sábado, 31 de agosto de 2013

Foro del clan. ¡Por fin!

¡Hola, amigos y lectores del Refugio del Lobato!

Hace unos pocos días estrenamos el foro oficial de la Manada Lobo Invernal. Esto quiere decir que de ahora en adelante trasladaremos un montón de información hasta allí, y que lo emplearemos para regularnos en lo venidero.

Eso sí, el blog del Refugio del Lobato no caerá en desuso. Yo seguiré publicando aquí mis escritos como garantía y en aprovechamiento de la licencia Creative Commons bajo la que se encuentra el lugar (en prevención del plagio).

De ahora en adelante, si queréis conocer la actualidad de la Manada Lobo Invernal os remitiré allí. La única finalidad de este blog en lo sucesivo será la de almacenar historias y la de servir como testimonio de nuestra evolución.

Podéis ojear nuestro foro siguiendo este enlace.

¡Un aullido a todos, nos leemos!

jueves, 29 de agosto de 2013

Ecos del Pasado I

El repiqueteo del andar mecánico de los operarios resonaba por la estancia. Apenas tenía luz, agua o comida, sin embargo, aquella enorme soledad sobrecogía a su pequeño corazón. Muy abierto los ojos, temía la llegada de sonido, porque aquello era sinónimo de dolor. Hablaba y pedía a los espiritus, el que fuera, que no se acercasen pero que tampoco pasaran de largo un poquito. Porque no muy lejos estaba su hermanito Urd, y le hacían cosas muy malas, podía oirle gritar y sabía que él podía oirle gritar a ella. Unos pasos se acercaron, pasaron de largo y se pararon cerca de allí, enseguida gritó y aporreo la pared o la puerta, no sabía dónde, pero prefería que le hicieran daño a ella, que la pincharan, que la tumbaran en aquellas camas raras a observarla. Quería que dejaran en paz a su hermanito, sin embargo, escuchó un poco, porque rara vez hacían caso y se quedó extrañada de tan sólo escuchar un murmullo. Estaba sentado, quieto, con los ojos fijos, serio, mirando al vacío, entonces llegaron esos pasos del dolor. La luz entró, iluminando el lugar y cegándole a él. Formas, voz y movimiento le eran familiares. Una gran mano poderosa, fuerte, masculina, acarició su cabeza y una portentosa figura se sentó a su lado, colocandolo en sus piernas, alzandolo y moviéndolo como si fuera un muñequito. -¿Qué cuento quieres oir hoy Urdgaard? -¿Dónde está Dhraerya? -En su cuarto, hoy sólo te puedo ver a tí -¿Porqué? -Porque ellos así lo deciden y no puedo hacer nada. -Cuentame sobre las montañas, de dónde venis mamá y tú. Hace mucho tiempo, vivíamos un gran grupo de Norns, algo alejados pero no desvinculados del resto. Cada cual se dedicaba a lo que sabía, nos reuníamos para oir historias y beber. Pero hubo un gran mal, el mal del dragon Jormarg. Y tuvimos que ir al sur. Allí se decidió hacer un gran sacrificio, aunque algunos por dentro tenían reservas. Nos dedicamos a ayudar a los demás, a hacer grandes cosas y todos dábamos un único nombre. Pero las peleas, los rencores y cosas que aún no comprendo, los dividieron. Algunos se marcharon, otros continuaron, aunque no era lo mismo. Y algunos se distanciaron, sin irse pero sin estar. Aunque finalmente buscaron su camino, aguardando. -Oh, ¿y tú cuál eras, y mamá? -Ninguno, eso fue hace mucho, pero la familia de mamá se quedó y mi familia es de la que se distancio, ahora aguardo. -¿Y mamá no aguarda? -Mamá sabe pero no recuerda. -¿Cuando me contarás otro cuento? -Pronto, he de irme. Sé fuerte, como tu hermana. La rutina era invariable, dolor, experimentos, pruebas, gritos, lucha. Querían algo pero no terminaban de encontrarlo, aunque ponían mucho cuidado de no desviarse. A ella la obligaban a luchar, a Urd le ponían cerca de un aro, un arco o algo así que relucía mucho de forma rara. Se preguntaba porqué no venía mamá, porqué venía tan poco papá, porqué hablaba tanto con Urd. Unos pasos se acercaron y su padre entró, sonriente. -Papá...¿porqué...? -Shss Dhraerya, eres fuerte. Eres la mayor, por eso. -Pero... -Confía en mí. Ellos escuchan... -jajaja, papá para...cosquillas...jajaja -Haz caso, prepárate, hazte fuerte como la Osa, astuta como el gato salvaje. -¿Yo? -Tú puedes, eres la que puedes. Un día serás más fuerte que yo -Pero papá..tu eres como una montaña... -Las montañas no son eternas. Toma...y confía. -mmm...dulce y un peluche...mmm Cerró los ojos, tomando aire, mientras sentía que muchos ojos estaban pendiente suya, evaluandolo, judgándolo, espiandole, tentándole. Pero no podía traicionar a los que habían sido sus protectores y ancestros, no podía revelar lo que sabía. Le dolía en el alma ver a sus hijos de esa forma, sabiendo que no podía actuar de ninguna otra manera o sería el fin. Aquello le costaría mucho, seguramente no descansaría en la Niebla, pero el ahora es lo que importaba en ese momento. Había huído de una doble persecución, se había refugiado allí metiendose en una gran trampa de la que no podía escapar. Y sin embargo había hallado más de lo que esperaba, ahora tenía muchas más responsabilidades. La seducción de aquella Norn había sido un mandato, pero uno con gran placer, porque sentía en su interior un eco resonando.Le dolía y torturaba el hecho que la traición habría de separarles. Esperaba poder contarle algun día, pero por ahora sólo había engaños, frialdad, distancia. Tampoco podía acercarse demasiado a sus hijos. Tan sólo más a Urdgaard, pero por las pruebas, para tenerle bajo control. No era un chamán, pero su pequeño sí llegaría a serlo, cercano a los espiritus, a la Niebla, el gato salvaje le había elegido.

