que lo llamaba.

El labrador, cándido como él solo, dejó el útil en el suelo y se esmeró en recibirlo con enormes agasajos, que consistían en inclinar la cabeza y sonreír con desparpajo. Perplejo, pero aun así complacido, Alberón, Asphodelia y el moa se aproximaron a él y así le habló con atino:

—¡Salud, labriego, que estas hermosas tierras faenas! No es mi voluntad distraerte de tus labores, maguer agradecería tus atenciones si a bien tuvieras satisfacer mi curiosidad, ça una cita célebre nos lleva a este lar y un temor muy profundo por dentro nos acongoja…

El jardinero, algo embotado, se rascó la nuca, pues la mitad de su mensaje no lo había pillado. Asphodelia, muy resignada, con una catadura paciente que su inmenso corazón mostraba, lo sonrió con condescendencia y más dulce y comprensiblemente le adujo:

—Buen señor, lo que te pide aquí mi mentor es si podrías responder a un par de preguntas, que en estos tiempos oscuros la duda no es poca —Hizo una pausa para meditar lo que iba a añadir a continuación—, y si Alberón no se equivoca, un famoso festival está a punto de suceder.

El jardinero dio signos de entendimiento y sonrió. Cabeceó al son del viento, de arriba abajo, y los mandó a destajo a la parcela donde laboraba su superior.

El moa tembló, agotado, y sus patas de rocín muy flaco al tiempo que su cuerpo se agitaron. Más juncos que extremidades parecían; y aún más, su símil con un flan no era nada descabellado. Alberón, que al dolor ajeno no estaba insensibilizado, lo obligó a sentarse con un gesto impasible y así le arrulló al oído, con una voz que recordaba —de las aves— a su trino.

—Dormid bien, Mohinante, que larga ha sido vuestra andadura. Podéis yacer aquí y dar cuenta de unas verduras, que con esfuerzo las cultivan y no creo que una o dos echen de menos.

Le guiñó el ojo con complicidad y Mohinante, el moa del mohín eternamente fruncido (de ahí su nombre tan desabrido), asintió y una hortaliza del suelo se puso arrancar.

Dichoso por haber dejado en buenas manos a su cabalgadura, partió Alberón con holgura y con los pies casi despegándosele del suelo, privado; detrás, a la zaga, iba Asphodelia, un tanto frustrada por la vergüenza que pasaría al dar excusas al jardinero después de que el pajarraco, Mohinante, le hubiera arruinado su campo entero.

Y así se encaminaron a la parcela del superior: otro labrador que, con el aspecto de haber vivido más veranos, con mucho tiento y con carácter ufano, las plantas regaba y con muy tiernos murmullos las susurraba.

—¡Saludos, señor! De vuestro pupilo he oído que de estos prados estáis encargados; sabed que de muy lejos hemos llegado, que arduos lances hemos vivido, y que con tesón, por fin, ante de vos nos encontramos. No hemos venido sino por la primicia del festival de la recolecta, pues de buena mano hemos escuchado que esas esporas negras que hasta el cielo escurecen, en nubarrones venenosos y malvados, pueden daros problemas y perjudicar a las cosechas aun antes de haber siquiera de la tierra brotado...

El jardinero lo cató con la mirada y al poco tiempo dio un aullido. Asphodelia lanzó un resoplido mientras se restregaba la mano por la cara, con gran cansancio. Ya se supuso que otra vez de intérprete tendría que hacer, que tal tarea era su pena: hacer de enlace entre la retórica de Alberón, vieja y acartonada como el queso mejor curado de toda Kryta, y asegurarse de que así las gentes normales lo comprendían.

No cupo en su pasmo cuando el jardinero, alentado, comenzó a hablar en el mismo dialecto afectado en que su querido modelo e inspiración, Alberón, se había expresado:

—¡Amigo! ¡Pocos traen con ellos palabras tan dulces! ¡Tiempo ha que no converso con nadie de esta guisa! ¡Solo por eso, porque me habéis devuelto la alegría y la fe en las lenguas perdidas que en el Sueño escuché, solo por eso os contestaré y os daré veraces noticias…!

Alberón se enderezó, muy señorial, gozoso de oír a alguien dialogar en aquel dialecto desusado que hasta de las librerías del Priorato había sido descatalogado y que en ningún otro lar se podía hallar.

Dio muestras de entusiasmo, cabeceando con brío, echó la mano a la empuñadura de su acero, que del cinturón pendía, y así, erguido, con su armadura toda entera y con un ornado escudo que estaba hecho de metal —y no de madera—, por un momento volvió a sentirse como en sus días de Valiente Blanco; aunque ya esa reputación no le correspondía, pues había mudado la pureza y la claridad del día por el luto de la medianoche, su piel completamente alba aún un vestigio de ese pasado vestía. Así que le prestó atención con gran regocijo...

—Dice el filósofo Saucesabio, de quien su nombre nadie sabe salvo, si acaso, la Madre que lo concibió, que en haciendo del pasado su ciencia una tradición encontró entre los nativos de Maguuma: adoradores como ellos eran de la diosa humana Melandru, a Natura reverenciaban y a ella honores y tributo rendían en las distintas estaciones; así celebraban, ya pasado el estío y antes de que los abandonaran los calores, la transición de la llama al hielo y el recibimiento de los frutos de la Tierra, manjares para ellos y para su señora loores.

