sábado, 17 de agosto de 2013

La lección de la manada

Esta historia habla del lance de una manada que atravesó los valles y los páramos helados de las Colinas del Caminante para llegar a una tierra de promisión.

Cuando la comida empezó a escasear y la manada sintió el hambre agujereando sus estómagos, su líder, el alfa, notó que era el momento de dejar atrás el viejo cubil.

De este modo, reunió a los hijos de sus camadas anteriores, a aquellos lobos solitarios que se habían agregado a su grupo, a su hembra y a sus betas, y emprendió con ellos la marcha en dirección adonde había visto dirigirse al clan de los venados: rumbo al sur.

Tuvieron que atravesar tormentas de nieve terroríficas y aludes; se enfrentaron al frío de la intemperie y al hambre. Y cuando por fin hubieron cubierto muchas millas de distancia, se toparon con un bosque de aspecto decrépito y horrible.

Los árboles estaban muertos y alzaban sus extremidades hacia las estrellas en poses retorcidas y malignas. Nada podía verse a través de esa maraña de ramas escuálidas y no se oía otra cosa salvo el canto ocasional de algún búho.

Cuando llegaron a la entrada de la espesura, un ser alado los sorprendió.

—¡Dad media vuelta, lobos! —graznó un cuervo desde lo alto de una rama—. ¡Dad media vuelta y regresad por vuestro camino! Si seguís adelante, tendréis que escoger uno de dos sentidos; si os equivocáis, perdido estará vuestro destino.

El alfa ladró y el cuervo batió las alas con sorna.

—¡Tú conoces los dos senderos, cuervo! —le aulló—. Dinos cuál de ellos es el correcto y así nos evitarás el sufrimiento. ¡Llevamos con nosotros cachorros de apenas un año de edad!

Pero el cuervo lo miró con sus ojos como piedras de ónice y negó con la cabeza.

—Gané mi sabiduría al ser capaz de elevarme por encima de las cabezas de lobos y de los ciervos por igual —replicó—. Si queréis cruzar este bosque, tendréis que demostrar una sabiduría par.

El alfa comprendió entonces que el cuervo no les daría una mísera pista. Bufó y se volvió hacia su manada. Juntos diseñaron un plan: él y dos lobos más tomarían una bifurcación; otros tres lobos caminarían por la otra. Al cabo de unas horas volverían con el resto para informar de los peligros y entonces decidirían cómo proceder.

Y así pasaron diez horas y el alfa y su avanzadilla regresaron sin ningún percance. Esperaron tres, cuatro y hasta seis horas más, pero no recibieron noticias de los demás. Al alfa, apenado, no le quedaba otro remedio que partir.

—El sendero de la izquierda es el correcto —gruñó al cuervo.

—¿Cómo lo has adivinado? ¡Vosotros, los lobos, no podéis acceder al conocimiento de los cielos!

—No, pero poseemos la sabiduría de la tierra y la astucia de la manada.

El cuervo entendió rápido lo que había pasado. Irritado, pero también asombrado, agachó el cuello en señal de reverencia y se alejó volando como alma que lleva el viento.

La manada prosiguió con su marcha a través de la floresta de árboles podridos. No tardó demasiado en advertir la presencia de otra criatura; un ser sibilino y cauteloso que los observaba desde los matorrales.

—Sal de ahí, predador, seas quien seas —rugió el alfa—. Hoy no nos vas a cenar a ninguno de nosotros.

—Soy la sombra en la nieve; soy la zarpa en la oscuridad. Soy la cazadora que salta entre los árboles. Soy fuerte, ágil y letal —dijo—. Ninguno de vosotros podéis derrotarme. Habéis entrado en mis dominios y ahora vais a morir.

Empero la manada no se amedrentó. Con el alfa en cabeza y el beta en la cola, retomaron su travesía, vigilantes de la criatura que los acechaba; en medio desfilaban los cachorros, protegidos por sus mayores.

De repente, un grito hendió la atmósfera; en un relámpago blanco, el cazador misterioso, había derribado a uno de los suyos. Pero tan pronto como sus zarpas se posaron en su yugular, tres lobos se arrojaron encima de él y lo sujetaron por el gaznate.

Era un felino de piel nívea y moteada. Miraba con ojos entornados a sus agresores.

