martes, 30 de julio de 2013

¡Una canción y MUCHAS cervezas!

Una heredad norn es siempre un lugar bullicioso. Aquella en concreto no era diferente en absoluto a las demás: en el centro del salón había un acogedor fuego chisporroteando y, apiñados a su alrededor, un montón de cazadores que se calentaban las manos bajo gruesos pellejos de animales.

En otro lugar, sentados en las mesas, había quienes jugaban a los huesos y apostaban grandes sumas de dinero; a veces se oían carcajadas, que eran un sonoro indicativo de que alguien había tenido buena suerte; más a menudo aún sonaban gritos de enfado y se montaban reyertas.

Pero esta vez nadie se atrevía a alzar la voz. Todos, los que estaban junto al hogar y los que bebían en las mesas, guardaban silencio y escuchaban a aquel que hablaba sobre la alfombra de piel de oso en el corazón de la estancia: era un escaldo y sus palabras con frecuencia transmitían las hazañas de los héroes de la antigüedad, la voluntad de los antepasados y las moralejas enseñadas por los espíritus.

Esa ocasión no era distinta a las demás, así que en la heredad se había instalado un silencio reverente, una mudez intensa que iba seguida por el refulgir de las pupilas negras y atentas de los que oían al relato. Solo ocasionalmente las brasas ensordecían al escaldo; los espetones de carne no giraban y tampoco chocaban jarras contra la mesa.

—… Y así fue como derrotamos al draugr de Ulfric. Porque no hay modo alguno de vencer a un espectro con un hacha; tus armas tienen que nacer de la voluntad y del coraje…

El escaldo pisoteó el suelo y muchos de sus espectadores dieron un respingo. Sonrió a medias: aquella reacción le gustaba. Significaba que estaban pendientes de él.
 
Para su sorpresa, un pequeñajo se adelantó un paso y balbuceó unas palabras tímidas.

—Y… ¿es verdad que se deshizo como un copo de nieve en la mano...?

—Tan cierto como que el Cuervo es el mensajero de la Niebla.

Vanargand amplió su sonrisa y cabeceó de forma gentil en un gesto de afirmación.

—Ojalá algún día yo también pueda luchar contra un draugr…

—Quién sabe —dijo. Dio un paso hacia él y se acuclilló. Lo miró de frente—. Quizá dentro de unos años tú también puedas acompañarnos, cachorro. Tienes un brazo fuerte y pareces listo: llevas días escuchando mis historias. Si sigues así, si te entrenas y si continúas aprendiendo, un día tú también podrías aullar con la Manada.

El niño calló. Retrocedió un paso y se quedó meditabundo, frunciendo los labios mientras trataba de figurarse la imagen en su cabecita. Al escaldo eso le hizo gracia.

El ruido de una silla al moverse al otro lado del salón lo distrajo. Dos botas se posaron sobre la mesa y alguien lanzó un sonoro bostezo. Vanargand lo fulminó con la mirada.

—Llevas dos meses contándonos la misma vieja historia, Lobogrís. Empiezo a pensar que no tienes otras cosas mejores que contar que no sean esas rancias batallitas tuyas.

Alguien escupió ruidosamente un trago de cerveza al suelo. Sobre la heredad se extendió un silencio tenso y el público cruzó miradas de expectación entre sí.

Vanargand rio con genuina diversión. Dio una palmada de júbilo y lo miró, duro.

—Amigo mío, si eres tan ingenuo como para creer eso permíteme que te diga que pensar no es lo tuyo.

El extraño se encogió de hombros y volvió a simular otro bostezo. Entre los que presenciaban el espectáculo había quienes se sonreían con complicidad; era posible que, después de todo, el escaldo fuera a demostrarles sus dotes para la batalla en primera persona.

No obstante, Vanargand no se había movido de su lugar. Estudiaba a su rival con sus ojos claros y sonreía de lado.

El escaldo no era famoso por su destreza en el combate, pero sus añagazas y su ingenio eran ya legendarios. Al sur del Paraje de Roca se decía, no sin cierta sorna, que el hecho de que los quaggan hablasen tan mal se debía a que habían perdido un duelo verbal contra él.

Otros se referían a su astucia con más respeto: después de todo, tras su llegada a Punta del Vencedor junto a la Manada no habían vuelto a oírse esos horribles tambores draga.
—Hablas demasiado y luego corres a refugiarte tras las faldas de tu amada Skadi —El invitado, descortés, arrancó un muslo de moa del festín de la mesa y se lo llevó a la boca. Lo masticaba con furia—. Si se te han terminado las historias es porque no has vuelto a hacer nada que merezca la pena.

