lunes, 29 de abril de 2013

Steinleif, el Tambor del Cazatormentas

Recopilado y escrito por Vanargand Lobogrís.

De Ulfric Cazatormentas muchas historias pueden ser relatadas, mas antes de desaparecer misteriosamente en una nevada no era sino un escaldo itinerante. Lo llamaban «cazatormentas» porque era un norn ambulante, que siempre aparecía cuando el tiempo empeoraba y los cielos se escurecían. Y al calor de la hoguera de las heredades donde era acogido, contaba las narraciones que en sus viajes había recogido.

Contaba historias de Jora y de Svanir, los dos frutos del mismo vientre, a quienes el Dragón tuvo malditos, enfrentados con uñas y dientes en una pugna por recobrar el favor bendito; de Olaf Olafson y su parentela, en abundante número, de generoso corazón y de flamante estela; de Tyr el Escaldo, un iluminado cuyas canciones a día de hoy aún se siguen entonando…

Muchos más eran los héroes que protagonizaban sus cuentos; si bien mientras relataba, yacía dentro de él un ansia insatisfecha que agonizaba. Otrora esta ansia por nadie debía ser oída, pero ahora yo os la doy servida cual jarra de hidromiel que ahoga las penas: Ulfric era un entusiasta, pero para la caza no había sido dotado; era torpe con el arco, algunos dirían que manco aun sin estar amputado; pisaba sobre la nieve como un dolyak en celo, y a todas las fieras a la redonda alertaba; tan inepto era esgrimiendo el arma, que habíanse visto sonajeros de niños más peligrosos que su espada.

No obstante, y pese a estas desgracias, Ulfric tenía una virtud por la que podía gritar ¡albricias!: su optimismo alentador y el jolgorio de sus canciones confortaban a aquellos a su alrededor. Valiéndose tan solo de ese don, aunó a un grupo de seguidores bajo su ala: no eran guerreros de las estepas, corría más baja su ralea, y, sin embargo, su sangre bullía caliente como el metal de la fragua candente. Todos ellos comprendían el desasosiego que su gente sufría, aunque lo escondían bajo rostros de indiferencia; fue así que Ulfric los animaría para que marcasen la diferencia.

Los amigos de Ulfric, todos lo sabréis, eran los artesanos, mercaderes y otros hombres de a pie a quienes en ninguna Gran Cacería veréis. Quizá no fueran tan poderosos como osos, y probablemente los cazadores más suntuosos los hubieran repudiado; tenían, sin embargo, otra facultad que los hacía bien apreciados: la gracia del Lobo, la unión de la manada. Así es, amigos míos, pues ya adivináis el cariz que adopta mi relato: todo esto desemboca en la firma de un pacto, el desvanecimiento de Ulfric, y el surgimiento de un héroe cuyo pellejo de lobo va tintado del color de los cairns rocosos.

Ulfric no se perdió ni murió a razón de una cellisca; su sino fue asaz peor que los vientos cortantes de mil ventiscas. Ulfric Cazatormentas fue el fundador de la Manada Lobo Invernal, y al poco tiempo, su discurso inspirador hizo que se ganara, de su hermandad, su afecto inmortal; tan majestuoso era su porte, tan convincente su arenga, que no es de extrañar que su flojera a nadie le importe, ¡y es que con semejante cohorte no te arredras ante ningún enemigo que venga!

Todo esto nos enseña que los más nobles pueden tener una cuna humilde, y que el coraje se encuentra no en el filo de un arma punzante sino en el alma de quien la blande. El «jefe lobo», Ulfric, trabó amistades él solo tan férreas como los cimientos de la tierra: bien se cuenta en los manuscritos olvidados que Ulfric por su alianza con los enanos fue obsequiado; conoció, además, a otros valientes, y todos lo premiaron de forma equivalente. Él, con su modesto tambor y con su voz, recitó la canción y el destino que nos ha sido legado; aquel por el cual hoy los descendientes del Lobo Invernal nos cruzamos en este camino.

Mas ya es hora de que os hable de Steinleif, el tambor de Ulfric, que titula esta historia y cuyo nombre en Hoelbrak es bien sonado, no así como el de aquel que golpeaba su caja (confío en que su nombre no os sorprenda: ¡era Ulfric Cazatormentas!). Steinleif es, en el idioma de los antepasados, la «herencia de la piedra», aunque la piel que adornaba su contorno era blanda y suave como la miel (o así, al menos, por los ribetes dorados que engalanaban sus bordados); un tambor pequeño, ornado, no tan propio de la orfebrería norn como sí de la de un enano.

¿Y cómo un enano fabricó dicho instrumento? ¡Yo creía que en sus obras se veía reflejado de la batalla el sentimiento! No obstante, las piezas del puzle encajan, amigos míos, si tenemos en cuenta que el tambor no era para el deleite de su artífice, sino más bien un presente con un claro mensaje de arúspice: un símbolo de amistad y de gratitud entre dos hermanos, uno norn, el otro enano, quienes en un tiempo lucharon lado a lado por capricho del albur. ¿Sabéis ya de quién os hablo o hace falta que me repita? Que a Ulfric me remita no dejará a nadie consternado.

Los pormenores de dicho enlace a mis oídos son esquivos, y también a mis ojos, por descontado; ¡ojalá supiera cómo ganó Ulfric su tambor, Steinleif, y qué dio a cambio! Sin embargo, por mor de la honestidad, os cuento esta historia tal y como la sé, con sus agujeros, sin hacer de ella un ejercicio para mi imaginación. No obstante, y ahora que caigo, me he saltado un detalle importante: ¿por qué Steinleif es memorable? ¿Por qué es recordado?

Steinleif era un tambor como ningún otro que jamás haya sido creado: en su interior rezaban runas de poder inscritas por los enanos (en palabras más llanas: sí, estaba encantado). Y aun pecando de pedestre y de fatuo, os diré que tal estruendo como el que profería nunca había sido hasta la fecha escuchado: ¡los golpes del tambor despertaban gigantes dormidos! ¡Hacían estremecer las fundaciones de las montañas y el nacimiento de los ríos! Cuando Ulfric lo tocaba, sonaba un aterrador chasquido; entonces se veía que el suelo a sus pies se había hundido.

Fisuras, grietas y hendiduras, ese era el poder que le fue impreso en su factura: el don de la piedra, y aquel que dominase la música así dirigiría el cincel que esculpe las sierras. ¿Y qué uso recibió Steinleif, el crujidor de paredes pedregosas? ¿Cuál creéis? Con un baqueteo, ocultaba las huellas en la nieve y borraba el rastro de la manada; con una melodía, causaba un desprendimiento, o un alud, y hacía rodar por el talud de una cresta a aquel que allí se hallara. Era útil, en definitiva, y sirvió bien a la causa acometida; no obstante, por saber nos queda cómo cayó en el olvido como se olvida el hielo cuando pasa a ser agua en la primavera.

De esto mis fuentes son más escasas: se dice que algo ocurrió un día en la morada de Ulfric, que el tambor fue por accidente tañido; con un estallido, las vigas se desquebrajaron y bajo sus cimientos enterraron a los que bajo aquel techo se guarecían. ¿Cómo pudo el virtuoso Ulfric provocar semejante derrumbamiento? Lo ignoro. ¿Acaso perdió el sentido del ritmo? ¿Estaba ebrio y falló al arrancarle una dulce nota a Steinleif?

A día de hoy se vuelve a escuchar un redoble de tambores en el norte, en Colinas del Caminante. ¿Será Steinleif, que tras años sepultado en un nicho ruinoso ha vuelto a su hábito ruidoso bajo la palma de un nuevo músico? Y aquí es donde la leyenda, amigos míos, se transforma en realidad: en la promesa de una excitante búsqueda y en el honor indudable que comporta desentrañar, de un mito, la verdad.

domingo, 28 de abril de 2013

Castas

En mi investigación he averiguado que la Manada se agrupaba alrededor de varias castas que llevaban a cabo tareas diferenciadas y vitales para el desempeño de la hermandad: los Tradicionalistas, los Berserkers y los Artesanos; esas tres eran las extremidades que sostenían en pie, como recios puntales, la leyenda de Lobogrís. Y aunque todos se llamaban entre sí hermanos o ulfhednar («pieles de lobo» en norn arcaico), cada uno de ellos tenía una misión concreta e imprescindible dentro del clan.