miércoles, 28 de agosto de 2013

Ecos del Pasado III

Skagaard avanzaba pesadamente por la nieve, llevando un gran peso encima, no sabía quienes eran sus perseguidores pero debía de despistarlos. Ya llevaba tres días de persecución y lo único que recordaba era una fiesta normal. Sin embargo, intentaron quemarlo vivo, envenarle y apuñalarlo. Estaba llegando a un grupo de arbolitos tras pasar por un asentamiento de rocas. Su hermano apareció de repente, sonriente y le hizo a un lado, activó uno de sus cacharros y los perseguidores volaron por los aires junto a las rocas por las que acababa de pasar. Volvió a mirarle con una sonrisa y con una palmada en el hombro se lo llevo de allí. Bastó un cruce de miradas para saber quienes eran. Svargaard estaba preocupado por su hermano, se estaba alejando, escuchando demasiado a esos tipos, aunque acabase de volar a algunos de su seguidores. Tendría que aceptar la propuesta de ir a Arco del León, ya ni siquiera sabía donde se había metido esa muchacha que incordiaba a los kodan. Urdhrae avanzó resoplando entre la ciénaga, algo febril, renqueante y tozudo, sudoroso, medio asfixiado por la calor y la humedad reinante. De improviso, una gran sierpe de la selva apareció soltando agua por todos lados, aferrando su báculo centró las energías místicas y rodeó a la bestia de los vínculos arcanos para extraerle fuerza vital. Esta se debatió hasta caer finalmente debilitada, continuando Urd con algo mas de fuerzas, tal acto no pasó desapercibido y una serie de dardos se clavaron en su cuerpo. Intentó asir la magia de nuevo pero todo se volvió oscuro... Se despertó en una choza, rodeado de hyleks, el ambiente espeso por un humo de color variante, su cabeza le pesaba mucho, apenas entendía nada, aunque terminó por relajarse. En un estado de duermevela intermitente, no supo cuanto tiempo había estado. Pero cuando lo hizo, se hallaba recompuesto, lo que escuchaba por todos lados al salir era Dolyak Norn, lo que le hizo bufar y asentar el nombre. Lentamente aprendió costumbres y usos, su visión del mundo y su alquimia, a reconocer hierbas y preparar remedios. Aquellos que experimentaban con su hermana y consigo habían hecho un seguro en sus cuerpos, un veneno que se activaba para evitar sus fugas y supervivencia. Elaborando el antídoto, emprendió el regreso a Linde, asombrándose un poco con la facilidad que encontraba pasaje en su ruta. Un golpe, dos...rodó por tierra y se incorporó para rechazar otro embite. Se alzó hacía adelante usando su cuerpo, se deslizó a la izquierda y de un barrido mando al suelo a sus tres oponentes. Unas palmadas resonaron y fue el final de aquello, dando su visto bueno, el instructor de la vigilia accedió a contratarla. Sonriente, Dhrae rechazó sin embargo la propuesta de alistarse. Estaba labrándose una reputación y ahorrando, Urd estaba con los Hyleks y buscar a su madre le estaba costando bastante. Complementaba sus ingresos con algún trabajo de forja, del que la llamaban cada vez más. Todo aquél esfuerzo, las aventuras, los peligros, era maravilloso pero no se quitaba de la cabeza sus preocupaciones. Había encontrado no hacía mucho la tumba de su padre, lo que la apenó mucho. Creyó ver una sombra, pero no estaba segura, luego creyó ver otra distinta. Poco a poco iba conociendo gente, aunque aún no había ido a las montañas, la habían animado pero era pronto. El laboratorio iba bien, las construcciones marchaban a un ritmo frenético aunque se aseguraba que todo aquello no provocara errores. Su hermano estaba tirado en una hamaca, taciturno. Aquella muchacha le tenía el cerebro sorbido, cuando había miles de mujeres libres por todo el mundo. La lejanía de las montañas también el afectaba. Agitó la cabeza, repartió algunas ordenes y decidió que aquella noche le llevaría de juerga aunque le tuviera que apalizar. Esperaba que aquél laboratorio de pruebas sirviera bien para encontrar defectos, curas y mejoras técnicas. Había visto mucho de la maldad y crueldad de aquella ciudad, aunque no era un timorato y un blandengue, aquella sed de sangre gratuita no iba con él. No le temblaba la mano si tenía que matar, de hecho, lo hacía de una forma brutal, fruto de sus ingenios. Sin embargo, jamás lo hacía por placer de matar o ver sufrimiento. De aquello hacía años, a pesar de lo vivido, su humor y pensamiento no habían cambiado apenas. Ver en qué habían pervertido su obra sólo había logrado que pusiera más énfasis en la destrucción. Y que hubieran jugado con sus sobrinos...eso, eso haría que no dejara ni a uno con vida. El que pudiera escapar de la ira de sus sobrinos, claro. Su hermano le había ocultado muchas cosas, igual que él, pero a ese extremo era doloroso. Algo le decía que su hermano iba a morir y por una mano que le hacía hervir la sangre a él. Su propia amante, la madre de sus hijos, sus sobrinos...sería la causante. Se ocuparía de sus sobrinos, también que supieran más de su otra familia y ya ajustarías cuentas con aquella mujer, Ikhara.

martes, 27 de agosto de 2013

Ecos del Pasado II

Una vez más el día había resultado agotador, las pruebas y luchas eran intensas y dolorosas. Había oído a Urd gritar de nuevo, y eso la ponía cada vez más y más rabiosa. Había crecido, mucho, incluso comenzaba a tener esas formas parecidas a su madre. Su padre se había sorprendido e incluso se llevo una mano dolorido al hombro cuando le golpeó sin querer. Los asura no hacían mas que observarla, revisarla, ponerle inyecciones, la comida era cada vez peor. Pronto, se decía, pronto se iría de aquél horrible lugar. Estaba aprendiendo algo de forja, aquella armadura le resultaba incómoda y le rozaba por todos lados.Los hombres comenzaban a mirarla raro y no le gustaba. Ahora estaba descansando, mientras su padre le contaba cosas de Hoelbrak y las montañas del norte. Finalmente se levantó y fue a ver a Urd. No le deseaba a nadie lo que estaba pasando, habían incrementado o modificado algo, estaban como locos. Estaba agotado, dolorido, pero contento. Había visto a los espiritus de los que le hablaban tanto su padre como su madre. Había hablado con ellos unos momentos, sabía que por fin era a lo que debía concentrar sus fuerzas, sería chamán, había tenido muchas visiones, muchas que le daban miedo y no entendía. Pero sabía una cosa, el tiempo había acabado, la hora había llegado, pronto sucedería. Su padre entro a verle, le pidió algo muy raro. Quería que se cambiara el nombre, que guardara el suyo. Sabía que su nombre significaba señor del dominio, de la heredad. Había de ser el señor, el guía de Dhrae...o guía de las espiritus guardianes, que era lo que significaba el nombre de su hermana, doncella guerrera espiritual. Y le confesó algo más...vendría alguien, un familiar suyo. Cuando apareciera, entonces volvería a usar su nombre. Se reunio con su primo, debía de marcharse, llegaba el momento. Oculto en una zona segura, no podía ausentarse demasiado. Allí hablo con Hidar, el nombre que usaba su hermano Idargaard. No podía contarle mucho porque estaba junto a la familia separada de la manada, razón por la que casi siempre decía que no tenía hermanos, pero no podía dejarlo en otras manos, ya que no tenía tiempo y sus hijos eran muy jovenes. Le encargó que vigilara a Ikhara, que cuidara de ellos y sus hijos a distancia. Que averiguara todo lo posible sin que se enterara y les hiciera llegar su legado a sus hijos. Aunque a regañadientes acepto, se separaron y emprendio el viaje a Linde. Allí sabía que moriría, pero lo había dispuesto todo y no podía pedir más. Con una risita, terminó de desajustar las piezas y sensores, anulando gran parte del sistema de seguridad, esperando al momento, Hidar, se acomodó en un rincon a observar. Y no tuvo que esperar mucho, pues su sobrina estallo de furia, al enterarse de la muerte de su padre, ya era muy grande y fuerte, entre los combates, las pruebas y la forja. La Osa le brindó su fuerza y forma, mientras su sobrino Urd guiaba su espíritu como buenamente podía. El destrozo que estaban causando era mayúsculo, y se divertía con las explosiones auxiliares que provocaba. De paso eliminaba pruebas de sus actividades, las de su familia, la existencia de sus sobrinos e Ikhara. Le había prometido a su hermano que los cuidaría, pero una vez que estuvieran a salvo y bien, no prometía nada sobre los mandatos de la familia. Los B, estaban primero, lo ocurrido no podía ser olvidado ni perdonado así como así. Una vez fuera del complejo, lo hizo estallar por completo, asegurándose que sus sobrinos encontraran refugio. Escribió un mensaje para Ikhara, avisandola que Urd estaba enfermo y arreglandolo para que Dhrae llegara bien a Linde.

lunes, 26 de agosto de 2013

Ecos del Pasado

Los pasos resonaron de nuevo, esta vez ocurriría algo insólito. La sorpresa fue enorme al ver a mamá allí, sonriente aunque triste, pero...fría, no sé, pero estaba muy contenta. Me trajo un peluche y golosinas, me abrazó mucho y jugó conmigo, incluso me enseñó algunas cosas. -Mamá...- paré al ver que entraba tambien papá. Me encogí al no saber si discutirían de nuevo. -Dime Dhrae -¿Me cuentas un cuento? -Si, la próxima vez que te vea, ahora voy a ver a tu hermanito. -vale!, dale un abrazo a Urd de mi parte. Mamá y papá se abrazaron, lo que me alegró mucho, y papá se sentó conmigo, sonriente a contarme un cuento. En el lejano norte, mi abuelo, Isgaard Cantofúnebre, luchaba sin cesar combatiendo los peligros que acechaban entre las montañas. No tenía hogar, no tenía heredad pero aún así era feliz. Afrontaba los peligros sin miedo, arrojándose contra ellos con su potente voz, la misma con la que relataba luego sus hazañas en los albergues. Pues era un escaldo, uno muy peculiar, no cantaba nada que no viviera él mismo de cerca. Con una excepción, los cantos del lobo. Había acudido por una apuesta y por rumores sobre una gran bestia que anidaba en el interior de unas cavernas. Iba sólo, como de costumbre, siguiendo una serie de murmullos, conduciendolo entre las cavidades siempre descendiendo. allí, en lo profundo, vio lo que era una lucha titánica entre una gran bestia horrenda, erizada de puas, grandes mandíbulas y afiladas garras que luchaba contra otro Norn, armado con un gran martillo. Lo tenía acorralado aunque el cuerpo del ser lucía grandes marcas del precio de tal situación. El desenlace no tardaría en producirse, posiblemente ambos morirían. Reconocería aquél arma en cualquier lugar y una mueca de desprecio se instaló en su rostro, sin embargo, una sonrisa aviesa la sustituyó. Comenzando a cantar, con su vozarrón, reverberando el sonido por las paredes, se lanzó a la lucha, la bestia confundida tardó en reaccionar, los filos de las armas de Isgaard hendieron en la carne profundamente, el martillo golpeo sin cesar hasta que un revés de la bestia mandó a dueño y arma al otro lado, de un salto, cruzando las armas, la cabeza de la bestia cayo rodando. Sin embargo, se cobró su tributo, una de sus armas, un hacha, se quedó atascada, medio quebrada, perdiéndose en el vacío al que cayo el ser. Gruñendo, mientras comenzaban una serie de temblores, una cámara oculta se reveló, mostrando a una gran Norn ya en huesos, sujetando un hacha de bella factura y portando una capa de lobo, sin dudarlo, recuperó ambas cosas y se echo al hombro al otro Norn, saliendo de allí. -Lamentablemente, ese hacha se ha perdido, la ando buscando pequeña. -Yo la encontraré para ti papi, cuando sea grande y fuerte. -Seguro que si...ahora, descansa.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Reliquias de la Manada