No le cupo duda alguna: aquel idiota quería armar follón en su propia heredad.

Le pareció un acto de muy mal gusto; sin embargo, no iba a dejar que la ira lo cegase. Sonrió con acritud a su interlocutor y urdió su artimaña. Se preparó para actuar.

—¿Deduzco por tu tono de voz que te crees capaz de contar mejores historias que yo? Porque de ser así, me encantaría verlo. Me sorprenderías y mucho. Y me parece entender por tus palabras que estás deseoso de probar a estas buenas gentes lo gran narrador que eres —adujo. Vanargand ensanchó sus labios en una sonrisa lobuna—. Pues… ¡adelante! ¡Hagámoslo! Tengo un reto para ti, si eres lo bastante norn como para aceptarlo.

El alborotador tiró la pata del moa al suelo y eructó sin mucho refinamiento. Se limpió los labios restregándose el borde forrado de piel del guantelete y se puso en pie. Con mucha calma, pero con un brillo de rabia en los ojos, se dirigió andando al escaldo.

—Soy mucho mejor norn que tú, gigantón.

Alzó la barbilla con el propósito de mirar al escaldo a los ojos. Él sonreía con inocencia: lo tenía justo donde lo quería. Iba a darle la vuelta a la tortilla tal y como le había enseñado a hacer Skadi: con un golpe de muñeca rápido y firme.

A fin de que todos lo oyeran, el escaldo levantó la vista y alzó al tiempo la voz. Mientras hablaba, iba mirándolos a todos uno a uno. No podía contener un cierto deje de irrisión en su timbre: aquello lo emocionaba.

—Os propongo un juego, amigos míos: en unos días nos reuniremos; no aquí, sino en el Albergue del Lobo de Hoelbrak. Reservaré una mesa enorme en la planta baja y entonces todos tendréis la ocasión de contar vuestras historias y de demostrar cuán magníficas son vuestras proezas y cómo de hábiles sois en la oratoria.

«Quien quiera entrar en la mesa deberá hacerlo bajo una de estas circunstancias: o bien invitando a todos los presents a una ronda de bebidas en un más que agradecido gesto de amistad, o bien presentándose a sí mismo por medio de una historia que avale su amor por la narración. Esa será la primera regla a la que tendréis que ceñiros.»

«Y hay algo más que se me olvidaba. La velada no acabará hasta que suceda una de estas dos eventualidades: o que ya no quede más cerveza en los barriles de todo el Albergue del Lobo, o que se hayan agotado todas las historias. Esa será la segunda y última regla del juego al que os desafío.»

«¡Ah! Y una cosa más: a lo largo de la noche mis aprendices y yo nos turnaremos para contar historias, para cantar o para recitar nuestras poesías. ¡No penséis que vosotros vais a ser los únicos que os lo paséis bien! Os traeremos relatos que nunca antes habéis escuchado: trepidantes leyendas sobre héroes de otros tiempos, romances trágicos y fúnebres elegías en memoria de nuestros camaradas caídos.»

«Así que ya lo sabéis: todos estáis invitados. Haced correr la voz; no me importaría que se dejase caer por allí algún charr, un humano, un asura o un sylvari. ¡Seguro que también podrían hablarnos de sus vivencias y de los logros de sus héroes!»

Con aquellas palabras cerró su discurso. Su contrincante torció el hocico y esputó al suelo con indignación. Sin añadir una sola palabra más, se dio media vuelta, se arrebujó en su poncho y salió de la heredad bufando como un toro dolyak.

Vanargand sonreía. En el Refugio del Lobato, su nueva heredad subida a una de las perchas más altas del Paraje de Roca, se elevaban una batahola de voces: los invitados charlaban animadamente acerca el evento y discutían sobre si tendría lugar un enfrentamiento.


El escaldo seguía sonriendo. Se alejó al rincón donde tenía su despacho (si es que se le podía llamar así), un espacio reservado en exclusiva para él: había aperos de escritura sobre la tabla, tintero y pluma; había una colección de pergaminos desperdigada por toda la superficie de madera y un montón de hojas esparcidas y a medio escribir en las que estaban inscritas auténticas letanías de runas norn; también había varias jarras de cerveza vacías.

El Lobo tenía dientes y eso Vanargand lo sabía muy bien. Bajo su apariencia pacífica y risueña se escondía el alma de un lobo: era una criatura feroz que solo ansiaba que llegase el momento en el que encararse con su competidor; para superarlo, para humillarlo.

Apagó aquellas sensaciones de su estómago y mojó la pluma en el tintero. Debía enviar varias cartas.

Pero antes de hacerlo, sonrió una última vez mostrando los dientes al imaginarse cuál sería la reacción de Skadi...

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