jueves, 25 de abril de 2013

El Don de lo Salvaje

Recorre raudo la taiga
aquel que a viva voz clama:
«Bosques boreales benditos,
albergáis sabiduría
de los montes y manadas
que han hollado las honduras;
sabéis el significado
no escrito en los manuscritos.»

«Os ruego en este mi rezo,
al más noble y loable Lobo
y al Cuervo de gesto acerbo,
dadme el don que me es dichoso:
hablar con bestias brutales,
calmar su cólera ciega;
aullar a la luna loores,
como lobo de crin gris.»

Su tambor tira los truenos,
su lira agita las aguas,
su cuerno derrumba muros
y profiere duras piedras.
El mismo aire arroja su arma
y no la mano del músico.
Suplica así a lo salvaje
y ante él forman las fieras.

¡He ahí su heroísmo:
con premura y pensamiento,
con sentido y sentimiento,
obedece al optimismo!
Y recuerda grandes gestas
de héroes de un tiempo atroz.
Su memoria es memorable,
potente y grave es su voz.

Un corazón compasivo
guía su sino de escaldo:
las runas que dentro encierran
misterios de la manada.
Con ellas fallar no puede,
los ancestros lo custodian;
los espíritus protegen
a aquel que oye su llanto.

—Vanargand Lobogrís.

Esta composición responde a las reglas de la métrica para la poesía culta que antiguamente seguían los escaldos: verso aliterado y octosílabo, sin necesidad de rima, donde lo que prima es la repetición armónica de sonidos.

La nostalgia me empujó a escribir este poema hace algún tiempo. Todavía hoy me arranca una sonrisa leerlo.

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