En sus más de dos siglos de vida, la Manada ha acumulado y preservado un gran número de reliquias sagradas norn. Algunas nos han sido donadas en condición de regalos; otras los obtuvimos derramando la sangre de aquellos que se oponían al bienestar del pueblo norn.

Tras la segregación del clan, muchos de esos artefactos se han extraviado. No obstante, con el tiempo los ulfhednar de esta generación hemos ido recobrando algunos de ellos.

Aquí haré un listado de las reliquias que han pertenecido a nuestra noble manada.

Steinleif, el Tambor del Cazatormentas

La leyenda de Steinleif es bien sonada, nunca mejor dicho, entre los descendientes de la Manada. Steinleif era un tambor de la más alta orfebrería enana dado en prenda y como gesto de amistad al primero de todos los ulfhednar: Ulfric el Cazatormentas.

El Tambor del Cazatormentas fue fabricado por uno de los legendarios artesanos del pueblo enano. Su valor no reside únicamente en su filigrana de oro ni en la calidad de sus pieles; Steinleif lleva impresa la rúbrica de su artífice: una colección de runas encantadas que están grabadas en el forro interno de su caja de resonancia. Es precisamente esta inscripción la que le confiere a Steinleif sus singulares habilidades.

Se dice que Steinleif podía causar desprendimientos en las montañas y provocar hendiduras en la tierra a placer; se dice que podía hacer temblar los cimientos de una heredad hasta convertirla en polvo y escombros; se dice que sus avalanchas borraban los rastros de la Manada y que servían para lapidar bajo un lecho de rocas a sus enemigos...

Empero hace diez años el féretro de Ulfric fue desvalijado y con él su posesión más preciada: Steinleif, su tambor. Hace poco se volvió a escuchar la reverberación de unos tambores en las Colinas del Caminante, mas no era más que una ilusión, una réplica espuria utilizada para sembrar el pánico.

Dondequiera que esté, Steinleif es propiedad de nuestra manada, los ulfhednar. En malas manos, el Tambor es un anatema peligroso y letal. Por ese motivo debemos redoblar nuestra búsqueda.

La piel de Lobogrís

En el pasado, los ulfhednar embozaban su rostro para no ser identificados. Bajo la piel del Lobo, la Manada actuó siempre guiada por un propósito firme: arrojar esperanza al pueblo norn tras la batalla contra el Dragón y defenderlo de las amenazas que acechan en las Picoescalofriantes.

Ese es el concepto que representaban las pieles de Lobogrís, y aunque la mayoría de ellas se perdieron o fueron almacenadas en desvanes gélidos y polvorientos, todavía quedan dos ejemplares en buenas condiciones que dan testimonio de este fragmento de nuestra historia. Os hablo de la piel original de Lobogrís, la que curtió el mismísimo Ulfric, mi antepasado; y también de la piel de Goi Aullido Perpetuo, el abuelo de Skadi.

Un día Ulfric se internó en una borrasca y una manada de lobos lo salvó de la inanición y de la intemperie. Su alfa era un lobo gris descomunal al que Ulfric buscó durante años para recompensarle por su generosidad, atravesando duras ventiscas y tempestades neblinosas e impenetrables con el único deseo de volver a toparse con él (por esa razón recibió el apodo del Cazatormentas). Sin embargo, el Lobo quiso que Ulfric se reencontrase con el alfa en sus últimas horas de vida. Para honrar su caridad, Ulfric concibió a Lobogrís, un héroe que lo cambiaría todo, y en él basó su figura y su ética.

Goi Aullido Perpetuo fue el penúltimo líder berserker de la Manada Lobo Invernal. En el presente, su nieta ostenta el puesto que un día le correspondió a él, y también ha heredado las pieles que lo caracterizaban. El compañero de caza de Goi era un lobo pardo de un tamaño inmenso, tan feroz como su propio dueño; no obstante, en un enfrentamiento temprano fue víctima de una herida mortal. En clave de homenaje a su bravura, Goi decidió elaborar su manto de Lobogrís con el pellejo pardo de su lobo.

Las pieles de Lobogrís son ungidas por los chamanes de la Manada con óleos de limpieza y pasan por una complicadísima liturgia de purificación que se prolonga por nueve días y nueve noches. En ella, los cantos ceremoniales se funden con la pronunciación de hechizos y con la realización de bailes rituales que dotan a la nueva piel de Lobogrís del beneplácito del Lobo.

Tras esto, las pieles se consideran benditas por el Lobo e impregnadas de su esencia. Gracias a estos conjuros, se especula que ha habido ulfhednar que han sido capaces de mantener su transformación en el Lobo durante largos periodos de tiempo.

Actualmente la Manada cuenta en su haber con la piel de Ulfric el Cazatormentas y con la de Goi Aullido Perpetuo.

Hjorthorn, el Cuerno del Venado Blanco

Hjorthorn, el Cuerno del Venado Blanco, es un artefacto de reciente creación. El cuerno de guerra Hjorthorn fue otrora una de las astas curvas y ramificadas de un majestuoso ciervo que poblaba las Colinas del Caminante: el mítico Venado Blanco.

Un cuento se asocia al título de este animal. En sus páginas se relata cómo en su juventud la vida le fue perdonada por un muchacho que trataba de probarse a sí mismo en una cacería: el lobo sin dientes. Al final, después de haberlo atrapado, el chico lo dejó en libertad porque no estimó honorable matar a una cría indefensa.

Durante años, el Venado Blanco reinó en las estepas heladas y en las taigas de las Picoescalofriantes. Se hizo con un rebaño donde era el macho más viejo, fuerte y prominente; lo conducía en la época del deshielo a pastos más verdes y lo protegía de la depredación voraz.

Empero veinte años más tarde un destino funesto le acaecería: espoleados por el influjo de una magia primitiva, una tribu de minotauros acabó con su existencia y con la de sus congéneres de la forma más sanguinaria que os podáis imaginar. Los depravados sucumbieron bajo el peso de nuestras hachas y yo puse fin a la agonía de la bestia.

Al cabo de veinte años, el Venado Blanco había vuelto para brindarme la muerte que nunca me cobré.

A modo de tributo, me hice con una parte de su cornamenta y la trabajé. Labré en ella las runas tradicionales que reflejan el devenir del Venado Blanco y que le rinden tributo. Ahora Hjorthorn es una de mis propiedades más queridas; una que me recuerda quién fui en el pasado y quién soy en el presente.

Pese a que no alberga magia alguna que yo haya podido vislumbrar, Hjorthorn es un artefacto y un símbolo para el clan. Y también es el indicio de un presagio nefasto: la Luna de Sangre se avecina...

El Martillo de Skaargard del puño y letra de Dhraerya Gurnhail

Cuando las Nieves eran fuertes, cuando el aliento del Dragón apenas se había asentado, Skaargard Puñoforja se había reunido con otro grupo de Norns llamados por la necesidad. Pero esto es posterior...

Skaargard era joven e inquieto, apenas un aprendiz de la forja de su padre, al que tenía en estima; sin embargo, consideraba el proceso tedioso. Buscó al pueblo menguado, a aquellos seres recortados aunque fieros, fuertes y decididos, de un arte grandioso. Muchas veces intentaba convencerlos de que le enseñaran, pero siempre se negaban.

