domingo, 14 de abril de 2013

Capítulo 1: Cuervo sin alas, lobo sin dientes (1ª parte)

Hay un momento en la vida de toda persona en el que debe dar un salto.

Existen varios tipos de saltos, aunque la mayoría de la gente solo se queda con dos: hacia adelante y hacia atrás. Hacia adelante, dicen, es cuando te proyectas en busca de tus deseos tras haberte quedado estático, con los pies hundidos en la nieve hasta las pantorrillas y con una sensación álgida trepándote por la columna; hacia atrás, por el contrario, es cuando reculas tras haber cometido una equivocación, aferrándote a esa parte de tu pasado que te ofrece una certidumbre irrefutable.

Pero también existen otras clases de salto: el salto hacia arriba, que se da cuando el camino está obstruido y hace falta mejorar, o cambiar de nivel, para seguir recorriéndolo; el salto hacia abajo, similar al salto hacia arriba pero a menudo con resultados más siniestros y desfavorables; el salto en espiral o en rizo, que es el vaivén continuo y tumultuoso en un solo sentido en vertical; y el salto lateral, el desmarcaje más absoluto y completo ante una situación insostenible.

Queremos creer que nuestras vidas discurren plácidamente como el cauce de un río: a veces, sorteando pendientes y curvas, pero siempre siguiendo un sendero dictado con antelación por las fuerzas que orquestan el Sino. Sin embargo, pecamos de ingenuos al hacer esa comparación: un río sufre torrentes, se ve taponado por los aludes de la montaña, pasa por sequías, se desvía por cursos tortuosos y cae en agujeros que lo dragan…

Nuestra vida, al igual que un río, no tiene un curso establecido de antemano. Avanza a trompicones, arbitrariamente, y está sujeta al capricho de otros agentes cuyas intenciones con frecuencia escapan a nuestra comprensión.

No obstante, siempre he querido pensar que aún queda espacio para la esperanza, que existe una manera de encarar al Sino y de agarrar con nuestras propias manos el devenir de nuestras vidas. Este potencial, al que yo llamo «la voluntad del héroe», se implanta dentro de nosotros tras el nacimiento, como una semilla en incubación, y es la energía motriz que da fuelle a nuestras leyendas.

Quizá el mismo Sino, que muchos creen que fue entretejido para guiarnos, no es sino el mayor artificio de la historia, puesto allí adrede por los espíritus de la naturaleza para dar aliento al optimismo; para que lo cuestionemos; para hacernos inconformistas y rebeldes; para impedir que nos sometamos a la inevitabilidad del desánimo o al garrote del tirano.

Por eso, en este capítulo os hablaré de saltos. Podréis leer mi decepción y mis cuitas; las razones por la que dejé atrás las expectativas de mis mayores para transitar en solitario mi propia ruta.

Sígueme a través de las líneas y te mostraré cómo y por qué me gané mis dos apodos: «cuervo sin alas» y «lobo sin dientes».
 
 
El día había amanecido gris, pero las mañanas siempre eran grises en el área meridional de las Colinas del Caminante.

Unos tímidos rayos de sol perforaban el velo opaco de nubes que, como un grueso manto de lana de dolyak, se extendían sobre el cielo desde las cumbres de vértigo de las Lejanas Picoescalofriantes hasta las llanuras del sur, verdes, fértiles y frondosas, donde se asentaba la ciudad asilo de Hoelbrak.

Las vistas desde el barranco eran imponentes: bajo mis pies, todo un vergel de álamos y serbales de frutos grana cubierto de hierba allá hasta donde alcanzaban a ver los ojos; a mis espaldas, las Montañas Picoescalofriantes en todo su esplendor, con un sinfín de canteras rocosas, de picos aserrados y de desniveles precarios; y entre medias, el airón despiadado del norte moviéndose como un depredador hambriento sobre el abismo.

No en vano había ido allí, al precipicio que mis amigos llamaban «Despeñadero de Lobos», y no en vano esta historia trata acerca de saltos.

El abismo ante mí me daba miedo, me provocaba auténtico pavor, pero no podía seguir escondiéndome de mi miedo eternamente. Yo era un chico norn de diez, casi once años de edad, con la estatura de una mujer adulta. Ningún salto podía arredrarme.

