viernes, 2 de agosto de 2013

Cuarto informe: Un Sueño sin Sueños

Día 57 de la estación del Céfiro del año 1326.

Estos últimos días me he dedicado infructuosamente a inspeccionar las extensiones del Pantano de Wychmire, desde Falias Thorpe hasta X, el asentamiento de la Guardia del León. No hay una sola pista que revele el paradero del Fantasma de Wychmire; en cambio, sí que ha dejado evidencias, y muy abundantes, tras de sí: cuerpos, de cortesanos en esta ocasión.

Estaban tendidos en el suelo como si durmiesen; el rencor y la añoranza que deforman sus expresiones habían desaparecido. Daban pena, sí, y también terror. Pese a esto, no cometeré el error de pensar que el Fantasma de Wychmire es un aliado, como todos promulgan. El Fantasma de Wychmire es un asesino que aún no ha descubierto su vocación en la Corte de la Pesadilla. Tal vez se trate de un usurpador del trono de espinas.

Enfilé al sur y crucé el Mercado de Mabon en ruta a la Isla del Llanto. Lo cierto es que los inaudibles me intranquilizan, tanto o más que los cortesanos de las Pesadillas. A estos últimos los ves llegar y sabes que te profesan un odio indecible, pero nunca sabes qué esperar de un inaudible. Sin embargo, estaba obligada a recurrir a ellos.

Me recibieron con más hospitalidad de la que me esperaba. Pensé que serían fríos como una piedra, pero en realidad se parecen más de lo que creía a nosotros, los Soñadores. Tras hacer algunas preguntas, una de ellos se ofreció gentilmente a responder mis dudas. Dijo que había pasado un pimpollo por allí armando un escándalo considerable y al minuto supe que era él: el superviviente de la Siega.

La inaudible tenía por nombre Dallan. Perdió la capacidad de la vista en un encuentro desafortunado con la Corte de la Pesadilla y desde entonces se había sometido a un riguroso entrenamiento para no caer en sus garras. Afirmaba haber sufrido pesadillas con regularidad; dijo que no encajaba en ningún lugar hasta que encontró su hueco entre los inaudibles. Ellos la cuidaron y la enseñaron a mantener a rajatabla ese dolor. A no sucumbir a él.

Lo cierto es que su testimonio me emocionó: no me esperaba tamaño sacrificio por parte de un inaudible. Pensaba que no eran más que cobardes que querían escapar de la Pesadilla por la vía rápida: alejándose de todos y renunciando a su vínculo con el Sueño y con la Madre Árbol. Quizá, después de todo, me equivocase con ellos.

Dallan acogió bajo su tutela al pimpollo. Nunca le dijo su nombre, pero a ella tampoco le hacía falta. Lo llamó Faelan, pequeño lobo, como su primera mascota, un precioso sabueso sylvano que falleció durante su encontronazo con los cortesanos. Decía que le recordaba a él: inquieto, caprichoso, pero sorprendentemente listo y sensible. Lo instruyó durante unas semanas hasta que una noche, tras una explosión de ira particularmente fuerte, Faelan desapareció sin dejar rastro.

Me llevó a sus aposentos y me mostró algo: un fetiche, pensé yo; un artefacto con el que se aseguraba de que su pupilo no se veía abrumado por la Pesadilla. Aseguró que era un atrapasueños, que era una obra de artificiería y que su función consistía en capturar las pesadillas para que no afectasen a los sylvari durmientes. Pero además, el atrapasueños tenía un secreto: bajo un cierto conjuro que no me enseñó, uno podía experimentar las mismas sensaciones que la persona que había tenido el sueño. En otras palabras: podía guardar un sueño para que luego otros pudieran observarlo.

La interrogué a fondo sobre Faelan, empero me contestó con evasivas. No pudo verlo, obviamente, ya que estaba ciega, y el resto del poblado tampoco se acuerda de él; era reservado y apenas se relacionaba con nadie que no fuera Dallan.

En lugar de seguir respondiendo a mi interrogatorio, Dallan me animó a que probase algo. Me pidió que me tumbase y me garantizó que estaría bien. Iba a brindarme una visión, una perspectiva única sobre el Fantasma de Wychmire: la visión de sus sueños. Eso me dejó patidifusa, ya que el superviviente que encontramos fue hallado en un Sueño sin Sueños; no obstante, Dallan me juró que lo comprendería todo después del ritual.