—Eres una bestia taimada y mortífera, pero estás sola y tu poder no puede compararse al nuestro —le espetó el alfa—. Podríamos destriparte aquí y ahora, pero la existencia a la que estás condenada es mucho peor.

Los lobos la liberaron del estrangulamiento y la pantera de las nieves se puso en pie de un brinco. Su mirada destilaba furia, así como un respeto que nacía del miedo. No tardó en internarse en la foresta y en desaparecer fundiéndose con la penumbra.

La pantera de las nieves no volvió a mostrarse en los días venideros. Se había llevado un escarmiento.

Al cabo de una semana, la selva moribunda dio paso a una hondonada fértil donde la hierba se ensanchaba como un tapiz a lo largo de la tierra. A lo lejos se veía el movimiento de otros animales y el bullicio que armaban los ciervos al balar.

Durante horas, los lobos se deleitaron con el olor de los árboles, con el aroma de las flores que salpicaban el suelo y con la esencia de los animales que habitaban en aquellas latitudes. Y no tardaron en descubrir las pisadas de los ciervos.

Sin embargo, había alguien que había reparado en su llegada. Una fiera descomunal se aproximó a ellos haciendo temblar la tierra: su pelambre era negra, sus ojos vacíos y su morro estaba partido a causa de una herida.

La osa llegó al calvero donde se agrupaba la manada y bramó en tono intimidatorio:

—¡Lobos, habéis llegado a mis terrenos! ¡Dad la vuelta! No habrá hospitalidad para vosotros aquí.

—Venimos de muy lejos, osa —explicó el alfa, tratando de eludir un enfrentamiento—. Tenemos cachorros a los que alimentar, igual que tú. Aquí la comida es abundante y hay caza de sobra para todos.

—No voy a poner en peligro a mis crías, lobos —respondió ella—. Yo soy la más fuerte y me obedeceréis, o tendré que mataros.

El alfa sabía que probablemente la manada podría vencer a la osa atacándola al unísono. No obstante, no quería arriesgar las vidas de los suyos, así que diseñó una artimaña y rezó para que tuviera éxito.

—Entonces, te propongo un desafío, madre osa: midámonos en una cacería. Aquel que abata a más ciervos se quedará con estas tierras.
 
La osa lo meditó por unos segundos y luego aceptó.

Los lobos y la osa tomaron direcciones distintas y comenzaron a seguir el rastro de los venados, que habían arribado hacía poco a la región. La osa tomó la vía más directa y se encaró con el grupo de herbívoros frontalmente, lista para acabar con sus vidas.

Empero lo que la osa no sabía es que había llegado la temporada de celo para los ciervos, y es que los machos ciervos, de grandes y afiladas astas, se tornan muy agresivos y están dispuestos a defender a su rebaño hasta las últimas consecuencias.

Al hacerles frente ella sola, la osa quedó gravemente herida por una cornada.

Los lobos la encontraron por la noche, de vuelta a sus hogares. Para ellos la cacería había sido fructífera, pues no se habían anticipado y habían actuado en equipo. Llevaban los buches llenos de carne para las crías.

—Habéis ganado, lobos —admitió ella con un suspiro pesado—. Estas tierras son vuestras. Sois mucho más poderosos que yo.

Pero entonces, el alfa regurgitó la carne que había engullido y la dejó junto al morro de la osa. Otro de los lobos hizo lo mismo. Y durante días, la manada se dedicó a nutrirla a ella y a sus oseznos; así hasta que la madre osa se recuperó del todo.

—¿Por qué lo habéis hecho? —preguntó la osa—. Podríais haber controlado toda la caza. Habríais sido los señores del valle y nunca os habría faltado el alimento.

Los lobos sostuvieron en ella la mirada un largo tiempo. Entonces, su alfa se adelantó.

—Todo este viaje, la razón por la que vinimos desde el norte, se debe a los más débiles de nuestra manada —le dijo—. Sabemos lo que es tener una familia de la que cuidar.

Moraleja:

Aunque haya peligros que deban ser sorteados mediante la sabiduría, el sigilo o el coraje, necesitamos a nuestra manada, a las personas que nos rodean, porque ellas suplen nuestras carencias.

Esa es la lección de la manada.

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