Volví a subir la vista al cielo y casi esbocé una sonrisa sarcástica (sí, ya desde aquella edad estaba generosamente dotado para el sarcasmo). Era una mañana gris, como la de aquel día fúnebre hacía semanas en la que había conocido por primera vez el Despeñadero de Lobos.

Lo que en otras circunstancias no habría sido más que un alto plano en la subida a la cima de la montaña, había adquirido una reputación infame desde lo que sucedió: un niño se había tropezado y caído jugando junto al borde de piedra. No le dio tiempo a agarrarse al saliente, y ninguno de sus amigos fue lo suficientemente rápido, así que se precipitó al vacío.

Aquel incidente había acaecido hacía tres semanas. Tres semanas desde que las hogueras fúnebres anunciaron el trágico fallecimiento de Hati Heddinson; o más bien, su presunta muerte como resultado de la caída, ya que jamás se halló el cadáver.

Durante los primeros días, todos los cazadores de la aldea se solidarizaron con la familia y organizaron partidas de búsqueda por la montaña y por una buena parte de la arboleda al sur. Había quienes se asían con todas sus fuerzas a la ilusión de que podría haber sobrevivido milagrosamente al accidente sujetándose a una cornisa, o que habría encontrado una pendiente suave durante la caída y que habría rodado por ella hacia el bosque; sin embargo, al no encontrar un mal rastro de sangre, de ropas, o un pedazo de hueso, la búsqueda cesó a los tres días, y tan solo sus padres y sus tíos no cejaron en el empeño.

Tres días más tarde hasta ellos tuvieron que resignarse a la terrible verdad: todos los intentos de buscar a Hati eran infructuosos. Hati se había ido para siempre.

El chamán que ofició el óbito dijo que el hecho de que los espíritus de la naturaleza hubiesen reclamado a Hati obedecía a un propósito divino y que ahora gozaba de la caza en su compañía, en las tierras allende la Niebla. Yo aun a esa tierna edad sabía con claridad lo que eso significaba: estaba diciendo entre líneas que seguramente un predador vagabundo, un leopardo o tal vez un oso, se había topado con su cuerpo y que se había dado un festín con sus entrañas.

Detestaba, y a día de hoy sigo detestando, la condescendencia que se gastan aquellos que se creen más preparados, maduros o sabios que tú. «No debes culparte», «nadie pudo evitarlo»; esos estúpidos pretextos no son más que patrañas destinadas a maquillar una verdad incómoda y a paliar un sentimiento de culpa irreprimible. En cambio, las miradas de desconfianza, los cuchicheos al pasar… ESAS son verdades como puños. ESOS son discursos mucho más elocuentes y sinceros que las mentiras piadosas y las palmaditas por caridad en la espalda.

No podía soportarlo por más tiempo, por eso estaba allí, encarándome a la sima rugiente que se tragó a Hati. No por ellos, ni tampoco para demostrar que era inocente; eso no me importaba lo más mínimo. Mi enemigo era el temor, un temor que se había instalado en mí tras el duelo; el temor al salto y a todo lo que había desencadenado aquel encontronazo fatídico en el Despeñadero de Lobos hacía tres semanas.

Por eso debía hacerlo. Debía saltar, debía someterme a la ordalía de Hati. Solo así estaría en paz conmigo mismo y con su alma gemebunda. Solo así recuperaría la fe en mí mismo y restauraría el orden de las cosas. Iba a plantarle cara al Sino y a verificar, por primera vez en mi corta existencia, que no había nada en esta vida —ni en la otra— que fuese irreversible; ni siquiera una caída de doscientos metros de altitud.

Así que miré a un lado y a otro antes de dar el primer paso. Me armé de arrojo y cogí aire hasta que mis pulmones quedaron tan ahítos de oxígeno que parecían dos globos a punto de reventar por la presión. Expulsé toda la carga con lentitud por la boca, mas eso no me relajó ni un ápice: el abismo seguía allí, ante mí, bramando estentóreamente su desafío sobre las cornisas de los niveles inferiores de la montaña. Algunos guijarros se desprendían y rodaban hacia abajo cuando su voz crujía entre las piedras; los devoraba, como también devoró a Hati.