El tiempo pasó y su mente y su espíritu se apaciguaron lo suficiente como para adquirir paciencia. Fue entonces, tras muchas cicatrices en sus manos curtidas, que empezaron a instruirlo. Sin dejar de lado sus tareas de protección, ahondó en el arte de la forja.

Llegado el momento, Ulfric hizo su llamamiento. Skaargard estaba preparado y dio un paso al frente, sin vacilar. Aunque el sacrificaría su fama, sus obras llevaban su sello; ellas continuarían su legado.

Al tiempo, un regalo le fue entregado: un gran y pesado martillo de forja mágico, con runas grabadas en su forma. «Para que el objeto sea impregnado de la esencia de los tuyos, has de participar en su creación o te será ajeno y rebelde en tus manos».
Asintiendo, se encerró con los enanos a trabajar en tal proyecto: Steinleif, el Tambor del Cazatormentas. No obstante, no participó en la entrega, aunque sin duda sabía que Ulfric identificaría su marca en el obsequio.

Dejó todo dispuesto para que sus descendientes pudieran hacer frente a nuevas y a la vez viejas amenazas. Y entonces presenció un hecho inesperado, los espíritus se lo habían mostrado en sueños: dos linajes enfrentados se unirían...

sábado, 17 de agosto de 2013

Campeonato de Leyendas

Durante su estancia en Hoelbrak, Vanargand Lobogrís y Skadi Luna de Lobo solían almorzar en el Albergue del Lobo.

Skadi, la cazadora pelirroja de ojos verdes e irreverentes, a menudo traía conejos o venados que ella y su lobo habían cazado para asarlos en los espetones comunitarios; en cambio, Vanargand, un escaldo brillante y atractivo, se aseguraba de que sus canciones e historias les granjeasen un benefactor que los convidase a beber cerveza.

De este modo, el Albergue del Lobo entero salía beneficiado: las piezas de carne que sobraban iban a parar a los estómagos de los refugiados del norte; los cuentos del escaldo, por otro lado, eran recibidos con ruidosos vítores entre los residentes.

Aquel día, Vanargand y Skadi estaban sentados a solas en una de las mesas de la planta baja; un hecho inusual, pues con frecuencia se reunían allí con su manada. A juzgar por sus caras largas, la conversación que estaban manteniendo no era muy placentera…

—Has estado paseando de un lado a otro toda la noche —rompió el hielo Skadi—. No sabía si estabas ensayando una composición con los tablones del suelo o si es que solamente estás nervioso.

Vanargand no contestó de inmediato. Se tomó su tiempo para alzar la jarra de cerveza y darle un buen trago. Luego la miró con gesto ceñudo y dio un resoplido.

—Superé esa chiquillada del miedo escénico hace al menos diez años —dijo—. No me preocupa la actuación y desde luego tampoco estaba comprobando la capacidad de percusión de los listones de madera.

Ella alzó las cejas y compuso una sonrisa ligera de diversión. Sin embargo, al ver que él no la acompañaba en la mueca, su alegría tardó muy poco en decaer.

—¿Entonces?

—He estado dándole vueltas a lo que vimos en el paso montañoso aquella noche —Empezó a restregar el dedo por el portillo de la jarra—. Comienzo a pensar que todo aquello fue una especie de señal. Que lo que narraban los viejos manuscritos del Lobo Invernal era algo más que una colección de supercherías…

Skadi arqueó las cejas y suspiró también. No podía estar más de acuerdo con Vanargand; no obstante, no desistiría en su interrogatorio tan pronto. Él volvió a llevarse la jarra a los morros para apurar un sorbo más.

—Parece que lo es. Pero no estarías así a menos que estuvieras planeando algo. Cuéntamelo, Vanargand: ¿qué es lo que te tiene tan inquieto…?

El escaldo apartó la jarra dispuesto a responder, cuando un carraspeo algo temeroso lo interrumpió. Miró atrás: era una mujer joven y llevaba los atuendos rituales que identifican a los chamanes del Lobo. A sus espaldas había dos norn más, pero apenas reparó en ellos.

—¿Maestro Lobogrís?

Vanargand levantó las cejas. La ironía de aquel apelativo logró arrancarle una sonrisa.

—Vaya, no sabía que me había convertido en maestro —Se incorporó en el asiento y la miró con fijeza a la cara—. Honestamente, no sé si aconsejarte que busques a ese “maestro Lobogrís” en otra parte o si decirte que me siento honrado por el cumplido.

La mujer se ruborizó, una reacción a la que Vanargand, por otro lado, estaba completamente acostumbrado. A Skadi no le pasó inadvertido el acaloramiento de la chica y sacó instintivamente sus dientes.

—Estas dos personas han preguntado por ti en la entrada —Hizo un ademán escueto hacia ellos con el cuello. Iba encapuchada—. Quieren hablar contigo.

—Yo aún no sé si quiero hablar con ellos, pero… está bien. Adelante.

El escaldo los invitó a que se sentasen con un movimiento de su mano. A pesar del cansancio que lucía su rostro, ojeroso a tenor de la falta de sueño, consiguió hacer un último acopio de fuerzas para componer una sonrisa lo bastante agradable como para resultar convincente.

Skadi no llevó a cabo semejante esfuerzo y se contentó con arrugar la nariz.

El primero en acercarse la mesa y en descorrer una silla le llamó la atención. Iba desgreñado y sus ropas eran harapientas, corroídas por manchas de humedad y de sangre reseca. Vestía cuero y tenía el rostro contraído en una expresión embrutecida. Su barba era muy espesa y estaba tan enmarañada como su pelo negro.

—Lobogrís —lo saludó; su voz estaba agrietada y sonaba al bramido de un animal—. Vengo de las estepas del norte, donde los veranos son tan fríos como el invierno. Soy un cazador que ha oído hablar de tu manada, de cómo derrotasteis a un espectro y de cómo salvasteis la Punta del Vencedor de un temible invento draga…

Skadi dobló las cejas con suspicacia. Había algo que no le gustaba de su olor.

—Hace mucho que no estoy con otros norn, pero he oído hablar de vuestras hazañas y yo también quiero formar parte de ellas.

Vanargand tenía el rostro descompuesto: no se esperaba aquello. El norn había sido educado, más de lo que él había previsto. Sin embargo, había algo en su actitud, felina y calmada, que lo intranquilizaba.

Intercambió una mirada con Skadi y se dio cuenta de que ella compartía su recelo.

—Hay algo que debes saber: durante muchos siglos, nuestra manada se mantuvo en el anonimato y aquellos que empuñaron su estandarte no conocieron gloria alguna —La revelación pareció asombrar a su interlocutor, quien levantó las cejas—. Si lo que estás buscando es renombre, será mejor que vayas a labrarte tu leyenda a otra parte. Nosotros somos la Manada Lobo Invernal, una familia, y actuamos siguiendo unas virtudes rígidas: hacemos lo que es correcto, independientemente de las consecuencias, hasta el punto de sacrificar nuestra vida mortal y nuestra existencia inmortal si eso fuera preciso.

Aquello pareció desalentar al hombretón, quien soltó un gruñido a caballo entre el desdén y la resignación y desvío la vista hacia otro lado.

—Lo que es el interés —rio Skadi. Vanargand puso los ojos en blanco y suspiró.

Su compañero, un membrudo guerrero de músculos atezados y torneados, no dudó en tomar asiento a su lado y en rugir un grito de júbilo. A diferencia del primero, este era mucho más animoso y poseía una sonrisa contagiosa. Su tamaño era descomunal: mediría casi tres metros; era todavía más alto que el escaldo.

—¡Yo soy Thorolf, hijo de Harald! —Se batió el torso desnudo con el puño—. ¡He oído hablar de tus habilidades legendarias, escaldo! ¡En las afueras se cuenta que cuando hablas parece que te poseyera el espíritu del Cuervo, y que las multitudes acuden a ti como si las llamase el aullido del Lobo…!

—Me gusta esta nueva admiradora tuya, Vanargand. Al menos sabe cómo hacerte la pelota.

Skadi le guiñó un ojo al escaldo y le dedicó una sonrisa burlona. Él, que había hecho su cuerpo a los halagos, apenas se inmutó. No obstante, se esforzó por ampliar algo su sonrisa con gratitud.

—… ¡Por eso quiero que relates mi leyenda! ¡Que cuentes cómo derribé una montaña con el guantelete que heredé de mi tatarabuelo por parte de dolyak, que hables de la forma en que provoqué una estampida entre los ciervos que acabó con doscientos Hijos de Svanir y de cómo aplasté a una tribu de grawl al completo blandiendo como única arma el tótem de piedra al que estaban alabando…!