Lo prometió y aún la maldigo por ello. A pesar de todo, he adjuntado a este informe el resumen de la que fue mi experiencia. Esa bruja inaudible no me tradujo el significado de lo que presencié en el sueño, pero algún día confío en que llegaré a entenderlo todo.

Nota al pie: Al escribir varias horas después lo ocurrido aún estaba algo afectada por las drogas que me proporcionó esa mujer. Si parece que deliro en algunos renglones es justificable. Más tarde aprendí que algunos inaudibles jóvenes toman analgésicos para atenuar su percepción empática, pero no creí que yo correría esa misma suerte.

«Todavía no puedo creerlo.

Fue como volver a mi Sueño de Sueños: esa sensación de inmersión y de envoltura, suave y cálida, que sientes cuando te consume el trance más profundo y el Sueño te llama. Todo empezó así: las paredes verdes de la habitación se ensombrecieron y todo a mi alrededor parecía girar, mientras yo me precipitaba como una gota de rocío que se escurre por una hoja hasta rozar la superficie de un estanque. Cuando puse el pie en aquel lecho de césped, mullido, esponjoso y fragante, pensé que aquel hechizo era un milagro.

Abrí los párpados y lo vi todo, pero no como quien ve las cosas desde unos ojos vacíos que han perdido la capacidad para asombrarse; lo vi todo como era en realidad. Los inmensos ekku se bamboleaban al son del viento con vida propia y me saludaban con sus ramas; las briznas de hierba bajo mi peso se doblaban y chillaban canciones de alegría estival; el sol despedía un reflejo tan cegador y optimista que no podía mantener en él quieta la mirada; y las nubes, oh, las nubes, parecían carruseles de fantasía: adoptaban siluetas extrañas y jugaban a perseguirse en la bóveda celeste como dos pimpollos recién nacidos.

Lo primero que sentí fue incredulidad. Una persona tan macabra como el Fantasma de Wychmire no podía albergar dentro de sí tanta belleza, tanta fastuosidad. Pero ¿y si me había confundido con él? ¿Y si era la víctima y no el verdugo? Al menos sospechaba que había sobrevivido y que estaba siguiendo sus pasos en la dirección correcta.

Quise caminar, pero no podía moverme. Posiblemente aquella fuera una de las limitaciones de la magia del atrapasueños: estaba vinculada a un cuerpo que… no era mío del todo. Me miré las manos y no iba armada con mis guanteletes, sino que las tenía desnudas. Yo, Caileen, no era la protagonista de aquel sueño; era Faelan. Me había convertido en él. ¿Hasta dónde llegaba el alcance de nuestro vínculo? ¿Podría sentir lo que él sintió?

La réplica no se hizo esperar: empezamos a correr como alma que lleva la Pesadilla hacia la selva que se extendía frente a nosotros. Había urgencia en mis movimientos; jadeaba por el esfuerzo mientras procuraba poner pies en polvorosa por todos los medios posibles. Las sensaciones que me llegaban de Faelan eran vagas, pero sabía lo suficiente sobre los sylvari como para suponer que Faelan estaba huyendo de algo…

Me giré y lo vi detrás de ti: el cielo algodonado y pintado de azul celeste se había escurecido; una mancha persistente de sangre comenzaba a empaparlo desde lo más alto de la cúpula hasta lo más bajo. En el horizonte, el sol rojizo se había puesto. Se había transformado en un monumento lánguido que en lugar de transmitir calor y luz tan solo despedía frialdad.

Entonces me fijé en el suelo: la hierba que me había jaleado con alborozo anteriormente ahora gritaba. Gritaba de pena, de rabia y de tormento. La sentí vibrar y me estremecí. Poco a poco, la tierra iba muriendo a mis espaldas: las briznas daban paso a espinas retorcidas y raquíticas y el humus fértil y negro cobraba una tonalidad grisácea y enfermiza.

Polvo. Caminaba sobre polvo y el viento aullaba, arrojándome su beso ceniciento a la cara.

Sin ser consciente de ello me había internado en un bosque. La atmósfera estaba taponada por las ramas descomunales de los ekku, más grandes y más ominosos que antes. Ahora sus extremidades no bailaban obedeciendo al compás del aire, sino que se alabeaban y se encrespaban como las garras de un predador; me impedían ver los últimos rayos del sol moribundo que bañaban la tierra. Me privaban de luz y me dejaban sola. Sola y abandonada.