Poco a poco el nerviosismo iba apoderándose de mí: acudía a mis manos en forma de un tremor y las hacía sudar, lívidas; se adueñaba de mi rostro, pálido como la leche; obligaba a mi vientre a encogerse y a enroscarse sobre sí mismo como una sierpe de escarcha asfixiando una presa; hacía que me hormigueasen las yemas de los dedos por la ausencia de flujo sanguíneo. Era una sensación incontestable, y por más que me esforzaba, no era capaz de refrenarla.

Y también sabía lo que venía después: creí captar un destello traslúcido por el rabillo del ojo, como había visto en mis sueños. No sabía cómo reaccionar; sin embargo, sí que sabía lo que ocurría tras aquello: Hati aparecía blandiendo una espada de madera, como el mismo día de su muerte, me acorralaba contra el saliente rocoso y me daba un empellón, en represalia por mi ineptitud. Me arrojaba al precipicio y yo caía, la vorágine de abajo me absorbía y me hacía girar entre risotadas atronadoras que hacían retumbaban por entre los picos. La cara de Hati seguía grabada a fuego en mis retinas: se reía; había obtenido su resarcimiento.

Tras unos segundos de intensa lucha, el miedo a lo irracional me superó y me tiré al suelo en un acto reflejo, musitando una petición de auxilio al Lobo a la desesperada. Pegué mi tórax acelerado contra el suelo frío y áspero, y arañé la piedra caliza con tanta saña que se me partió una uña y se me rayaron unas cuantas más. No quería caer. No quería morir.

Allí, tendido en el suelo y bregando porque mi sujeción no fallase, no me atrevía a alzar la cabeza y a devolverle la mirada a aquellos ojos amarillos y acusatorios. Solo quería irme de allí, huir despavorido y abandonar aquella alocada misión antes de que el Lobo me llamase a su vera de manera prematura a mí también.

No obstante, los segundos seguían contando y no pasaba nada.

Al cabo de medio minuto, logré hacer acopio de arrestos y eché una mirada insegura por encima de mi hombro: no había nada. Todo estaba despejado. Solo se oía el viento voraz barriendo el cañón, las hojas caducas deslizándose en rizos sobre las crestas, y la batida de alas majestuosa de un cuervo que acababa de posarse en la rama de un árbol quemado.

Cuando lo vi, me estremecí y casi me atraganto del hipo. El árbol, que debió de haber sido un orgulloso y enhiesto álamo hacía años, había sido atizado por un rayo: estaba medio arrancado del suelo, con las raíces agrietadas y marchitas; sus ramas estaban peladas y vestían una cáscara cenicienta y quebradiza; estaba seccionado por la mitad y el tronco chamuscado se abría en dos como una flor de pétalos negros que germina en primavera. Su imagen ominosa, con las ramas en forma de garfios garrosos y retorcidos, extrañamente me otorgó una cierta serenidad y contribuyó a restituyese la confianza en mí mismo.

No había reparado en él al llegar, aunque siempre había estado allí: aislado en una esquina y fundido con las paredes terrosas de piedra; imperceptible para la ceguera de unos ojos que no advertían nada más allá de sus propias narices, ojos que solo veían aquello que querían ver. Y sobre él estaba posado el Cuervo. Había venido a presenciar la ordalía; lo observaba todo por medio de su mensajero emplumado de alas negras. No podía fracasar.

Fuera o no fuera aquello la epifanía del augurio de mi éxito, a mí sí que me lo pareció. Apoyé las manos en la tierra, me impulsé con las piernas y me puse en pie sin titubear. Con el cuello tieso y el cuerpo rígido, volví a clavar la vista en mi antagonista: el vacío. Él, a cambio, me saludó. Ululó con la expectación sosegada de un cazador y me dirigió una mirada golosa.

Se me revolvieron las tripas, pero hice caso omiso de la señal y caminé un par de pasos hacia atrás, como había planeado en un origen. Cerré los ojos y me concentré; dejé que mi mente volase con libertad y que se alejase de los nubarrones de tormenta que contaminaban mis ideas, insuflando el pánico en mi corazón.