Vanargand se quedó boquiabierto. Por un segundo había creído que Thorolf era un norn medianamente respetable, pero su opinión de él había mudado en menos de un parpadeo: era un embustero. O eso, o un demente.

—Todo eso suena muy bien, Thorolf, pero comprenderás que mi reputación depende de mis historias, y que no puedo otorgarle credibilidad a algo que no he presenciado —Aquellas palabras hicieron que Thorolf pegara un bufido—. Así que, salvo que tengas pruebas o testigos de esos hechos, me temo que he de negarme a contar tu leyenda; el género de la ciencia ficción es uno en el que todavía no he trabajado, pero te prometo que te llamaré si alguna vez estoy interesado en hacer mis pinitos en él.

A Thorolf la mofa le sentó como una patada en los genitales. Se puso en pie hecho una furia, con el rostro enrojecido por la ira, y estampó el puño contra la mesa. Skadi no podía dejar de reír entredientes.

—¡TE EXIJO que lo hagas, escaldo! ¡YO soy el mejor héroe norn de esta generación! ¡Vas a recitar mi saga o te voy a…!

Un estallido en la madera rasgó la atmósfera animada del lugar. Un ladrido se elevó y, en lo que tarda en hendir el cielo un relámpago, un lobo blanco como la nieve cayó sobre Thorolf apretándole la yugular entre las fauces.

El escaldo se levantó de su asiento, con la jarra de cerveza a medio beber en una mano. Dio unos pasos hacia Thorolf.

—Estás tan desesperado porque alguien hable de ti, patético aborto de dolyak, que no te queda otro remedio que amenazar —La voz de Vanargand se oyó fría; dejó sin habla a todos los que estaban contemplando la escena. Ni siquiera Thorolf lo rebatió—. Pues bien, déjame que te diga algo ahora mientras besas el suelo, un lugar mucho más adecuado para las boñigas petulantes de tu condición: voy a darte una oportunidad, porque hoy, pese a que estoy de un humor de perros, me siento magnánimo.

Skoll soltó el cuello del norn. Thorolf estaba petrificado del terror. Y es que, aunque el escaldo no era un norn particularmente fornido, había algo en su tono de voz, había algo en la seguridad de sus movimientos y en su mirada que le causaba pavor.

Se quedó allí tendido y lo escuchó, al igual que todos los huéspedes del Albergue del Lobo.

—¡Muchos de vosotros os proclamáis héroes y juráis que vuestras gestas riegan de relatos las heredades y que resuenan como tormentas en los mismísimos salones de la Niebla…! Habláis muy alto y en exceso, pero, ¿cuántos de entre vosotros podéis sostener esas historias con los hechos?

«¡Estoy harto de oír una y otra vez la misma cantinela; de leyendas forjadas de la noche a la mañana y de falsos ídolos! Si tenéis cojones, más os vale que escuchéis mis palabras, pues yo os desafío a que os midáis en una prueba: ¡os reto a un Campeonato de Leyendas para determinar quién de entre vosotros es un verdadero héroe!»

«En el pasado celebrábamos cacerías para comprobar nuestra capacidad; sin embargo, las bestias no tienen la culpa de que la mitad de vosotros seáis unos cobardes y la otra mitad unos mentirosos sin reparos. Así que demostrad que me equivoco en una competición de otra índole: ¡pelead en el Campeonato!»

«Solo habrá dos reglas en el Campeonato: las batallas durarán hasta que uno de los contrincantes caiga al suelo y no se utilizarán armas con filo, salvo aquellas que hayan sido previamente embotadas. El uso de hechizos no me importa en la medida en que sus efectos no sean tan devastadores como los que origina un acero cortante.

«Otorgaré dos premios, pues habrá dos categorías: la primera de ellas, la tradicional, se dirimirá por el resultado de los combates en una tabla eliminatoria; la segunda, la menos convencional, se decantará por la opinión del público. ¡Aquellos que os observen decidirán si vuestro estilo de lucha es digno de ser considerado legendario, independientemente de si habéis ganado o perdido la liza!»

«A aquellos que ganen les depararé un obsequio, y, si me siento inspirado, una composición que prevalecerá en los cantares de los escaldos durante los próximos doscientos años. Así que haced que se corra la voz como el aullido de los lobos, pues no haré distinción alguna por profesión, oficio, raza o género.»

«¿Codiciáis la gloria? ¡PROBAD QUE LA MERECÉIS!»

Vanargand se marchó airado del Albergue del Lobo, acompañado por su escolta de lobos y por Skadi, quien iba a su zaga y siguiéndolo al trote.

Estaba preocupada, pero no daría voz a su turbación hasta estar bien lejos de la presencia de los demás.

—Te han tensado las cuerdas, ¿verdad?

El escaldo la miró a los ojos y asintió con un cabeceo pesado. Resopló profundamente y sacudió el cuello.

—Me han apretado tanto las clavijas que mis cuerdas han estado al límite, Skadi —le contestó, tratando de armonizar la voz—. No podía soportar por más tiempo tanto fanfarroneo sin sentido, ni tampoco tanto parasitismo de fama y proezas.

—Podrías haberlo dejado estar —sugirió ella—, no tenías por qué haber convocado el Campeonato. Aunque, para serte sincera, yo tengo muchas ganas de participar.

Skadi le enseñó su mejor sonrisa, plagada de dientes de aspecto feroz. Vanargand se frotó la frente con los dedos y profirió una exhalación cargada.

—No, en el fondo he hecho bien. Me han dado la excusa perfecta; nos han dado la excusa perfecta —Skadi enarcó una ceja—. De alguna manera teníamos que prepararnos para lo que está por venir…

La lección de la manada

Esta historia habla del lance de una manada que atravesó los valles y los páramos helados de las Colinas del Caminante para llegar a una tierra de promisión.

Cuando la comida empezó a escasear y la manada sintió el hambre agujereando sus estómagos, su líder, el alfa, notó que era el momento de dejar atrás el viejo cubil.

De este modo, reunió a los hijos de sus camadas anteriores, a aquellos lobos solitarios que se habían agregado a su grupo, a su hembra y a sus betas, y emprendió con ellos la marcha en dirección adonde había visto dirigirse al clan de los venados: rumbo al sur.

Tuvieron que atravesar tormentas de nieve terroríficas y aludes; se enfrentaron al frío de la intemperie y al hambre. Y cuando por fin hubieron cubierto muchas millas de distancia, se toparon con un bosque de aspecto decrépito y horrible.

Los árboles estaban muertos y alzaban sus extremidades hacia las estrellas en poses retorcidas y malignas. Nada podía verse a través de esa maraña de ramas escuálidas y no se oía otra cosa salvo el canto ocasional de algún búho.

Cuando llegaron a la entrada de la espesura, un ser alado los sorprendió.

—¡Dad media vuelta, lobos! —graznó un cuervo desde lo alto de una rama—. ¡Dad media vuelta y regresad por vuestro camino! Si seguís adelante, tendréis que escoger uno de dos sentidos; si os equivocáis, perdido estará vuestro destino.

El alfa ladró y el cuervo batió las alas con sorna.

—¡Tú conoces los dos senderos, cuervo! —le aulló—. Dinos cuál de ellos es el correcto y así nos evitarás el sufrimiento. ¡Llevamos con nosotros cachorros de apenas un año de edad!

Pero el cuervo lo miró con sus ojos como piedras de ónice y negó con la cabeza.

—Gané mi sabiduría al ser capaz de elevarme por encima de las cabezas de lobos y de los ciervos por igual —replicó—. Si queréis cruzar este bosque, tendréis que demostrar una sabiduría par.

El alfa comprendió entonces que el cuervo no les daría una mísera pista. Bufó y se volvió hacia su manada. Juntos diseñaron un plan: él y dos lobos más tomarían una bifurcación; otros tres lobos caminarían por la otra. Al cabo de unas horas volverían con el resto para informar de los peligros y entonces decidirían cómo proceder.

Y así pasaron diez horas y el alfa y su avanzadilla regresaron sin ningún percance. Esperaron tres, cuatro y hasta seis horas más, pero no recibieron noticias de los demás. Al alfa, apenado, no le quedaba otro remedio que partir.

—El sendero de la izquierda es el correcto —gruñó al cuervo.

