domingo, 11 de agosto de 2013

El hijo del glaciar

Hace muchos años al sur de las Picoescalofriantes nació un chiquillo: tenía la piel pálida, las extremidades temblorosas y no dejaba de toser. A menudo tenía fiebres y sufría cólicos, y a pesar de estar envuelto en una mortaja de pieles, ni siquiera eso conseguía alejar las convulsiones de su frágil cuerpecillo.

Sus padres, preocupados, viajaron a Hoelbrak para consultar a los chamanes por el futuro incierto de su hijo. Y preguntaron en el Albergue del Lobo, en el de la Osa y en el de la Pantera de las Nieves; en todos ellos, la réplica fue la misma: los chamanes se apiadaban, pero solo podían concederle sus bendiciones al neonato.

No obstante, la respuesta que les dio el chamán del Cuervo fue distinta. Les dijo:

—Al norte, en las montañas, existe un valle perdido que no ha sido hollado por pies mortales en más de cien años. Id allí y los espíritus pondrán a prueba vuestra determinación; si tenéis éxito, ellos curarán a vuestro vástago.

Al saber que se trataba de una escalada peligrosa, y su madre había dado a luz hacía poco, fue el padre quien tomó la iniciativa y decidió llevar a cabo en solitario la travesía. Se despidió de su mujer y de su heredero y guardó en su petate los útiles de escalada para subir con ellos las pendientes resbaladizas de las Picoescalofriantes.

Trepó durante días y pasó hambre, frío y sed. Se vio obligado a descongelar el hielo partiéndolo en trocitos con su hacha. Agotó las raciones secas que había almacenado y entonces tuvo que contentarse con comer roedores e insectos.

Al fin, cuando llegó al valle prometido, estaba físicamente exhausto, pero espiritualmente pletórico. Las colinas formaban ante él un relieve hermoso: el verde valle acogía los santuarios monumentales de los cuatro grandes espíritus de la naturaleza, abandonados allí por los pioneros fundadores de Hoelbrak.

Feliz, bajó la escarpa que lo separaba del primer altar, el del Cuervo, y se decidió a rogarle a él por el bienestar de su heredero. Se agachó frente al busto descomunal de madera que era la efigie del Cuervo y le oró.

—¡Oh, Cuervo! —lo llamó con voz firme—. ¡Tú que surcas los cielos y que sabes las verdades escritas en el viento y en la Niebla! Por favor, ¡dime cómo puedo sanar a mi hijo! ¡Te lo ruego! ¡Ayúdame!

Un cuervo se plantó en la representación del tótem y graznó para contestarle.

—Lo siento, pero el mal que afecta a tu hijo está más allá de mis conocimientos. No puedo hacer nada, salvo aconsejarte que seas sabio y que vuelvas a casa para despedirte de él antes de que sea tarde.

Pero su padre no se rindió. Dejó el santuario a toda prisa, molesto, y se dirigió con presteza al de la Pantera de las Nieves. Allí se postró y rezó con voz suplicante:

—¡Pantera de las Nieves, te imploro que tengas piedad! —la invocó—. Tú que acechas en las sombras, que ríes y que lloras, dame una solución para la dolencia que aflige a mi hijo.

Durante unos segundos no se oyó voz alguna. Al cabo de unos minutos, una silueta gatuna salió de la espesura y se acercó al norn enseñándole los dientes.

—Podría ayudarte a consumar tu venganza contra la Osa o contra el Lobo por haberle entregado a tu familia un heredero enfermo, pero no puedo curarlo —se negó—. Ahora, márchate de aquí.

El norn estuvo tentado de ensartar con su lanza a la pantera de las nieves por la mitad, pero se contuvo y dejó su hogar intacto. Se fue por donde había llegado y se encaminó al santuario del espíritu que era el patrón de las familias y de los desvalidos: el Lobo.

Se arrodilló en hinojos hasta que su cabeza rozó el suelo y entonces hizo su petición:

—¡Lobo, por favor, alivia mi pesar! Mi hijo está enfermo y morirá dentro de poco. ¡Dime cómo puedo salvarlo, tú que cuidas de los tuyos y que proteges a tus camadas!

El lobo no tardó en aparecer. Se aproximó al norn y le lamió la mejilla con afecto.

—Lo siento, pero no conozco un remedio que pueda ayudar a tu hijo —le dijo con una voz cargada de lástima—. Solo puedo darte ánimos y hacerte una advertencia para el futuro: si sigues por este camino, este viaje te costará la vida.

El norn, enrojecido por el llanto pero agradecido por las palabras gentiles del lobo, le acarició la testa y se puso en pie. Sabía adónde debía dirigirse. Ya solo quedaba un santuario y con él un espíritu al que suplicar.

Una enorme madre oso lo esperaba sentada frente al último de los tótems del valle.

—Te he estado esperando desde el momento en el que pusiste un pie en este valle —le confesó la osa—. Conozco la forma mediante la que puedes salvar a tu hijo, pero conlleva un gran sacrificio. Deberás trepar a la cima más alta que corona este valle y gritar allí tu nombre: eso despertará la magia antigua del lugar y hará que un poderoso hechizo restaure la salud de tu prole.

El norn no lo dudó un instante. Armado tan solo de su coraje y de sus instrumentos de escalada, emprendió el ascenso hacia el picacho más empinado del lugar. Y trepó durante quince días y quince noches sin parar.

En la subida a la cima, sufrió un frío atroz y un hambre horrible. En cierto momento empezó a comerse el cuero de las mudas de ropa que llevaba consigo, pues no encontró otra cosa que echarse a la boca.

Y mientras tanto, en Hoelbrak, su esposa y el chamán del Cuervo rezaban por su retorno. Pues pasaban los días y las semanas, y él no regresaba.

Por fortuna, un día el pequeño comenzó a respirar mejor y se libró de la fiebre. Recobró el apetito y el color rosado de la piel. El chamán también notó la mejoría y, extrañado, decidió consultar a las divinidades.

Salió al exterior del Albergue del Cuervo y dirigió una plegaria a los cuatro espíritus de la naturaleza. El viento del norte, gélido e intenso, llevaba consigo el eco de una voz: «Jokull», le susurró.

Y el chamán supo de inmediato lo que había ocurrido. Jokull había muerto congelado.

—Tu esposo está allí —Señaló a la cumbre más alta de entre las montañas que envolvían el norte de Hoelbrak—. Ha ofrecido su vida para que vuestro retoño pueda vivir.
 
La mujer lloró de alegría y de pena al mismo tiempo. Su hijo crecería fuerte, duro y frío. Como un glaciar.

Moraleja:

Solo el amor más firme y duradero es capaz de llevar a cabo el mayor de los sacrificios.

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