Entonces, evoqué en mi mente los recuerdos de aquel día nefasto y me enganché a ellos con vehemencia, como las fauces de un carnívoro al cerrarse sobre la yugular de su almuerzo. Reviví una última vez el incidente, pero estaba vez mi corazón estaba a resguardo, impermeabilizado bajo una capa de gélido cristal: de nuevo presencié cómo Hati me retaba a un duelo en el despeñadero; cómo, haciendo uso de mi tamaño y de mi fuerza superiores, le arrinconaba esgrimiendo un simple palo de madera, tal como dictaban las reglas del juego; cómo él trastabillaba aparatosamente al retroceder, hasta que sus pies perdían todo contacto con el suelo y solo los vientos y las delgadas hebras del Sino lo asían…

Había pánico en su mirada. Me temía profundamente, y pese a ello me hizo frente. Eso era lo que debía hacer yo.

Y así lo hice: miré a los ojos al abismo y me sumí en los jirones de sus tinieblas; la brecha inevitable, la neblina impenetrable alojada las copas de los álamos más viejos, y las crestas mortales, retuertas y rematadas en punta, que indudablemente me ensartarían como una chuleta en un espetón si fallaba la prueba.

Solo había una dirección en la que propulsarse. Solo un destino. Así que hice lo mejor que podía hacer: me abastecí de oxígeno helado, lo contuve en mi pecho, tomé carrerilla y… salté.

 
Y por unos tensos segundos caí en picado. Pensé que mi intrepidez estaba condenada a culminarse con una defunción segura y con mis restos esparcidos entre los cascajos de la ladera para el deleite de los carroñeros y para la diversión de las perversas fuerzas del destino que habían juzgado que darme una muerte irónica sería un castigo apropiado para mi temeridad.

Aquel habría sido un final súbito e irremediablemente agrio para mi leyenda: el mocoso que se batió en un duelo de mentirijilla con Hati, chaval al que prácticamente hizo desfilar por el cañón, cometía suicidio tras sentirse incapaz de sobrellevar la mordedura de sus remordimientos.

¡Qué horripilante! ¡Qué melodrama tan abominable y manido hasta la saciedad!

Sin embargo, y dale gracias al Lobo, no tendrás que soportar la lectura de un guion tan predecible y anodino, ya que afortunadamente y contra todo pronóstico logré salvar el pellejo.

En el último momento, mis alas se inflaron con un soplido desde barlovento. Apreté las manos alrededor de la barra de madera del aparato y jalé de ella hacia atrás como si me fuera la vida en ello, ya que de hecho así era, remontando una oportuna corriente de aire que estabilizó la proa de mi rústico ala delta y me colocó de regreso a una posición horizontal.

El tapiz verdoso y fecundo del Bosque Borealis se desplegaba sobre mis pies como una alfombra; la brisa cortante acariciaba mis rasgos con una gentileza que jamás creí posible; las nubes eran inmensos conglomerados de algodón y se hacían más esponjosas y cercanas, y menos inaccesibles, a medida que cebraba los cielos como un relámpago de alas oscuras…

¡Lo había conseguido! ¡Estaba volando! Me había desembarazado de las ataduras de las fuerzas magnéticas que nos adhieren como imanes a la tierra y ahora podía ir allá donde se me antojase.

Desde allí arriba el silencio era ensordecedor y chillaba ahogando las voces de todo lo demás: de los pájaros, del aire agitando las ramas de los árboles y del ritmo frenético de los tambores en la lejanía. Pero eso a mí no me importaba. Yo era el señor de los vientos: dormiría sobre una colcha de nubes, bebería del riego de las lluvias precoces de primavera y escalaría a las estrellas incandescentes del firmamento. Me sentía como un hombre ascendido, emancipado de las limitaciones de su cuerpo físico, codeándose con las deidades inmortales de lo salvaje.

Había renacido. Había mudado mi carcasa de norn para transformarme en algo más puro y primigenio. Era un hijo de los cielos, de los vendavales y de la tempestad. Era el trueno. Un cuervo sin alas.

Mi dicha no duró demasiado, como ya te imaginarás, ya que ¿qué iba a saber de columnas térmicas un chiquillo que había fabricado un primitivo ala delta casi por instinto? Había empleado varas de madera de pino para el bastidor y una tupida trenza de plumas de ave para las velas, basándome en los esquemas de montaje de un juguete que le compré a un mercader ambulante asura.