Cada una de estas castas se suscribía firmemente a la realización de tres de las nobles Virtudes del clan, de tal guisa que ninguna de ellas podía alzarse como adalid de las cuatro. Todas acusaban una debilidad y dependían, por ende, de las demás; debían sustentarse de ellas y respaldarse mutuamente en la persecución de sus objetivos. De este modo, la distribución de ocupaciones era efectiva y beneficiaba a la totalidad de la Manada: todas las castas debían colaborar o se verían abocadas a un estrepitoso fracaso.

Desgraciadamente, este hallazgo no aclara en absoluto mis dudas en relación con la disolución de la Manada: ¿fue la lucha por el poder la razón de la discordia? ¿A causa de qué se enfrentaron entre sí las castas? El conocimiento de la historia nos advierte acerca del futuro; debo seguir indagando sobre el origen de la separación para impedir que el pasado se repita y que la Manada vuelva a colapsarse...

Volviendo a lo que nos interesa, definiré escuetamente el propósito de cada una de las castas:

Los Tradicionalistas eran los hombres y mujeres de letras de la Manada Lobo Invernal. Dirigían las prácticas rituales, recopilaban la sabiduría de las generaciones anteriores, y se encargaban de garantizar que el legado de Lobogrís era conservado y que no se perdían los hábitos ancestrales. Además de ser escolares, muchos de ellos exhibían un considerable talento para la magia y no temían vestirse con la piel de Lobogrís cuando la necesidad acuciaba. Sus tres Virtudes icónicas eran la Hospitalidad, la Lealtad y el Honor.

Los Berserkers eran los cazadores y soldados de la Manada Lobo Invernal. Aunque el epíteto que los recogía hace alusión al descontrol y al frenesí en la batalla, para ellos ser un berserker tenía unas connotaciones radicalmente distintas: eran hombres y mujeres que aspiraban a convertirse en el Lobo, tanto en cuerpo como en mente. Normalmente eran ellos quienes rastreaban a los enemigos de los norn y quienes encabezaban las cacerías. Sus tres Virtudes esenciales eran la Lealtad, el Honor y la Tenacidad.

Los Artesanos eran el pilar central que sujetaba a la Manada Lobo Invernal. Mientras que los Berserker y los Tradicionalistas discutían sobre sus métodos, los Artesanos aportaban una posición neutral y desinteresada. Eran hombres y mujeres ordinarios: los auténticos Lobogrises de la fábula. Granjeros, herreros, peleteros… todos ellos donaban víveres y pertrechos a la causa; nos recordaban que la mayor heroicidad reside en las personas corrientes. Las tres Virtudes que los personificaban eran: Hospitalidad, Lealtad y Tenacidad.

He encontrado manuscritos obscuros, prácticamente ilegibles, que insinúan la existencia de una cuarta casta que aglutinaba la última combinación posible de virtudes. Según esos textos, Tradicionalistas, Berserkers y Artesanos, tenían en común la noble Virtud de la Lealtad; no obstante, esta cuarta y enigmática casta carecía de esa condición. Así pues, la notable ausencia de referencias en otras fuentes me hace plantearme que o bien estos manuscritos son espurios, o bien alguien quiso hacerlos desaparecer y borrar para siempre su mácula.

El Pacto de Sangre

Una vez se ha superado la Iniciación o se ha esclarecido la ascendencia de un aspirante, el siguiente paso para formalizar la adhesión a la Manada Lobo Invernal es el Pacto de Sangre.

El Pacto de Sangre es un ritual puramente simbólico donde se derrama la sangre de los candidatos sobre una pila y se entremezcla hasta que solo queda de ella una tintura espesa. Dicha tintura luego se untará sobre el rostro trazando unas líneas angulosas en torno a la quijada y los pómulos en semejanza a los rasgos afilados de un lobo. Mientras el maestro de la ceremonia pinta las caras de los nuevos miembros de la Manada, estos se preparan para entonar los votos que los vincularán al clan del Lobo Invernal.

Las Cuatro Virtudes se recuerdan a través de credos específicos que deben ser recitados a modo de letanía durante el Pacto de Sangre; a su vez, cada uno de estos principios está representado por una runa, una inscripción glífica que procede de una interlingua a caballo entre la escritura norn y la grafía enánica.

Combinadas y entrelazadas las cuatro runas básicas, todas ellas componen la Ulfsrun: la Runa del Lobo. La Runa del Lobo encarna a la Manada Lobo Invernal en su integridad y preside su culto y todos sus actos.

En la antigüedad, el Pacto de Sangre era oficiado en el santuario del clan y se decía que el espíritu del Lobo se hacía notar durante la gala por medio de un gran número de epifanías: transportando los aullidos lejanos de las manadas de lobos de las Montañas Picoescalofriantes; apareciéndose en el cuerpo de un lobo vagabundo de iris amarillentos; despejando los cielos de nubes con un soplido gélido para que la luna llena pudiera asistir al espectáculo… Si así ha de ser y si mis recientes visiones significan algo, que el Lobo bendiga nuestro enlace y que le conceda un porvenir de bonanza a la Manada Lobo Invernal.

jueves, 25 de abril de 2013

El Don de lo Salvaje

Recorre raudo la taiga
aquel que a viva voz clama:
«Bosques boreales benditos,
albergáis sabiduría
de los montes y manadas
que han hollado las honduras;
sabéis el significado
no escrito en los manuscritos.»

«Os ruego en este mi rezo,
al más noble y loable Lobo
y al Cuervo de gesto acerbo,
dadme el don que me es dichoso:
hablar con bestias brutales,
calmar su cólera ciega;
aullar a la luna loores,
como lobo de crin gris.»

Su tambor tira los truenos,
su lira agita las aguas,
su cuerno derrumba muros
y profiere duras piedras.
El mismo aire arroja su arma
y no la mano del músico.
Suplica así a lo salvaje
y ante él forman las fieras.

¡He ahí su heroísmo:
con premura y pensamiento,
con sentido y sentimiento,
obedece al optimismo!
Y recuerda grandes gestas
de héroes de un tiempo atroz.
Su memoria es memorable,
potente y grave es su voz.

Un corazón compasivo
guía su sino de escaldo:
las runas que dentro encierran
misterios de la manada.
Con ellas fallar no puede,
los ancestros lo custodian;
los espíritus protegen
a aquel que oye su llanto.

—Vanargand Lobogrís.

Esta composición responde a las reglas de la métrica para la poesía culta que antiguamente seguían los escaldos: verso aliterado y octosílabo, sin necesidad de rima, donde lo que prima es la repetición armónica de sonidos.

La nostalgia me empujó a escribir este poema hace algún tiempo. Todavía hoy me arranca una sonrisa leerlo.