«Os citaba a Saucesabio, y no en vano, pues en uno de sus textos predijo, y textualmente os lo recito, la existencia de una copa como ninguna otra: “la Cornucopia”, la llamaban. Por cáliz sagrado la tenían los Druidas, y en muy terca porfía sabemos que un héroe anónimo hace poco la recuperó. De él poco se conoce, pero su hazaña este año al festival de la cosecha le renta; es muy providente, pues de la Cornucopia Saucesabio afirma que multiplicaba la comida y la bebida que en su fondo se derramaba, y que así copiosamente la devolvía al verterlo. ¡Así reza el mito, no os miento, que ya os dejaré ese libro para que vos mismo lo leáis…!»

«Un festival de la cosecha se estima para pronto; para dentro de unos días, exactamente. En él, esa magnífica copa estará presente y todos contemplaremos si son ciertas esas propiedades que por Saucesabio le han sido atribuidas. De ser así, ¡grado a los Druidas! Y grado a su legado, ça si la suerte nos sonríe y la Madre lo desea, no faltará el sustento y podrá compartirse con otros que viven en lugares fríos; y brindaremos y haremos libaciones, como en tiempos pretéritos, y de la Cornucopia beberá todo aquel que haya servido al festival este año…»

«Pero debéis bien ser advertido de un miedo que entre los de nuestra profesión es creciente: como así se expande y vuela el diente de león floreciente, esporas de esas perversas plantas que la Alianza Tóxica cría bien podrían enturbiarnos el día; y no solo eso, pues la Cornucopia un símbolo es de fertilidad, de prosperidad y de la gloria sylvari. Tememos que la Corte, o alguien que trama con fines malos, prepare una celada para destruir las esperanzas que en esta fiesta se han depositado…»

«Muy bien nuestras preocupaciones habéis anticipado y os habéis solidarizado con nuestra angustia. No entiendo qué os lleva a hacer este acto de caridad, pero bien cierto es que nos faltan manos para proteger los semilleros de la Aldea de Astoria, y esa sí es otra historia; ça nuestras filas están mermadas a causa de una extraña enfermedad del sueño y de otras eventualidades que son largas de enumerar. Así que, si de verdad vuestra ayuda nos queréis prestar, os daría las gracias una y mil veces por salvar el festival...»
 
Alberón lo sopesó y movió los morros de un modo que insinuaba una honda interrogación; sin embargo, acabó por concordar. Asphodelia todavía no daba crédito a lo que pasaba; carraspeó, se aclaró la garganta, y con una voz más tímida y comedida al jardinero cuestionó:

—Perdona, señor —lo llamó. Sintió cómo el rubor por sus mejillas escalaba—. Pero ya que hemos prometido que os asistiríamos… —vaciló. Hablar en rima era mucho más difícil, y menos natural, para ella que para Alberón; ella nunca lo había hecho hasta entonces—. ¿Podrías decirnos a cambio si acudirán al festival unas personas que buscamos…? Sus nombres son Nicnevin y Samheinn; este último es jardinero. ¿Sabes algo de él?

El jardinero negó y eso les pesó tanto a Alberón como Asphodelia; no tanto a Mohinante, el moa de plumaje ralo, que con suma avidez de la cosecha de un pobre labriego se estaba beneficiando. Así, Alberón y Asphodelia se despidieron del jardinero y prestos se pusieron en marcha con rumbo a la Aldea de Astoria.

Exidos ya del Mercado de Mabon y con Mohinante a rastras, pues el pobre pájaro apenas en pie se sostenía, a Alberón por dentro la incertidumbre aún le cocía, y Asphodelia no podía estar más perturbada. Fastidiada, soltó un bufido.

—No nos han dicho nada que no supiéramos…

Se revolvió Asphodelia, que iba a pie, y miró a Alberón con tormento en el semblante.

—A veces la ausencia de noticias es la mejor noticia, Asphodelia —replicó elocuentemente Alberón, también a pata y sin subirse a Mohinante (que el pobre ya iba lastrado a razón de las exiguas alforjas con que se le había hecho cargar)—. Confía en mi heraldo, pues mañana al corriente le pondré y le diré que haga correr la voz sobre estos acontecimientos. Ventari mediante, a un buen número de valientes reuniremos y con ellos nos cercioraremos de que el festival de la cosecha como el río de las montañas sigue su curso en paz y armonía hasta alcanzar la desembocadura do siempre el extenso mar perdura…

No obstante, y aunque su discurso era elegante y asimismo convincente, el gesto de Alberón ni de lejos lucía una seguridad tan fuerte.

—… ¿Te ocurre algo, Alberón?

—¿Recuerdas esa enfermedad del sueño de la que habló el jardinero…?

Asphodelia asintió torvamente y ya no abrió más la boca. No hacían falta palabras. El valiente Alberón y su protegida Asphodelia habían dado justo con lo que estaban persiguiendo: una pista, un rastro, por débil que fuera, sobre los quehaceres más recientes del Fantasma…

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