No recuerdo cuándo tiempo deambulé en aquella negrura, tan solo perseguida por los crujidos resecos de la madera y por el soplido helado del cierzo. Temblé, pero no había nadie para abrigarme. Temí, pero nadie podía consolarme. Solo me quedaba un camino: a lo lejos se advertía claridad, un halo de luminosidad muy tenue pero lo bastante fuerte.

Era un calvero acariciado por el resplandor de la luna en medio de la penumbra. Lo percibía con más detalle cuanto más me acercaba, hasta que llegó un momento en el que no pude reprimir mi ilusión y corrí apremiado, temiendo que aquel festival no fuera nada sino un espejismo; un fuego fatuo.

Pero era de verdad. Llegué al calvero y dejé que el fulgor de la luna calentase mis brazos y mi alma. Por poco lloro de la alegría; estoy segura de que lo habría hecho de no ser por lo que vi a continuación. Había alguien más en aquel jardín; alguien o algo más. Era un tallo verde, tímido y efímero, que se enroscaba al crecer para absorber la luz solar. Lo vi y me reí, y aquel sonido, aun sin ser mío del todo, se me antojó la canción más bella que había oído jamás.

Me arrodillé a los pies de aquel brote y compartí mis carcajadas con él. Él me los devolvió; o tal vez debería decir ella, porque su risita era musical como la voz de una mujer. La flor eclosionó y me enseñó sus pétalos y su pistilo; era de un intenso color lavanda y profería un aroma dulzón y embriagador que se adueñó instantáneamente de mis sentidos. No pude controlarme y la abracé; me encaramé a ella y me aferré desesperado, como si fuera la única onza de bondad que había visto en toda mi vida. Pero entonces algo cambió.

La brisa dejó de ulular y el césped que cubría el vergel dejó de ondular. Todo se quedó congelado, inmóvil y tieso; las voces de la naturaleza enmudecieron. Yo aún reía, pensando que aquella tensión no era más que una pausa en la melodía interminable del bosque, pero noté algo inusual: la flor de lavanda ya no se solazaba conmigo. Abrí los ojos y entonces la vi llorar.

Fue desgarrador. Me aparté de ella, compungida; recuerdo que me sentía culpable. La flor sollozaba con un timbre tan sutil como el aleteo de una mariposa. No comprendo muy bien qué pasó después de eso: yo me tiré al suelo, embargado por el pesar, y supliqué, pero la flor seguía llorando. Y con cada lágrima de rocío que descendía por sus pétalos, una parte de ella se marchitaba. Al final, su pena fue tan honda que la consumió entera, dejando tan solo su cáliz decrépito como testimonio de lo que una vez fue la visión más hermosa de mi vida.

Enloquecí. Me oí chillar. Eran alaridos de impotencia, alaridos de terror y de furia. Me di la vuelta y busqué una escapatoria, pero el jardín se había evaporado. Estaba de nuevo en el bosque, sola a excepción de los cientos de ekku que me contemplaban con indignación desde sus troncos. Tenían rostros terribles tallados en su corteza, con muecas de desdén, de repulsión y de reprobación; y sus ojos, aquellos agujeros vacuos y podridos, se clavaban fijamente en mí. Me miraban pacientes. Me juzgaban.

No sé qué pasó a continuación. Algo horrible y verdoso surgió como cuchillas de la punta de mis dedos: los ekku se descompusieron y se desplomaron en una cadencia de estrepitosos golpes secos, desatando en mi interior un vacío desolador. Y cuando ya no había nada más, entonces me topé con él. Lo conocía, pero no sabía de qué. Lo había sentido antes, había reparado en él de soslayo. Siempre había estado ahí.

Dirigió su mano hacia mí y de repente comencé a sentirme muy débil y fatigada. No sonreía. No había cólera ni abatimiento en su mirada. Y en cambio, el sopor ganaba en su lucha contra mí por momentos.

Me postré derrengada, en hinojos, y poco tardé en caer planchada a la tierra inerte. No estaba muerta, pero no soñaba. Estaba viva, pero no podía moverme. Era un Sueño sin Sueños. Lo oía, lo sentía y lo olía: llevaba consigo el hedor inconfundible de la putrefacción. Estaba junto a mí; lo sentía respirar…
 
Cuando abrí los ojos estaba de vuelta en la Isla del Llanto. Me incorporé y llamé a Dallan, pero no estaba por ninguna parte. Nunca me he sentido más sola y perdida en toda mi vida como en aquel preciso instante.»

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