viernes, 19 de abril de 2013

Canción de Sangre

El texto dentro del estuche reza así, en un pergamino conservado con algunos trazos de sangre reseca Ruge la tormenta en la montaña, la sangre es vertida en la nieve, acero contra acero, guerreros enfrentados. Un pacto roto, un juramento quebrado, un honor mancillado que ha de ser restaurado. Dos familias se enfrentaron, dos hombres murieron, una maldición y un sacrificio, un espiritu renacido. El dragón llegó y trajo la ruina, a salvo se creían, mientras las mentiras crecían, una familia se alzó, otra vio la oscuridad. Los lobos aullaban en la noche sin estrellas, llorando de pena, mientras voces clamaban venganza, hacia el firmamento con la luna plateada. Envidia, susurros helados, disputas y risas por una desgracia planeada y una recompensa inesperada. Hubo quienes sabían, quienes no compartían, pero eran voces calladas, silenciadas por los lazos que las ataban. La manada se reunía, uno de ellos se marchó, fue su osadía, renunciar a su gloria, su nombre, todo dejó atrás para limpiar todo lo causado, una promesa secreta fue pronunciada, pasada de hijo a hijo en larga espera. El honor fue corrompido, la familia agostada, la muerte les fue llegando mientras el odio crecía. Viajar sin descanso, de tierra en tierra, buscando pero sin hallar lo que sus corazones anhelaban, lo que la promesa les impelía, el descanso del alma. Nuevo nombre tomaron, de nuevo dejando atrás el suyo, cuando un lobo anciano les llamó. Siguieron su senda que eran muchas y sus voces incontables se aunaron hasta formar un largo aullido claro. Zarpafiel susurraron, zarpafiel compartían mientas los nombres iban y venían, vidas como velas que brillaban y se extinguían. El mar fue su perdición, lejos de las montañas que era su sino y hogar, allí encontró lo que tantos antes como él buscó. La sangre cobró su precio, su nombre fue olvidado la traición y el engaño desde las sombras volvieron. Hijos entregados, obligado, mentiras y deshonra dándo la espalda al lobo que le había criado. Perdido estaba pero sus enseñanzas les legó, una promesa pidió a su vastago cautivo, buscar al heredero del viejo lobo y entregarle este cantar. Traición por traición, engaño por engaño, dolor y sacrificio por unos hijos y una amada secretos que jamás debían de ser revelados a aquellos que a todos los aprisionaban. Abrazó su destino, hizo lo que más odiaba para que sangre perdurara, viviera su amada. Huyó lejos, perseguido, grande la ira de la cazadora que tras él iba. Frente a frente, como en un principio pues los dos guerreros hermanos eran y así lo quisieron el destino y los espíritus. Sus ojos se encontraron, la verdad revelada, la hora llegaba y apenas palabras pronunciadas, un regalo, una petición, una daga clavada en el corazón.

domingo, 14 de abril de 2013

Capítulo 1: Cuervo sin alas, lobo sin dientes (1ª parte)

Hay un momento en la vida de toda persona en el que debe dar un salto.

Existen varios tipos de saltos, aunque la mayoría de la gente solo se queda con dos: hacia adelante y hacia atrás. Hacia adelante, dicen, es cuando te proyectas en busca de tus deseos tras haberte quedado estático, con los pies hundidos en la nieve hasta las pantorrillas y con una sensación álgida trepándote por la columna; hacia atrás, por el contrario, es cuando reculas tras haber cometido una equivocación, aferrándote a esa parte de tu pasado que te ofrece una certidumbre irrefutable.

Pero también existen otras clases de salto: el salto hacia arriba, que se da cuando el camino está obstruido y hace falta mejorar, o cambiar de nivel, para seguir recorriéndolo; el salto hacia abajo, similar al salto hacia arriba pero a menudo con resultados más siniestros y desfavorables; el salto en espiral o en rizo, que es el vaivén continuo y tumultuoso en un solo sentido en vertical; y el salto lateral, el desmarcaje más absoluto y completo ante una situación insostenible.

Queremos creer que nuestras vidas discurren plácidamente como el cauce de un río: a veces, sorteando pendientes y curvas, pero siempre siguiendo un sendero dictado con antelación por las fuerzas que orquestan el Sino. Sin embargo, pecamos de ingenuos al hacer esa comparación: un río sufre torrentes, se ve taponado por los aludes de la montaña, pasa por sequías, se desvía por cursos tortuosos y cae en agujeros que lo dragan…

Nuestra vida, al igual que un río, no tiene un curso establecido de antemano. Avanza a trompicones, arbitrariamente, y está sujeta al capricho de otros agentes cuyas intenciones con frecuencia escapan a nuestra comprensión.

No obstante, siempre he querido pensar que aún queda espacio para la esperanza, que existe una manera de encarar al Sino y de agarrar con nuestras propias manos el devenir de nuestras vidas. Este potencial, al que yo llamo «la voluntad del héroe», se implanta dentro de nosotros tras el nacimiento, como una semilla en incubación, y es la energía motriz que da fuelle a nuestras leyendas.

Quizá el mismo Sino, que muchos creen que fue entretejido para guiarnos, no es sino el mayor artificio de la historia, puesto allí adrede por los espíritus de la naturaleza para dar aliento al optimismo; para que lo cuestionemos; para hacernos inconformistas y rebeldes; para impedir que nos sometamos a la inevitabilidad del desánimo o al garrote del tirano.

Por eso, en este capítulo os hablaré de saltos. Podréis leer mi decepción y mis cuitas; las razones por la que dejé atrás las expectativas de mis mayores para transitar en solitario mi propia ruta.

Sígueme a través de las líneas y te mostraré cómo y por qué me gané mis dos apodos: «cuervo sin alas» y «lobo sin dientes».
 
 
El día había amanecido gris, pero las mañanas siempre eran grises en el área meridional de las Colinas del Caminante.

Unos tímidos rayos de sol perforaban el velo opaco de nubes que, como un grueso manto de lana de dolyak, se extendían sobre el cielo desde las cumbres de vértigo de las Lejanas Picoescalofriantes hasta las llanuras del sur, verdes, fértiles y frondosas, donde se asentaba la ciudad asilo de Hoelbrak.

Las vistas desde el barranco eran imponentes: bajo mis pies, todo un vergel de álamos y serbales de frutos grana cubierto de hierba allá hasta donde alcanzaban a ver los ojos; a mis espaldas, las Montañas Picoescalofriantes en todo su esplendor, con un sinfín de canteras rocosas, de picos aserrados y de desniveles precarios; y entre medias, el airón despiadado del norte moviéndose como un depredador hambriento sobre el abismo.

No en vano había ido allí, al precipicio que mis amigos llamaban «Despeñadero de Lobos», y no en vano esta historia trata acerca de saltos.

El abismo ante mí me daba miedo, me provocaba auténtico pavor, pero no podía seguir escondiéndome de mi miedo eternamente. Yo era un chico norn de diez, casi once años de edad, con la estatura de una mujer adulta. Ningún salto podía arredrarme.

Volví a subir la vista al cielo y casi esbocé una sonrisa sarcástica (sí, ya desde aquella edad estaba generosamente dotado para el sarcasmo). Era una mañana gris, como la de aquel día fúnebre hacía semanas en la que había conocido por primera vez el Despeñadero de Lobos.

Lo que en otras circunstancias no habría sido más que un alto plano en la subida a la cima de la montaña, había adquirido una reputación infame desde lo que sucedió: un niño se había tropezado y caído jugando junto al borde de piedra. No le dio tiempo a agarrarse al saliente, y ninguno de sus amigos fue lo suficientemente rápido, así que se precipitó al vacío.

Aquel incidente había acaecido hacía tres semanas. Tres semanas desde que las hogueras fúnebres anunciaron el trágico fallecimiento de Hati Heddinson; o más bien, su presunta muerte como resultado de la caída, ya que jamás se halló el cadáver.

Durante los primeros días, todos los cazadores de la aldea se solidarizaron con la familia y organizaron partidas de búsqueda por la montaña y por una buena parte de la arboleda al sur. Había quienes se asían con todas sus fuerzas a la ilusión de que podría haber sobrevivido milagrosamente al accidente sujetándose a una cornisa, o que habría encontrado una pendiente suave durante la caída y que habría rodado por ella hacia el bosque; sin embargo, al no encontrar un mal rastro de sangre, de ropas, o un pedazo de hueso, la búsqueda cesó a los tres días, y tan solo sus padres y sus tíos no cejaron en el empeño.

Tres días más tarde hasta ellos tuvieron que resignarse a la terrible verdad: todos los intentos de buscar a Hati eran infructuosos. Hati se había ido para siempre.

El chamán que ofició el óbito dijo que el hecho de que los espíritus de la naturaleza hubiesen reclamado a Hati obedecía a un propósito divino y que ahora gozaba de la caza en su compañía, en las tierras allende la Niebla. Yo aun a esa tierna edad sabía con claridad lo que eso significaba: estaba diciendo entre líneas que seguramente un predador vagabundo, un leopardo o tal vez un oso, se había topado con su cuerpo y que se había dado un festín con sus entrañas.