—¿Cómo lo has adivinado? ¡Vosotros, los lobos, no podéis acceder al conocimiento de los cielos!

—No, pero poseemos la sabiduría de la tierra y la astucia de la manada.

El cuervo entendió rápido lo que había pasado. Irritado, pero también asombrado, agachó el cuello en señal de reverencia y se alejó volando como alma que lleva el viento.

La manada prosiguió con su marcha a través de la floresta de árboles podridos. No tardó demasiado en advertir la presencia de otra criatura; un ser sibilino y cauteloso que los observaba desde los matorrales.

—Sal de ahí, predador, seas quien seas —rugió el alfa—. Hoy no nos vas a cenar a ninguno de nosotros.

—Soy la sombra en la nieve; soy la zarpa en la oscuridad. Soy la cazadora que salta entre los árboles. Soy fuerte, ágil y letal —dijo—. Ninguno de vosotros podéis derrotarme. Habéis entrado en mis dominios y ahora vais a morir.

Empero la manada no se amedrentó. Con el alfa en cabeza y el beta en la cola, retomaron su travesía, vigilantes de la criatura que los acechaba; en medio desfilaban los cachorros, protegidos por sus mayores.

De repente, un grito hendió la atmósfera; en un relámpago blanco, el cazador misterioso, había derribado a uno de los suyos. Pero tan pronto como sus zarpas se posaron en su yugular, tres lobos se arrojaron encima de él y lo sujetaron por el gaznate.

Era un felino de piel nívea y moteada. Miraba con ojos entornados a sus agresores.

—Eres una bestia taimada y mortífera, pero estás sola y tu poder no puede compararse al nuestro —le espetó el alfa—. Podríamos destriparte aquí y ahora, pero la existencia a la que estás condenada es mucho peor.

Los lobos la liberaron del estrangulamiento y la pantera de las nieves se puso en pie de un brinco. Su mirada destilaba furia, así como un respeto que nacía del miedo. No tardó en internarse en la foresta y en desaparecer fundiéndose con la penumbra.

La pantera de las nieves no volvió a mostrarse en los días venideros. Se había llevado un escarmiento.

Al cabo de una semana, la selva moribunda dio paso a una hondonada fértil donde la hierba se ensanchaba como un tapiz a lo largo de la tierra. A lo lejos se veía el movimiento de otros animales y el bullicio que armaban los ciervos al balar.

Durante horas, los lobos se deleitaron con el olor de los árboles, con el aroma de las flores que salpicaban el suelo y con la esencia de los animales que habitaban en aquellas latitudes. Y no tardaron en descubrir las pisadas de los ciervos.

Sin embargo, había alguien que había reparado en su llegada. Una fiera descomunal se aproximó a ellos haciendo temblar la tierra: su pelambre era negra, sus ojos vacíos y su morro estaba partido a causa de una herida.

La osa llegó al calvero donde se agrupaba la manada y bramó en tono intimidatorio:

—¡Lobos, habéis llegado a mis terrenos! ¡Dad la vuelta! No habrá hospitalidad para vosotros aquí.

—Venimos de muy lejos, osa —explicó el alfa, tratando de eludir un enfrentamiento—. Tenemos cachorros a los que alimentar, igual que tú. Aquí la comida es abundante y hay caza de sobra para todos.

—No voy a poner en peligro a mis crías, lobos —respondió ella—. Yo soy la más fuerte y me obedeceréis, o tendré que mataros.

El alfa sabía que probablemente la manada podría vencer a la osa atacándola al unísono. No obstante, no quería arriesgar las vidas de los suyos, así que diseñó una artimaña y rezó para que tuviera éxito.

—Entonces, te propongo un desafío, madre osa: midámonos en una cacería. Aquel que abata a más ciervos se quedará con estas tierras.
 
La osa lo meditó por unos segundos y luego aceptó.

Los lobos y la osa tomaron direcciones distintas y comenzaron a seguir el rastro de los venados, que habían arribado hacía poco a la región. La osa tomó la vía más directa y se encaró con el grupo de herbívoros frontalmente, lista para acabar con sus vidas.

Empero lo que la osa no sabía es que había llegado la temporada de celo para los ciervos, y es que los machos ciervos, de grandes y afiladas astas, se tornan muy agresivos y están dispuestos a defender a su rebaño hasta las últimas consecuencias.

Al hacerles frente ella sola, la osa quedó gravemente herida por una cornada.

Los lobos la encontraron por la noche, de vuelta a sus hogares. Para ellos la cacería había sido fructífera, pues no se habían anticipado y habían actuado en equipo. Llevaban los buches llenos de carne para las crías.

—Habéis ganado, lobos —admitió ella con un suspiro pesado—. Estas tierras son vuestras. Sois mucho más poderosos que yo.

Pero entonces, el alfa regurgitó la carne que había engullido y la dejó junto al morro de la osa. Otro de los lobos hizo lo mismo. Y durante días, la manada se dedicó a nutrirla a ella y a sus oseznos; así hasta que la madre osa se recuperó del todo.

—¿Por qué lo habéis hecho? —preguntó la osa—. Podríais haber controlado toda la caza. Habríais sido los señores del valle y nunca os habría faltado el alimento.

Los lobos sostuvieron en ella la mirada un largo tiempo. Entonces, su alfa se adelantó.

—Todo este viaje, la razón por la que vinimos desde el norte, se debe a los más débiles de nuestra manada —le dijo—. Sabemos lo que es tener una familia de la que cuidar.

Moraleja:

Aunque haya peligros que deban ser sorteados mediante la sabiduría, el sigilo o el coraje, necesitamos a nuestra manada, a las personas que nos rodean, porque ellas suplen nuestras carencias.

Esa es la lección de la manada.

domingo, 11 de agosto de 2013

El hijo del glaciar

Hace muchos años al sur de las Picoescalofriantes nació un chiquillo: tenía la piel pálida, las extremidades temblorosas y no dejaba de toser. A menudo tenía fiebres y sufría cólicos, y a pesar de estar envuelto en una mortaja de pieles, ni siquiera eso conseguía alejar las convulsiones de su frágil cuerpecillo.

Sus padres, preocupados, viajaron a Hoelbrak para consultar a los chamanes por el futuro incierto de su hijo. Y preguntaron en el Albergue del Lobo, en el de la Osa y en el de la Pantera de las Nieves; en todos ellos, la réplica fue la misma: los chamanes se apiadaban, pero solo podían concederle sus bendiciones al neonato.

No obstante, la respuesta que les dio el chamán del Cuervo fue distinta. Les dijo:

—Al norte, en las montañas, existe un valle perdido que no ha sido hollado por pies mortales en más de cien años. Id allí y los espíritus pondrán a prueba vuestra determinación; si tenéis éxito, ellos curarán a vuestro vástago.

Al saber que se trataba de una escalada peligrosa, y su madre había dado a luz hacía poco, fue el padre quien tomó la iniciativa y decidió llevar a cabo en solitario la travesía. Se despidió de su mujer y de su heredero y guardó en su petate los útiles de escalada para subir con ellos las pendientes resbaladizas de las Picoescalofriantes.

Trepó durante días y pasó hambre, frío y sed. Se vio obligado a descongelar el hielo partiéndolo en trocitos con su hacha. Agotó las raciones secas que había almacenado y entonces tuvo que contentarse con comer roedores e insectos.

Al fin, cuando llegó al valle prometido, estaba físicamente exhausto, pero espiritualmente pletórico. Las colinas formaban ante él un relieve hermoso: el verde valle acogía los santuarios monumentales de los cuatro grandes espíritus de la naturaleza, abandonados allí por los pioneros fundadores de Hoelbrak.

Feliz, bajó la escarpa que lo separaba del primer altar, el del Cuervo, y se decidió a rogarle a él por el bienestar de su heredero. Se agachó frente al busto descomunal de madera que era la efigie del Cuervo y le oró.

—¡Oh, Cuervo! —lo llamó con voz firme—. ¡Tú que surcas los cielos y que sabes las verdades escritas en el viento y en la Niebla! Por favor, ¡dime cómo puedo sanar a mi hijo! ¡Te lo ruego! ¡Ayúdame!

Un cuervo se plantó en la representación del tótem y graznó para contestarle.

—Lo siento, pero el mal que afecta a tu hijo está más allá de mis conocimientos. No puedo hacer nada, salvo aconsejarte que seas sabio y que vuelvas a casa para despedirte de él antes de que sea tarde.