¡Doy gracias al Cuervo de que los asura sean tan fidedignos con las recreaciones a escala de sus maravillas tecnológicas!

Y te preguntarás: ¿es que acaso no habías hecho experimentos previos al salto? ¡Por supuesto que los hice! Y te contaré más: ¡planeaba de fábula cuando la distancia con el suelo no excedía los diez metros!

Quizás fuera un poco osado por mi parte aventurarme a pensar que podría carcajearme de la muerte en su rostro mientras hacía cabriolas y piruetas montado en un ala delta que apenas se sostenía sobre sí mismo, pero ya sabes cómo son los niños: repelentes, adorables y, ante todo, carentes de todo rastro de sensatez.

Así pues, el ala delta era cuanto menos precario: las junturas, que había pegado afanosamente con engrudo de pezuña de dolyak, retemblaban y amenazaban con despegarse de un momento a otro; las plumas de las velas, escrupulosamente tejidas con hilo de tripa, se deshojaban como un diente de león frente a un soplo de brisa; las cuerdas que ataban los aparejos eran finas y estaban anudadas tan chapuceramente que presagiaban un desastre inminente…

Te lo recuerdo una vez más: era un crío. No tenía una sola pizca de cordura en los sesos.

Hay quien dice que todavía a día de hoy sigo sin tenerla, pero esas personas me permitirán que les replique: no lleváis razón. No he vuelto a armar una sola pieza de chatarra en la vida. ¡Ni pienso hacerlo!

Por eso, yo disfrutaba mientras planeaba con suavidad y en círculos, tal y como había ensayado, y lanzaba exclamaciones de alborozo al vacío. Pronunciaba bravatas más largas que mi línea de sangre, e incluso algunos exabruptos que por mor de la decencia no pienso replicar aquí.

Hacía todo eso, sí, y hasta se me ocurrió que con un poco de suerte podría pasar rasante sobre los álamos y vislumbrar desde una perspectiva aventajada alguna pista, por ínfima que fuera, del paradero de Hati.

Qué cándido puede llegar a ser un niño, ¿verdad?

La realidad era bien distinta a lo que en aquel momento yo podía entender, embriagado por una sensación extática de omnipotencia tras haber vencido a la muerte. La realidad era bien distinta, y mucho más alarmante: el ala delta comenzaba a renquear y perdía elevación a una velocidad preocupante.

Forcejeé contra la barra para mantener erguida la botavara, pero la presión eólica era mucho más poderosa que la sujeción de mis manos, y el ala delta empezó a dar bandazos y a escorarse hacia la derecha.

Quise enderezar el armatoste bajo la incauta creencia infantil de que en menos de cien metros llegaría sano y salvo al suelo; sin embargo, en un tirón más brioso de la cuenta rompí en dos la barra a la que me aferraba.

Tuve que aprehender las cuerdas abrasadoras con mis manos desnudas con tal de mantener compuesto el ala delta, que a esas alturas (nunca mejor dicho) ya daba síntomas visibles de hallarse en una etapa terminal y a punto de volcar. Y no me defraudó: una racha de aire malintencionado rasgó una de las velas y truncó de golpe todas mis fantasías de pájaro. Basculé hacia adelante, como un resorte, y volví a caer en picado.

Hay quienes dicen que cuando estás ante las puertas de la muerte ves toda tu vida pasando ante tus ojos. Yo no había llevado una vida muy longeva, así que esa experiencia debió de transcurrir en menos de un latido, pues lo único que recuerdo bajo el estrés de la situación es que me dediqué a admirar el vibrante color del follaje, más nítido a medida que me aproximaba en rumbo de intercepción al lecho arbóreo, y un regusto persistente a bilis en la garganta.

Debí de vomitar en algún punto del descenso; no me acuerdo de ello. El cambio repentino en la presión atmosférica probablemente me hiciera perder la consciencia al menos una vez, tan solo por una fracción de segundo.

Lo que sí recuerdo es que mi estómago trepidaba, mis cavilaciones estaban desvaídas y deshilachadas, y yo solo podía especular, no sin cierto suspense dramático, cuál sería el desenlace de aquel desdichado lance…

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