Detestaba, y a día de hoy sigo detestando, la condescendencia que se gastan aquellos que se creen más preparados, maduros o sabios que tú. «No debes culparte», «nadie pudo evitarlo»; esos estúpidos pretextos no son más que patrañas destinadas a maquillar una verdad incómoda y a paliar un sentimiento de culpa irreprimible. En cambio, las miradas de desconfianza, los cuchicheos al pasar… ESAS son verdades como puños. ESOS son discursos mucho más elocuentes y sinceros que las mentiras piadosas y las palmaditas por caridad en la espalda.

No podía soportarlo por más tiempo, por eso estaba allí, encarándome a la sima rugiente que se tragó a Hati. No por ellos, ni tampoco para demostrar que era inocente; eso no me importaba lo más mínimo. Mi enemigo era el temor, un temor que se había instalado en mí tras el duelo; el temor al salto y a todo lo que había desencadenado aquel encontronazo fatídico en el Despeñadero de Lobos hacía tres semanas.

Por eso debía hacerlo. Debía saltar, debía someterme a la ordalía de Hati. Solo así estaría en paz conmigo mismo y con su alma gemebunda. Solo así recuperaría la fe en mí mismo y restauraría el orden de las cosas. Iba a plantarle cara al Sino y a verificar, por primera vez en mi corta existencia, que no había nada en esta vida —ni en la otra— que fuese irreversible; ni siquiera una caída de doscientos metros de altitud.

Así que miré a un lado y a otro antes de dar el primer paso. Me armé de arrojo y cogí aire hasta que mis pulmones quedaron tan ahítos de oxígeno que parecían dos globos a punto de reventar por la presión. Expulsé toda la carga con lentitud por la boca, mas eso no me relajó ni un ápice: el abismo seguía allí, ante mí, bramando estentóreamente su desafío sobre las cornisas de los niveles inferiores de la montaña. Algunos guijarros se desprendían y rodaban hacia abajo cuando su voz crujía entre las piedras; los devoraba, como también devoró a Hati.

Poco a poco el nerviosismo iba apoderándose de mí: acudía a mis manos en forma de un tremor y las hacía sudar, lívidas; se adueñaba de mi rostro, pálido como la leche; obligaba a mi vientre a encogerse y a enroscarse sobre sí mismo como una sierpe de escarcha asfixiando una presa; hacía que me hormigueasen las yemas de los dedos por la ausencia de flujo sanguíneo. Era una sensación incontestable, y por más que me esforzaba, no era capaz de refrenarla.

Y también sabía lo que venía después: creí captar un destello traslúcido por el rabillo del ojo, como había visto en mis sueños. No sabía cómo reaccionar; sin embargo, sí que sabía lo que ocurría tras aquello: Hati aparecía blandiendo una espada de madera, como el mismo día de su muerte, me acorralaba contra el saliente rocoso y me daba un empellón, en represalia por mi ineptitud. Me arrojaba al precipicio y yo caía, la vorágine de abajo me absorbía y me hacía girar entre risotadas atronadoras que hacían retumbaban por entre los picos. La cara de Hati seguía grabada a fuego en mis retinas: se reía; había obtenido su resarcimiento.

Tras unos segundos de intensa lucha, el miedo a lo irracional me superó y me tiré al suelo en un acto reflejo, musitando una petición de auxilio al Lobo a la desesperada. Pegué mi tórax acelerado contra el suelo frío y áspero, y arañé la piedra caliza con tanta saña que se me partió una uña y se me rayaron unas cuantas más. No quería caer. No quería morir.

Allí, tendido en el suelo y bregando porque mi sujeción no fallase, no me atrevía a alzar la cabeza y a devolverle la mirada a aquellos ojos amarillos y acusatorios. Solo quería irme de allí, huir despavorido y abandonar aquella alocada misión antes de que el Lobo me llamase a su vera de manera prematura a mí también.

No obstante, los segundos seguían contando y no pasaba nada.

Al cabo de medio minuto, logré hacer acopio de arrestos y eché una mirada insegura por encima de mi hombro: no había nada. Todo estaba despejado. Solo se oía el viento voraz barriendo el cañón, las hojas caducas deslizándose en rizos sobre las crestas, y la batida de alas majestuosa de un cuervo que acababa de posarse en la rama de un árbol quemado.

Cuando lo vi, me estremecí y casi me atraganto del hipo. El árbol, que debió de haber sido un orgulloso y enhiesto álamo hacía años, había sido atizado por un rayo: estaba medio arrancado del suelo, con las raíces agrietadas y marchitas; sus ramas estaban peladas y vestían una cáscara cenicienta y quebradiza; estaba seccionado por la mitad y el tronco chamuscado se abría en dos como una flor de pétalos negros que germina en primavera. Su imagen ominosa, con las ramas en forma de garfios garrosos y retorcidos, extrañamente me otorgó una cierta serenidad y contribuyó a restituyese la confianza en mí mismo.

No había reparado en él al llegar, aunque siempre había estado allí: aislado en una esquina y fundido con las paredes terrosas de piedra; imperceptible para la ceguera de unos ojos que no advertían nada más allá de sus propias narices, ojos que solo veían aquello que querían ver. Y sobre él estaba posado el Cuervo. Había venido a presenciar la ordalía; lo observaba todo por medio de su mensajero emplumado de alas negras. No podía fracasar.

Fuera o no fuera aquello la epifanía del augurio de mi éxito, a mí sí que me lo pareció. Apoyé las manos en la tierra, me impulsé con las piernas y me puse en pie sin titubear. Con el cuello tieso y el cuerpo rígido, volví a clavar la vista en mi antagonista: el vacío. Él, a cambio, me saludó. Ululó con la expectación sosegada de un cazador y me dirigió una mirada golosa.

Se me revolvieron las tripas, pero hice caso omiso de la señal y caminé un par de pasos hacia atrás, como había planeado en un origen. Cerré los ojos y me concentré; dejé que mi mente volase con libertad y que se alejase de los nubarrones de tormenta que contaminaban mis ideas, insuflando el pánico en mi corazón.

Entonces, evoqué en mi mente los recuerdos de aquel día nefasto y me enganché a ellos con vehemencia, como las fauces de un carnívoro al cerrarse sobre la yugular de su almuerzo. Reviví una última vez el incidente, pero estaba vez mi corazón estaba a resguardo, impermeabilizado bajo una capa de gélido cristal: de nuevo presencié cómo Hati me retaba a un duelo en el despeñadero; cómo, haciendo uso de mi tamaño y de mi fuerza superiores, le arrinconaba esgrimiendo un simple palo de madera, tal como dictaban las reglas del juego; cómo él trastabillaba aparatosamente al retroceder, hasta que sus pies perdían todo contacto con el suelo y solo los vientos y las delgadas hebras del Sino lo asían…

Había pánico en su mirada. Me temía profundamente, y pese a ello me hizo frente. Eso era lo que debía hacer yo.

Y así lo hice: miré a los ojos al abismo y me sumí en los jirones de sus tinieblas; la brecha inevitable, la neblina impenetrable alojada las copas de los álamos más viejos, y las crestas mortales, retuertas y rematadas en punta, que indudablemente me ensartarían como una chuleta en un espetón si fallaba la prueba.

Solo había una dirección en la que propulsarse. Solo un destino. Así que hice lo mejor que podía hacer: me abastecí de oxígeno helado, lo contuve en mi pecho, tomé carrerilla y… salté.

 
Y por unos tensos segundos caí en picado. Pensé que mi intrepidez estaba condenada a culminarse con una defunción segura y con mis restos esparcidos entre los cascajos de la ladera para el deleite de los carroñeros y para la diversión de las perversas fuerzas del destino que habían juzgado que darme una muerte irónica sería un castigo apropiado para mi temeridad.

Aquel habría sido un final súbito e irremediablemente agrio para mi leyenda: el mocoso que se batió en un duelo de mentirijilla con Hati, chaval al que prácticamente hizo desfilar por el cañón, cometía suicidio tras sentirse incapaz de sobrellevar la mordedura de sus remordimientos.

¡Qué horripilante! ¡Qué melodrama tan abominable y manido hasta la saciedad!