Pero su padre no se rindió. Dejó el santuario a toda prisa, molesto, y se dirigió con presteza al de la Pantera de las Nieves. Allí se postró y rezó con voz suplicante:

—¡Pantera de las Nieves, te imploro que tengas piedad! —la invocó—. Tú que acechas en las sombras, que ríes y que lloras, dame una solución para la dolencia que aflige a mi hijo.

Durante unos segundos no se oyó voz alguna. Al cabo de unos minutos, una silueta gatuna salió de la espesura y se acercó al norn enseñándole los dientes.

—Podría ayudarte a consumar tu venganza contra la Osa o contra el Lobo por haberle entregado a tu familia un heredero enfermo, pero no puedo curarlo —se negó—. Ahora, márchate de aquí.

El norn estuvo tentado de ensartar con su lanza a la pantera de las nieves por la mitad, pero se contuvo y dejó su hogar intacto. Se fue por donde había llegado y se encaminó al santuario del espíritu que era el patrón de las familias y de los desvalidos: el Lobo.

Se arrodilló en hinojos hasta que su cabeza rozó el suelo y entonces hizo su petición:

—¡Lobo, por favor, alivia mi pesar! Mi hijo está enfermo y morirá dentro de poco. ¡Dime cómo puedo salvarlo, tú que cuidas de los tuyos y que proteges a tus camadas!

El lobo no tardó en aparecer. Se aproximó al norn y le lamió la mejilla con afecto.

—Lo siento, pero no conozco un remedio que pueda ayudar a tu hijo —le dijo con una voz cargada de lástima—. Solo puedo darte ánimos y hacerte una advertencia para el futuro: si sigues por este camino, este viaje te costará la vida.

El norn, enrojecido por el llanto pero agradecido por las palabras gentiles del lobo, le acarició la testa y se puso en pie. Sabía adónde debía dirigirse. Ya solo quedaba un santuario y con él un espíritu al que suplicar.

Una enorme madre oso lo esperaba sentada frente al último de los tótems del valle.

—Te he estado esperando desde el momento en el que pusiste un pie en este valle —le confesó la osa—. Conozco la forma mediante la que puedes salvar a tu hijo, pero conlleva un gran sacrificio. Deberás trepar a la cima más alta que corona este valle y gritar allí tu nombre: eso despertará la magia antigua del lugar y hará que un poderoso hechizo restaure la salud de tu prole.

El norn no lo dudó un instante. Armado tan solo de su coraje y de sus instrumentos de escalada, emprendió el ascenso hacia el picacho más empinado del lugar. Y trepó durante quince días y quince noches sin parar.

En la subida a la cima, sufrió un frío atroz y un hambre horrible. En cierto momento empezó a comerse el cuero de las mudas de ropa que llevaba consigo, pues no encontró otra cosa que echarse a la boca.

Y mientras tanto, en Hoelbrak, su esposa y el chamán del Cuervo rezaban por su retorno. Pues pasaban los días y las semanas, y él no regresaba.

Por fortuna, un día el pequeño comenzó a respirar mejor y se libró de la fiebre. Recobró el apetito y el color rosado de la piel. El chamán también notó la mejoría y, extrañado, decidió consultar a las divinidades.

Salió al exterior del Albergue del Cuervo y dirigió una plegaria a los cuatro espíritus de la naturaleza. El viento del norte, gélido e intenso, llevaba consigo el eco de una voz: «Jokull», le susurró.

Y el chamán supo de inmediato lo que había ocurrido. Jokull había muerto congelado.

—Tu esposo está allí —Señaló a la cumbre más alta de entre las montañas que envolvían el norte de Hoelbrak—. Ha ofrecido su vida para que vuestro retoño pueda vivir.
 
La mujer lloró de alegría y de pena al mismo tiempo. Su hijo crecería fuerte, duro y frío. Como un glaciar.

Moraleja:

Solo el amor más firme y duradero es capaz de llevar a cabo el mayor de los sacrificios.

viernes, 2 de agosto de 2013

Cuarto informe: Un Sueño sin Sueños

Día 57 de la estación del Céfiro del año 1326.

Estos últimos días me he dedicado infructuosamente a inspeccionar las extensiones del Pantano de Wychmire, desde Falias Thorpe hasta X, el asentamiento de la Guardia del León. No hay una sola pista que revele el paradero del Fantasma de Wychmire; en cambio, sí que ha dejado evidencias, y muy abundantes, tras de sí: cuerpos, de cortesanos en esta ocasión.

Estaban tendidos en el suelo como si durmiesen; el rencor y la añoranza que deforman sus expresiones habían desaparecido. Daban pena, sí, y también terror. Pese a esto, no cometeré el error de pensar que el Fantasma de Wychmire es un aliado, como todos promulgan. El Fantasma de Wychmire es un asesino que aún no ha descubierto su vocación en la Corte de la Pesadilla. Tal vez se trate de un usurpador del trono de espinas.

Enfilé al sur y crucé el Mercado de Mabon en ruta a la Isla del Llanto. Lo cierto es que los inaudibles me intranquilizan, tanto o más que los cortesanos de las Pesadillas. A estos últimos los ves llegar y sabes que te profesan un odio indecible, pero nunca sabes qué esperar de un inaudible. Sin embargo, estaba obligada a recurrir a ellos.

Me recibieron con más hospitalidad de la que me esperaba. Pensé que serían fríos como una piedra, pero en realidad se parecen más de lo que creía a nosotros, los Soñadores. Tras hacer algunas preguntas, una de ellos se ofreció gentilmente a responder mis dudas. Dijo que había pasado un pimpollo por allí armando un escándalo considerable y al minuto supe que era él: el superviviente de la Siega.

La inaudible tenía por nombre Dallan. Perdió la capacidad de la vista en un encuentro desafortunado con la Corte de la Pesadilla y desde entonces se había sometido a un riguroso entrenamiento para no caer en sus garras. Afirmaba haber sufrido pesadillas con regularidad; dijo que no encajaba en ningún lugar hasta que encontró su hueco entre los inaudibles. Ellos la cuidaron y la enseñaron a mantener a rajatabla ese dolor. A no sucumbir a él.

Lo cierto es que su testimonio me emocionó: no me esperaba tamaño sacrificio por parte de un inaudible. Pensaba que no eran más que cobardes que querían escapar de la Pesadilla por la vía rápida: alejándose de todos y renunciando a su vínculo con el Sueño y con la Madre Árbol. Quizá, después de todo, me equivocase con ellos.

Dallan acogió bajo su tutela al pimpollo. Nunca le dijo su nombre, pero a ella tampoco le hacía falta. Lo llamó Faelan, pequeño lobo, como su primera mascota, un precioso sabueso sylvano que falleció durante su encontronazo con los cortesanos. Decía que le recordaba a él: inquieto, caprichoso, pero sorprendentemente listo y sensible. Lo instruyó durante unas semanas hasta que una noche, tras una explosión de ira particularmente fuerte, Faelan desapareció sin dejar rastro.

Me llevó a sus aposentos y me mostró algo: un fetiche, pensé yo; un artefacto con el que se aseguraba de que su pupilo no se veía abrumado por la Pesadilla. Aseguró que era un atrapasueños, que era una obra de artificiería y que su función consistía en capturar las pesadillas para que no afectasen a los sylvari durmientes. Pero además, el atrapasueños tenía un secreto: bajo un cierto conjuro que no me enseñó, uno podía experimentar las mismas sensaciones que la persona que había tenido el sueño. En otras palabras: podía guardar un sueño para que luego otros pudieran observarlo.

La interrogué a fondo sobre Faelan, empero me contestó con evasivas. No pudo verlo, obviamente, ya que estaba ciega, y el resto del poblado tampoco se acuerda de él; era reservado y apenas se relacionaba con nadie que no fuera Dallan.

En lugar de seguir respondiendo a mi interrogatorio, Dallan me animó a que probase algo. Me pidió que me tumbase y me garantizó que estaría bien. Iba a brindarme una visión, una perspectiva única sobre el Fantasma de Wychmire: la visión de sus sueños. Eso me dejó patidifusa, ya que el superviviente que encontramos fue hallado en un Sueño sin Sueños; no obstante, Dallan me juró que lo comprendería todo después del ritual.

Lo prometió y aún la maldigo por ello. A pesar de todo, he adjuntado a este informe el resumen de la que fue mi experiencia. Esa bruja inaudible no me tradujo el significado de lo que presencié en el sueño, pero algún día confío en que llegaré a entenderlo todo.