Sin embargo, y dale gracias al Lobo, no tendrás que soportar la lectura de un guion tan predecible y anodino, ya que afortunadamente y contra todo pronóstico logré salvar el pellejo.

En el último momento, mis alas se inflaron con un soplido desde barlovento. Apreté las manos alrededor de la barra de madera del aparato y jalé de ella hacia atrás como si me fuera la vida en ello, ya que de hecho así era, remontando una oportuna corriente de aire que estabilizó la proa de mi rústico ala delta y me colocó de regreso a una posición horizontal.

El tapiz verdoso y fecundo del Bosque Borealis se desplegaba sobre mis pies como una alfombra; la brisa cortante acariciaba mis rasgos con una gentileza que jamás creí posible; las nubes eran inmensos conglomerados de algodón y se hacían más esponjosas y cercanas, y menos inaccesibles, a medida que cebraba los cielos como un relámpago de alas oscuras…

¡Lo había conseguido! ¡Estaba volando! Me había desembarazado de las ataduras de las fuerzas magnéticas que nos adhieren como imanes a la tierra y ahora podía ir allá donde se me antojase.

Desde allí arriba el silencio era ensordecedor y chillaba ahogando las voces de todo lo demás: de los pájaros, del aire agitando las ramas de los árboles y del ritmo frenético de los tambores en la lejanía. Pero eso a mí no me importaba. Yo era el señor de los vientos: dormiría sobre una colcha de nubes, bebería del riego de las lluvias precoces de primavera y escalaría a las estrellas incandescentes del firmamento. Me sentía como un hombre ascendido, emancipado de las limitaciones de su cuerpo físico, codeándose con las deidades inmortales de lo salvaje.

Había renacido. Había mudado mi carcasa de norn para transformarme en algo más puro y primigenio. Era un hijo de los cielos, de los vendavales y de la tempestad. Era el trueno. Un cuervo sin alas.

Mi dicha no duró demasiado, como ya te imaginarás, ya que ¿qué iba a saber de columnas térmicas un chiquillo que había fabricado un primitivo ala delta casi por instinto? Había empleado varas de madera de pino para el bastidor y una tupida trenza de plumas de ave para las velas, basándome en los esquemas de montaje de un juguete que le compré a un mercader ambulante asura.

¡Doy gracias al Cuervo de que los asura sean tan fidedignos con las recreaciones a escala de sus maravillas tecnológicas!

Y te preguntarás: ¿es que acaso no habías hecho experimentos previos al salto? ¡Por supuesto que los hice! Y te contaré más: ¡planeaba de fábula cuando la distancia con el suelo no excedía los diez metros!

Quizás fuera un poco osado por mi parte aventurarme a pensar que podría carcajearme de la muerte en su rostro mientras hacía cabriolas y piruetas montado en un ala delta que apenas se sostenía sobre sí mismo, pero ya sabes cómo son los niños: repelentes, adorables y, ante todo, carentes de todo rastro de sensatez.

Así pues, el ala delta era cuanto menos precario: las junturas, que había pegado afanosamente con engrudo de pezuña de dolyak, retemblaban y amenazaban con despegarse de un momento a otro; las plumas de las velas, escrupulosamente tejidas con hilo de tripa, se deshojaban como un diente de león frente a un soplo de brisa; las cuerdas que ataban los aparejos eran finas y estaban anudadas tan chapuceramente que presagiaban un desastre inminente…

Te lo recuerdo una vez más: era un crío. No tenía una sola pizca de cordura en los sesos.

Hay quien dice que todavía a día de hoy sigo sin tenerla, pero esas personas me permitirán que les replique: no lleváis razón. No he vuelto a armar una sola pieza de chatarra en la vida. ¡Ni pienso hacerlo!

Por eso, yo disfrutaba mientras planeaba con suavidad y en círculos, tal y como había ensayado, y lanzaba exclamaciones de alborozo al vacío. Pronunciaba bravatas más largas que mi línea de sangre, e incluso algunos exabruptos que por mor de la decencia no pienso replicar aquí.

Hacía todo eso, sí, y hasta se me ocurrió que con un poco de suerte podría pasar rasante sobre los álamos y vislumbrar desde una perspectiva aventajada alguna pista, por ínfima que fuera, del paradero de Hati.

Qué cándido puede llegar a ser un niño, ¿verdad?

La realidad era bien distinta a lo que en aquel momento yo podía entender, embriagado por una sensación extática de omnipotencia tras haber vencido a la muerte. La realidad era bien distinta, y mucho más alarmante: el ala delta comenzaba a renquear y perdía elevación a una velocidad preocupante.

Forcejeé contra la barra para mantener erguida la botavara, pero la presión eólica era mucho más poderosa que la sujeción de mis manos, y el ala delta empezó a dar bandazos y a escorarse hacia la derecha.

Quise enderezar el armatoste bajo la incauta creencia infantil de que en menos de cien metros llegaría sano y salvo al suelo; sin embargo, en un tirón más brioso de la cuenta rompí en dos la barra a la que me aferraba.

Tuve que aprehender las cuerdas abrasadoras con mis manos desnudas con tal de mantener compuesto el ala delta, que a esas alturas (nunca mejor dicho) ya daba síntomas visibles de hallarse en una etapa terminal y a punto de volcar. Y no me defraudó: una racha de aire malintencionado rasgó una de las velas y truncó de golpe todas mis fantasías de pájaro. Basculé hacia adelante, como un resorte, y volví a caer en picado.

Hay quienes dicen que cuando estás ante las puertas de la muerte ves toda tu vida pasando ante tus ojos. Yo no había llevado una vida muy longeva, así que esa experiencia debió de transcurrir en menos de un latido, pues lo único que recuerdo bajo el estrés de la situación es que me dediqué a admirar el vibrante color del follaje, más nítido a medida que me aproximaba en rumbo de intercepción al lecho arbóreo, y un regusto persistente a bilis en la garganta.

Debí de vomitar en algún punto del descenso; no me acuerdo de ello. El cambio repentino en la presión atmosférica probablemente me hiciera perder la consciencia al menos una vez, tan solo por una fracción de segundo.

Lo que sí recuerdo es que mi estómago trepidaba, mis cavilaciones estaban desvaídas y deshilachadas, y yo solo podía especular, no sin cierto suspense dramático, cuál sería el desenlace de aquel desdichado lance…

sábado, 13 de abril de 2013

Un lamento en el viento

La figura se movía despacio, deslizándose con sigilo por entre las rocas, sus pisadas medidas apenas dejaban un rastro en la nieve de su estela. Las altas montañas de alrededor, coronadas de un manto níveo, regio, acariciadas por el mordisco de un viento invernal permanente, daba fiel reflejo del nombre que le daban, siendo testigos impasibles, de la flecha que salió disparada con un ligero silbido agudo que no dio tiempo al imponente hombre del norte, cayendo su cuerpo inerte al suelo entre espasmos y su sangre derramada como un riachuelo creciente teñida por un rojo amanecer. Este era ya el noveno que dejaba atrás, mientras continuaba su ascenso hasta un lugar especial para ella. Había sido ocupado por un gran número de aquellos odiosos hombres con un ego y orgullo más altos y grandes que las montañas que le daban cobijo. Aunque llamarles hombres era regalarles un trato que usualmente no se merecía, ya que distaban mucho de ser lo que una vez fueron, como la figura femenina, agazapada, observando el irregular terreno que la camuflaba y servía de pantalla para su recorrido. Sus ojos azul hielo, fríos y acerados, comtemplaban los alrededores, sus sentidos alertas, no dejaban de estudiar el terreno. Un salto más, otro, otro y otro, un aullido en el viento de una flecha que mordía, abatiendo, a otra presa desprevenida. Esta vez había ido muy justo, una roca juguetona, traicionera como aquellos engendros, había rodado desde dónde estaba, pendiente abajo, hasta un grupo de ellos. Sólo uno se había interesado y acercado, de haber sido todos, aquello habría podido haber salido muy mal. Aún así, no tenía tiempo, exponiendose más abiertamente, tiró del cuerpo para hacerlo rodar y que cayese a plomo por un saliente cercano, hasta el abismo insondable del fondo. Llevaba ya tres días allí, apenas avanzando a veces, ninguna otras, esquivando, ocultándose, evitando que fuera vista mientras continuaba su camino hacía un lugar en concreto. Giró su cabeza adornada por una cascada de cabellos negros como ala de cuervo, obsidiana fluida y contenida, acariciando y enmarcando un rostro pálido, níveo, cruzado de lineas oscuras, tatuajes intrincados que contaban una historia, una larga historia. Su gran cuerpo, atlético, fibroso y de músculos comprimidos, se estiraba y encogía, recorriendo sus dedos la roca desnuda en busca de salientes. Alzandose un paso, un palmo cada vez, se hallaba en la última parte de su busqueda. El ascenso fue complicado, extenuante, haciendo subir y bajar su generoso pecho como si fuera un fuelle de forja, una ligera bruma emanando de su cuerpo, envuelto en cuero y ajustado para no engancharse, darle movilidad y camuflar sus gestos. Con una bocanada de volutas de vapor que escaparon de sus labios generosos, carnosos y sugerentes, contempló una pequeña explanada y sus ojos refulgeron como el hielo, al ver a un gran svanir, corrompido en su mayoría por la progelie, andando pesadamente con un martillo descomunal. Estudió sus pasos, recorrió su cuerpo analizandolo junto a su arma, sabía que era una imagen falsa y era más rápido de lo que parecía. Cerró los ojos, respiró hondo, centrando su respiración, concentrando su mente, los abrió lentamente mientras con gesto desapasionado, gélido, tensaba su fuerte arco y dejaba libre su flecha, que recorrió veloz la distancia hasta clavarse profundamente en el costado izquierdo de aquél gran svanir, que parecía uno de los adalides o quizás el jefe del campamento de más abajo. No importaba, aunque apenas acusó la herida, se giró furioso en busca de quién había sido tan insensato como para atacarle. Su rostro demencial y sus ojos inhumanos se abrieron desmesuradamente al ver que quien había osado, era una mujer, que se acercaba deslizandose como una pantera al acecho, espada y hacha en mano en actitud desafiante. Las dos figuras se movían gruñendo y veloces, con giros y ruedos, algunas cabriolas por parte de la mujer, que evitaba apenas el roce de aquél arma devastadora. No podría estar así eternamente, aunque el cuerpo de su contrincante estaba surcado de tajos, parecía inmune a sus heridas. El gran svanir parecía divertirse aunque gruñía frustrado por no poder dar el golpe definitivo a aquella Norn que se había atrevido a desafiarle. Ikhara corrió rauda hacía el svanir, esgrimiendo sus dos armas, dándo una finta, un giro y varios golpes en el cuerpo de su adversario, esté pareció moverse más despacio y luego trazó un arco cerrado que la obligó a interponer sus dos armas, dándole un fuerte golpe que la lanzó varios metros rodando, perdiendo sus armas y quedando estas en la nieve, lejos de ella. Dolorida, con esfuerzo, se incorporó y un murmullo comenzó a salir de sus labios, una lenta llamada, sin esperanza de ser respondida, mientras la gran mole del svanir avanzaba con una sonrisa triunfal, dispuesto a acabar con aquella insolente. Sin embargo, su mente fue atravesada, una gélida brisa barrió aquél lugar, un mero instante y su cuerpo se vió transformado, bendecido, abriendo los ojos un ser en comunión con su espiritu. Una gran leopardo de las nieves mezclada con Norn, una figura humanoide salvaje, había sustituido y a la vez seguía siendo, quien se hallaba delante del svanir, lanzandose con un fiero gruñido, con movimientos fluidos y relampageantes, forcejeando con su oponente, mordiendole, arañandole con sus grandes zarpas, en un titánico abrazo, hasta que finalmente, las fuerzas fallaron, el cuerpo consumido, el espiritu alejándose, un silencio quedó mientras el cuerpo caía, se deslizaba y se perdía montaña abajo y la cabeza rodaba por separado hasta detenerse. Unos pasos lentos, hollando la nieve, entre las numerosas pisadas testigos de la feroz lucha que había tenido lugar allí, se movieron hasta la cabeza, la figura miró la testa y alargo la mano para recogerla y lanzarla lejos. En un rincón cercano, un saliente que se alzaba majestuoso y altivo entre las rocas de la montaña, con una cueva que daba cobijo frente a los inclementes vientos que azotaban el lugar, un ritual se estaba dándo lugar. Trazando unas lineas definidas, en un entramado, fue colocando mientras susurraba, algunas piezas recogidas y escogidas. Un tenue fuego iluminaba el cuerpo semidesnudo de la figura, haciendo bailar sus sombra en las paredes del refugio natural. Su cuerpo expuesto, pintado y adornado, con trazas superpuestas a sus tatuajes, danzaba despacio en sinuosos movimientos. Una escama de sierpe, un colgante, un martillo, un cuerno, un puñado de nieve, una roca, una jarra y una pluma. Su voz se alzó apenas, emanando de sus labios con voz cargada de emoción, una lejana y ajena, recuerdo de un lugar y época pasadas.
Heimdall, muerto me dicen que estas, tú que en la ventisca desafiante, buscastes la muerte en mi acero. Tú que te alzastes, desde las entrañas, de una sierpe feroz. Tú que la llama avivastes, en un camino de nómadas, recordando tu pasado, entre aventureros errantes, completos desconocidos, a los que acogistes. Lazos fuertes más allá de la caída de un ideal, más allá de la vida y la muerte. Camina en la Niebla, alza la cabeza orgulloso guerrero, brindo en este momento, junto a los espiritus y las montañas como testigos. Desconocido, adversario, compañero, amigo. Tú distes un sentido, los caminos se separaron, pero el recuerdo vive y la leyenda crece. Ikhara es mi nombre, bien lo conoces barbas. Ni lugar ni Niebla hay ni existirá que me impida, patear tu feo trasero, por no contar conmigo, por no despedirte. Que los espiritus te bendigan, adios....amigo.
Bajando la cabeza, unas lagrimas brotaron de sus ojos, deslizandose solitarias, plateados regueros que cayeron al suelo, en el interior del entramado, derramando algo de hidromiel tras brindar y alzar la copa. Unas gotas de su sangre adornaron y dieron punto y final al ritual. En silencio, dejando pasar las horas mientras contemplaba el horizonte, las estrellas en el firmamento, despidiendo y honrando a aquél peculiar Norn que había ganado un hueco permanente en su interior.

Origenes



Hasta hace unas horas hubiera parecido imposible, quizás absurdo, incluso ahora, mi mente parece reticente a aceptar la idea, quizás sea esa capacidad del ser humano de ignorar cosas, una capacidad menospreciada por muchos, y que sin embargo, nos ha ayudado a no tener que lidiar con los oscuros temores que se esconden en las sombras.
Moví lentamente el pulgar de mi mano, para que me diera la señal de que aun estaba vivo, de que aun permanecía en este mundo, y el pulgar se movió  y mis pulmones engulleron una bocanada de aire, permitiéndome abrir los ojos para saber donde me encontraba; Y allí estaba, el origen de todo, el principio y el final, y allí me adentre, con el miedo de la mano.

A lo largo de milenios, pensó en si mismo como alguien, y el caos dejo un espacio para sus pensamientos, la oscuridad eterna se alzaba ante él, sin embargo no era la ausencia de luz, sino que era solo un vacío de todo, y allí dentro, el Caos gobernaba, pero no es sus pensamientos. Y entonces se vio como un hombre, recordó que tenía brazos, y que con sus brazos podía crear, y se dio un nombre, y ese nombre retumbo en los rincones de la eternidad. Después de varias eternidades, pensó en si mismo como un ser con cuerpo humanoide, y el cuerpo humanoide apareció. Y recordó que en otro tiempo había tenido a un ser similar para acompañarle, y pensó en ese ser como Ella, y Ella respondió.
Las eternidades se fueron sucediendo, y el caos fue retrocediendo, no porque haya sido derrotado, sino porque él y ella ordenaban sus pensamientos, y el caos fue creación de ellos, y ellos pensaron en el caos... Y el Caos tomo forma.