Nota al pie: Al escribir varias horas después lo ocurrido aún estaba algo afectada por las drogas que me proporcionó esa mujer. Si parece que deliro en algunos renglones es justificable. Más tarde aprendí que algunos inaudibles jóvenes toman analgésicos para atenuar su percepción empática, pero no creí que yo correría esa misma suerte.

«Todavía no puedo creerlo.

Fue como volver a mi Sueño de Sueños: esa sensación de inmersión y de envoltura, suave y cálida, que sientes cuando te consume el trance más profundo y el Sueño te llama. Todo empezó así: las paredes verdes de la habitación se ensombrecieron y todo a mi alrededor parecía girar, mientras yo me precipitaba como una gota de rocío que se escurre por una hoja hasta rozar la superficie de un estanque. Cuando puse el pie en aquel lecho de césped, mullido, esponjoso y fragante, pensé que aquel hechizo era un milagro.

Abrí los párpados y lo vi todo, pero no como quien ve las cosas desde unos ojos vacíos que han perdido la capacidad para asombrarse; lo vi todo como era en realidad. Los inmensos ekku se bamboleaban al son del viento con vida propia y me saludaban con sus ramas; las briznas de hierba bajo mi peso se doblaban y chillaban canciones de alegría estival; el sol despedía un reflejo tan cegador y optimista que no podía mantener en él quieta la mirada; y las nubes, oh, las nubes, parecían carruseles de fantasía: adoptaban siluetas extrañas y jugaban a perseguirse en la bóveda celeste como dos pimpollos recién nacidos.

Lo primero que sentí fue incredulidad. Una persona tan macabra como el Fantasma de Wychmire no podía albergar dentro de sí tanta belleza, tanta fastuosidad. Pero ¿y si me había confundido con él? ¿Y si era la víctima y no el verdugo? Al menos sospechaba que había sobrevivido y que estaba siguiendo sus pasos en la dirección correcta.

Quise caminar, pero no podía moverme. Posiblemente aquella fuera una de las limitaciones de la magia del atrapasueños: estaba vinculada a un cuerpo que… no era mío del todo. Me miré las manos y no iba armada con mis guanteletes, sino que las tenía desnudas. Yo, Caileen, no era la protagonista de aquel sueño; era Faelan. Me había convertido en él. ¿Hasta dónde llegaba el alcance de nuestro vínculo? ¿Podría sentir lo que él sintió?

La réplica no se hizo esperar: empezamos a correr como alma que lleva la Pesadilla hacia la selva que se extendía frente a nosotros. Había urgencia en mis movimientos; jadeaba por el esfuerzo mientras procuraba poner pies en polvorosa por todos los medios posibles. Las sensaciones que me llegaban de Faelan eran vagas, pero sabía lo suficiente sobre los sylvari como para suponer que Faelan estaba huyendo de algo…

Me giré y lo vi detrás de ti: el cielo algodonado y pintado de azul celeste se había escurecido; una mancha persistente de sangre comenzaba a empaparlo desde lo más alto de la cúpula hasta lo más bajo. En el horizonte, el sol rojizo se había puesto. Se había transformado en un monumento lánguido que en lugar de transmitir calor y luz tan solo despedía frialdad.

Entonces me fijé en el suelo: la hierba que me había jaleado con alborozo anteriormente ahora gritaba. Gritaba de pena, de rabia y de tormento. La sentí vibrar y me estremecí. Poco a poco, la tierra iba muriendo a mis espaldas: las briznas daban paso a espinas retorcidas y raquíticas y el humus fértil y negro cobraba una tonalidad grisácea y enfermiza.

Polvo. Caminaba sobre polvo y el viento aullaba, arrojándome su beso ceniciento a la cara.

Sin ser consciente de ello me había internado en un bosque. La atmósfera estaba taponada por las ramas descomunales de los ekku, más grandes y más ominosos que antes. Ahora sus extremidades no bailaban obedeciendo al compás del aire, sino que se alabeaban y se encrespaban como las garras de un predador; me impedían ver los últimos rayos del sol moribundo que bañaban la tierra. Me privaban de luz y me dejaban sola. Sola y abandonada.

No recuerdo cuándo tiempo deambulé en aquella negrura, tan solo perseguida por los crujidos resecos de la madera y por el soplido helado del cierzo. Temblé, pero no había nadie para abrigarme. Temí, pero nadie podía consolarme. Solo me quedaba un camino: a lo lejos se advertía claridad, un halo de luminosidad muy tenue pero lo bastante fuerte.

Era un calvero acariciado por el resplandor de la luna en medio de la penumbra. Lo percibía con más detalle cuanto más me acercaba, hasta que llegó un momento en el que no pude reprimir mi ilusión y corrí apremiado, temiendo que aquel festival no fuera nada sino un espejismo; un fuego fatuo.

Pero era de verdad. Llegué al calvero y dejé que el fulgor de la luna calentase mis brazos y mi alma. Por poco lloro de la alegría; estoy segura de que lo habría hecho de no ser por lo que vi a continuación. Había alguien más en aquel jardín; alguien o algo más. Era un tallo verde, tímido y efímero, que se enroscaba al crecer para absorber la luz solar. Lo vi y me reí, y aquel sonido, aun sin ser mío del todo, se me antojó la canción más bella que había oído jamás.

Me arrodillé a los pies de aquel brote y compartí mis carcajadas con él. Él me los devolvió; o tal vez debería decir ella, porque su risita era musical como la voz de una mujer. La flor eclosionó y me enseñó sus pétalos y su pistilo; era de un intenso color lavanda y profería un aroma dulzón y embriagador que se adueñó instantáneamente de mis sentidos. No pude controlarme y la abracé; me encaramé a ella y me aferré desesperado, como si fuera la única onza de bondad que había visto en toda mi vida. Pero entonces algo cambió.

La brisa dejó de ulular y el césped que cubría el vergel dejó de ondular. Todo se quedó congelado, inmóvil y tieso; las voces de la naturaleza enmudecieron. Yo aún reía, pensando que aquella tensión no era más que una pausa en la melodía interminable del bosque, pero noté algo inusual: la flor de lavanda ya no se solazaba conmigo. Abrí los ojos y entonces la vi llorar.

Fue desgarrador. Me aparté de ella, compungida; recuerdo que me sentía culpable. La flor sollozaba con un timbre tan sutil como el aleteo de una mariposa. No comprendo muy bien qué pasó después de eso: yo me tiré al suelo, embargado por el pesar, y supliqué, pero la flor seguía llorando. Y con cada lágrima de rocío que descendía por sus pétalos, una parte de ella se marchitaba. Al final, su pena fue tan honda que la consumió entera, dejando tan solo su cáliz decrépito como testimonio de lo que una vez fue la visión más hermosa de mi vida.

Enloquecí. Me oí chillar. Eran alaridos de impotencia, alaridos de terror y de furia. Me di la vuelta y busqué una escapatoria, pero el jardín se había evaporado. Estaba de nuevo en el bosque, sola a excepción de los cientos de ekku que me contemplaban con indignación desde sus troncos. Tenían rostros terribles tallados en su corteza, con muecas de desdén, de repulsión y de reprobación; y sus ojos, aquellos agujeros vacuos y podridos, se clavaban fijamente en mí. Me miraban pacientes. Me juzgaban.

No sé qué pasó a continuación. Algo horrible y verdoso surgió como cuchillas de la punta de mis dedos: los ekku se descompusieron y se desplomaron en una cadencia de estrepitosos golpes secos, desatando en mi interior un vacío desolador. Y cuando ya no había nada más, entonces me topé con él. Lo conocía, pero no sabía de qué. Lo había sentido antes, había reparado en él de soslayo. Siempre había estado ahí.

Dirigió su mano hacia mí y de repente comencé a sentirme muy débil y fatigada. No sonreía. No había cólera ni abatimiento en su mirada. Y en cambio, el sopor ganaba en su lucha contra mí por momentos.

Me postré derrengada, en hinojos, y poco tardé en caer planchada a la tierra inerte. No estaba muerta, pero no soñaba. Estaba viva, pero no podía moverme. Era un Sueño sin Sueños. Lo oía, lo sentía y lo olía: llevaba consigo el hedor inconfundible de la putrefacción. Estaba junto a mí; lo sentía respirar…
 
Cuando abrí los ojos estaba de vuelta en la Isla del Llanto. Me incorporé y llamé a Dallan, pero no estaba por ninguna parte. Nunca me he sentido más sola y perdida en toda mi vida como en aquel preciso instante.»