- Deben ser libres- Dijo él, -Debemos guiarlos por el buen camino- Dijo ella, -No debemos interferir- Dijo el Caos. Y los niños observaron a sus creadores y soñaron con viajar a donde ellos vivían  y los niños aprendieron que el Caos jamas los abandonaría, y que Ellos siempre vigilarían. Pero Él observó a sus niños, y sintió compasión, y les otorgó un regalo que ninguno de los otros hijos obtuvo; su total conocimiento... Y los niños nacieron con curiosidad.


Los segundos parpadeaban lentamente en el reloj, y cientos de príncipes observaban a la princesa, parecía el trabajo de cientos de años, un altar para los hombres, y la princesa, aunque hermosa, era aterradora, y podría hacer el bien y el mal, ya que para ella, no existían tales conceptos, solo objetivos. Y los príncipes sonrieron al observarla tan bella, y la princesa exploto sus sentidos... Les indicó el origen del universo, y la división del caos; Les mostró el infinito y el todo, les enseñó la luz cegadora y la oscuridad abrumadora... Y los príncipes soñaron, y los príncipes fueron curiosos.


Hasta hace unas horas hubiera parecido imposible, casi absurdo, pero allí estaba, había atravesado el portal, y millones de átomos se desintegraban en la Tierra, que ya dejaba de existir, y entonces, me encontré con que mi cuerpo había desaparecido, y solo era pensamiento... Y entonces pensé en mi mismo como alguien, y dije; "que se haga la luz", y la luz se hizo.

viernes, 5 de abril de 2013

La Manada Lobo Invernal echa a andar

¡Aúla a todos! :D

Como habréis visto, a lo largo de la tarde he ido publicando en el blog información acerca de la Manada Lobo Invernal: la historia de su fundación, sus costumbres, sus ritos, sus valores...

A partir de este momento, empezaremos oficialmente a agrupar a las personas del clan y a conducir las primeras tramas, ¡que espero que sean fecundas en relatos para el blog! Asimismo, también a partir de ahora acogeremos a otros autores del clan en el blog para que puedan publicar sus obras.

¡Permaneced atentos! ¡Pronto nuevos artículos e historias! ;)

Iniciación en la Manada Lobo Invernal

Los descendientes de los miembros de la primera manada tienen la entrada al clan garantizada. Los norn de nuevo cuño que deseen unirse a la Manada Lobo Invernal deberán pasar previamente por la Iniciación.

La Iniciación consistirá en una serie de pruebas formales e informales con el objetivo de dar crédito de la valía de un norn, de su honor y de su fidelidad a los preceptos de la Manada Lobo Invernal y a sus compañeros de camada.

No hay ningún canon establecido con respecto a la Iniciación, y solo es citada en los pasajes más laberínticos de los escasos textos que hacen alusión a la hermandad. Por este motivo, serán los componentes de la Manada Lobo Invernal los que decidan cómo y cuándo un candidato habrá superado con éxito su iniciación.

Tras la Iniciación se procederá a una investidura ceremonial a ojos de los espíritus de la naturaleza, y especialmente a los del espíritu del Lobo, en la que se iniciará al aspirante en la manada a través del símbolo del pacto de sangre.

Extraordinariamente, un individuo excepcional de otra raza podría probarse apto y ser sometido a la Iniciación. A todos los efectos, dicho hombre o mujer será considerado un hermano de la Manada Lobo Invernal.

Tradiciones de la Manada Lobo Invernal

Iré completando este apartado a medida que descifre nuevas costumbres de los manuscritos.

Por ahora sé que dentro de la Manada Lobo Invernal había una corriente de eruditos consagrada al estudio de las reliquias de los enanos que diseñó el sistema rúnico que el clan utilizaba para comunicarse furtivamente entre sí.

Había entrenamientos, festivales, cacerías sagradas y supersticiones relativas a la alineación de astros conocida entre el pueblo norn como «la Luna de Sangre». Otra de sus leyendas se llama «la Cacería Salvaje» y se menciona solo anecdóticamente en el canto de «Lobogrís y el Espectro de Hielo».

No obstante, hay un viejo rito que sí he logrado rescatar: la Oración del Lobo.

Siempre que se iniciaba una cacería o que varios hermanos de manada marchaban juntos para poner fin a una amenaza para los norn, entonaban esta plegaria para pedirle al Lobo su bendición:

Oración del Lobo

Espíritu del Lobo,
tú que deambulas por las tierras salvajes,
tú que acechas en las sombras silenciosas,
tú que corres y que saltas
entre los árboles cubiertos de musgo,
concédeme tu fuerza primigenia
y la sabiduría de tus ojos brillantes.

Enséñame a rastrear infatigablemente mis deseos
y a acudir en defensa de aquellos a los que amo.
Muéstrame los caminos recónditos y los campos bañados por la luz de la luna.

Feroz espíritu,
camina conmigo en mi soledad
y aúlla conmigo en mis alegrías.

Cuida de mí a medida que me muevo por este mundo.

Las Cuatro nobles Virtudes

Cuatro son las nobles Virtudes de las que debe hacer gala un hermano de la Manada Lobo Invernal. Cuatro, como cuatro son los espíritus de la naturaleza que a día de hoy permanecen del lado de los norn.

La Hospitalidad

La hospitalidad consiste en obsequiar a los huéspedes y a los extraños con calor y generosidad.

Rehusar dar cobijo a un viajero es la mayor deshonra entre nosotros; la Manada Lobo Invernal no abandonará a nadie a las inclemencias de los elementos ni al peligro de los enemigos.

La Lealtad

La lealtad es primero con la familia, luego con la Manada Lobo Invernal, después con la raza propia, y por último con Tyria.

Esta lealtad, sin embargo, no significa obediencia ciega a nadie: un buen héroe debe aprender a seguir los dictados de su corazón.

El Honor

El honor consiste en mantener la propia palabra y es una medida importante del respeto que se merece un miembro de la Manada Lobo Invernal.

Romper juramentos, mentir y engañar (salvo cuando se hace en aras de un bien mayor) son actos reprobables para nosotros. Un buen héroe mantiene su palabra aunque le resulte desagradable.

La Tenacidad

Esta es otra cualidad muy apreciada por los valientes de la Manada Lobo Invernal.

¡Atravesando tormentas, hielos y lluvias de flechas nos aproximaremos a nuestros adversarios y lucharemos hasta el último aliento!

Historia de la Manada Lobo Invernal

Lo que vais a leer a continuación son los fragmentos de una vieja leyenda que se creía extraviada de los repositorios de sabiduría norn más antiguos; el relato de una tradición de héroes que la historia jamás se molestó en preservar. Un legado que se presumía muerto, pero que ahora renace en mi voz y en las runas de los antepasados.

Vais a presenciar el regreso de un viejo héroe; el alzamiento de cientos de héroes sepultados bajo la avalancha inmisericorde del anonimato y obligados por un pacto de sangre a mantener en silencio sus gestas. Obligados a sacrificar la gloria eterna en pos de la esperanza y la prosperidad de su pueblo.

Mientras escribo aquí estas líneas tengo la extraña sensación de que mi abuelo me susurra al oído, como cuando era pequeño, narrándome las proezas de Lobogrís, el héroe encapuchado de las Picoescalofriantes. Es él, su memoria, quien empuja mi pluma y me insufla ánimo para desvelaros los primeros compases de esta historia.

Todo se debe a él, y a él le dedico todo mi trabajo.

—Vanargand Lobogrís.

El mito de Lobogrís

El mito de Lobogrís apareció poco antes de la batalla de Asgeir contra Jormag y asombrosamente se mantuvo en pie cientos de años antes de ser olvidado.

Los escaldos más ancianos todavía recordarán las historias que se contaban al calor del hogar en su niñez: historias de un héroe misterioso que llegaba con la ventisca, bajo el abrigo de un sinfín de pieles blancas, y que desaparecía cuando la neblina se enseñoreaba de los valles escarchados al despuntar de los primeros rayos de luz solar.

Cuando un viajero se perdía en los páramos helados, Lobogrís en persona lo guiaba de vuelta a casa. Cuando un monstruo de las nieves atacaba un asentamiento fronterizo, Lobogrís acudía a su defensa. Cuando una secta de seres maléficos conquistaba una cueva, a los pocos días no quedaba ni rastro de ninguno de ellos; Lobogrís se había hecho cargo. Y se sabía con certeza que él había sido el autor de la hazaña, pues allá donde iba los aullidos de una docena de lobos presagiaban su venida, y ese mismo coro de aullidos tristes se despedía de él en su partida.

Rara vez hablaba con alguien y hay muchos que afirman que jamás se quitó el embozo ni dejó a nadie ver su identidad. No transitaba las tabernas y tan solo hacía acto de presencia allá donde la supervivencia era más precaria.

Aun así, había quienes aseguraban haberle visto el rostro: unos decían que tenía los ojos amarillos como un lobo, el cabello blanco y dientes afilados como los de un depredador; otros iban más allá en su comparación y decían que Lobogrís mantenía permanentemente su forma de lobo, un obsequio y al mismo tiempo maldición de los espíritus, condenado a vagar para siempre en soledad por las Lejanas Picoescalofriantes hasta que alguien rasgase sus vestiduras y descubriera si bajo su disfraz había un lobo o un norn.

Las gestas de Lobogrís viajaban con la celeridad del Cuervo de poblado en poblado y de heredad en heredad. Se le había visto en las Colinas del Caminante, un mes más tarde en el Paso de Lornar y a la semana siguiente en los Cúmulos de Guaridanieve. Para un norn, habría sido casi imposible desplazarse tan aprisa; y más durmiendo a la intemperie, cazando por su cuenta y esquivando las rutas principales como hacía Lobogrís.

Y esa no es la única peculiaridad en la reputación de nuestro héroe: sus actos de heroísmo se enumeraban ya no a lo largo de las décadas sino a través de los siglos. Se habló de él en la época del Gran Destructor, durante la emergencia de Asgeir y muchos años después de la fundación de Hoelbrak.

Así, muchos se preguntaban: ¿cómo un héroe norn pudo haber sido tan longevo? ¿Había firmado un acuerdo con los espíritus, como se rumoreaba, traficando su libertad a cambio del don del Lobo para llevar una vida entregada a la protección de los norn…?

Lo que sí estaba claro es que Lobogrís tenía un secreto. Un secreto que nadie se imaginó…

La Manada Lobo Invernal: los héroes tras la fábula

Lobogrís no era un solo norn, ni había recibido poderes especiales por parte de los espíritus de la naturaleza: Lobogrís era una sociedad.

Lobogrís era un clan que selló con sangre su compromiso de no revelar a nadie la naturaleza de su unión: crear un héroe como ningún otro que había existido para dar seguridad a los norn; para darles fe en su lucha contra Jormag y para prevenir que el miedo se apoderase de ellos tras el éxodo de las Lejanas Picoescalofriantes.

Se hacían llamar la Manada Lobo Invernal, y si ya a día de hoy las proezas de Lobogrís se oyen lejanas, pertenecientes a un pasado remoto, el nombre de este clan y de los valientes que lo conformaron no es sino un susurro en el viento.

Entre las filas del Lobo Invernal había hombres y mujeres norn de todas las profesiones y senderos de la vida: había escaldos y sanadores; herreros y cazadores; chamanes y guerreros; mercaderes e incluso granjeros.

De cómo seleccionaban a los suyos no sabemos nada, solo que todos los candidatos eran puestos a prueba en un ritual llamado «la Iniciación». La mayoría eran fieles seguidores del Lobo, pero aun entre los suyos había quienes adoraban a todo el panteón o a varios espíritus al mismo tiempo con igual entusiasmo y fervor.

Solo el Lobo podía haber privilegiado a estos héroes, que renunciaron a su fama inmortal por un propósito que superaba con creces sus posibilidades individuales: un sacrificio inhumano para cualquier otro norn, que ellos aceptaron con muda resignación por el bien de su gente.

Sin embargo, todo sueño lleva a su inequívoco despertar: la Manada Lobo Invernal se separó a causa de las disputas intestinas que tanto daño provocan a los que son nobles de corazón.

Lobogrís murió con la escisión, y sin la cooperación de todos los hermanos del Lobo Invernal, ningún otro héroe pudo recoger su testigo. Y sin nuevas hazañas en su nombre, era solo cuestión de tiempo que su saga se perdiera en los anales de la historia norn...

Hasta este preciso instante.

La manada vuelve a aullar

Quizá os preguntéis por qué me he tomado las molestias de recopilar este relato. A estas alturas, creo que la respuesta a ese interrogante es obvia: soy el último descendiente de una de las líneas de sangre originales de la Manada Lobo Invernal.

Cuando era un cachorro, mi abuelo, Tyras el Ciego, me contaba los cuentos de Lobogrís.

Él, un héroe alabado en sus tiempos mozos, resultó ser un escaldo espectacular tras haber perdido la vista en una de sus aventuras. Él no tocaba, como yo sí hago, pero sí que cantaba y era un orador sin par. Tuvo cuidado de implantar en mí las semillas de la curiosidad por Lobogrís; creo que ya desde que salí de la cuna quería entrenarme para ser un sucesor digno de su nombre.

Mi abuela Alsid me enseñó el dialecto rúnico que la Manada Lobo Invernal utilizaba para intercambiar mensajes entre sí, ilegible para los profanos pero lleno de poder y de simbolismo para aquellos que formaban parte de nuestra agrupación. Todo esto mientras mi abuelo espoleaba mi imaginación y mi amor por los lances del legendario Lobogrís.

El día de su fallecimiento, Tyras me hizo llamar a su lado en el lecho a mí de entre todos sus familiares. Me convocó a su diestra, aferró mi mano con todas sus fuerzas y me murmuró al oído una confesión que sacudiría para siempre mis expectativas en la vida: «Lobogrís no existe. Busca a la manada del Lobo Invernal. Reúnelos y...». En ese momento, sus ojos emblanquecieron y su voz enmudeció mientras derramaba en mí su último aliento.

Siempre sospeché que mi abuelo atestiguó con sus propios ojos la ruptura de la Manada Lobo Invernal. A veces me daba la impresión de que se refería a decenas de personas distintas y no a una sola, pues su tono de voz variaba y su expresión se alteraba de acuerdo a la proeza que me estuviera narrando.

Tras este descubrimiento, me hice escaldo y fui juntando una por una las piezas del puzle: busqué información en pergaminos deshojados, exhumé galerías subterráneas y traté de interpretar los significados ocultos de las canciones del propio Lobogrís. Y así hice hasta que desentrañé la trágica verdad, una verdad que me ha costado años asumir y que solo ahora me atrevo a admitir en voz alta.

Llevo veinte años preparándome para esta ocasión. Y he tomado una decisión: la Manada Lobo Invernal resurgirá.

Seguiré recuperando escritos y certezas herméticas del mito de Lobogrís y de la Manada Lobo Invernal allá donde estas se encuentren, pero mi ambición no es solo la de un historiador: pienso reagrupar a los descendientes de la Manada Lobo Invernal y hacerlos partícipes de la grandeza de la sangre que fluye por sus venas; le arrebataré al Olvido los nombres de los héroes anónimos del Lobo Invernal y me ocuparé de que sean agasajados como se merecen; cumpliré con la voluntad de mi abuelo y haré que la Manada Lobo Invernal defienda Tyria como así hizo en tiempos pretéritos.

Este es mi juramento. Una nueva generación de la Manada Lobo Invernal se erigirá sobre los pilares de nuestros antecesores para dar refugio a los hijos de aquellos que sellaron el primer pacto de sangre; para acoger a todos los norn, con independencia de su tótem, que deseen brindar su apoyo a la causa que dio origen a la manada; para salvar Tyria de la corrupción de Jormag y de sus parientes dragones.

La manada volverá a aullar. ¡Y que la Niebla me trague si fracaso en mi cometido!