lunes, 14 de octubre de 2013

El Gran Funeral

Sif estaba bebiendo en el Gran Albergue. Desde que derrotó a Fafnir, la monstruosa sierpe de hielo, aquella visita se había convertido en un hito habitual de su rutina diaria. Se sentaba en una de las mesas más esquinadas del enorme salón, a veces en compañía y otras sola, y bebía durante minutos —en ocasiones horas—, mientras oía al resto de norn que poblaban el Gran Albergue intercambiar historias sobre sus leyendas.

No hacía mucho ella también había participado en una leyenda, meditaba rizándose un mechón de sus cabellos dorados; no hacía mucho había reunido a un grupo de valientes para rescatar del Olvido su legado: Tyrfing, el mandoble quebrado cuyas mitades sirvieron para constituir dos martillos hermanos.

Pero aquello no era bastante y la inquietud la consumía. Mientras ella ingería abundantes cantidades de alcohol, su claridad —tanto mental como visual— se volvía más borrosa y sus dudas se acentuaban: ¿había hecho suficiente para honrar la memoria de su padre? ¿Qué sería de su saga ahora que había fallecido? ¿Recordaría alguien sus hazañas? Ya no le importaba tanto si lo conocían como un héroe o como un borracho petulante, pero ¿habría alguien que invocase su nombre cuando ella no estuviera...?

No se dio cuenta de que había alguien más con ella en la mesa hasta que fue tarde. La otra mujer, vestida en tonos nacarados, echó atrás una silla de madera con el desparpajo que normalmente la caracterizaba y tomó asiento frente a ella.

Los ojos amarillentos de dos lobos blancos como la nieve examinaban a Sif a sus espaldas, con curiosidad antes que con hostilidad; aquella era una señal significativa. Sumada a la melena roja e indomable, abrazada por una tiara, y a los ojos de un color verde fresco y nemoroso, Sif no vaciló un instante a la hora de identificarla; ni siquiera le hacía falta distinguir sus facciones, pues sabía perfectamente quién era.

—Saludos, Sif —dijo ella para romper el hielo. Hizo el ademán de levantar un recipiente, pero la mano que debería haberlo sostenido estaba vacía—. No esperábamos encontrarnos contigo aquí.

Sif movió la testa y las cortinas de su cabellera rubia ondularon como los hilillos de agua de una cascada. Trató de despejarse con el gesto y de sonreír, pero estaba convencida de que su ligera embriaguez a aquellas alturas ya se habría vuelto palpable en sus mejillas a modo de rubor.

 —Yo tampoco. Oí que estabais lejos, en el Paso de Lornar, investigando una extraña corona enana —Compuso una sonrisa sesgada y dio un resoplido por la nariz—. A ti y a Lobogrís os encanta lanzaros a desenterrar viejas leyendas.

Skadi puso los ojo en blanco y profirió un suspiro aún más pronunciado que el de Sif. Se recostó en el asiento y, muy a su pesar, sonrió con picardía.

—Puedes jurar que a Vanargand le gusta más que a mí —señaló. Pese a ello, aquella fiera sonrisa de labios finos todavía no había desaparecido de su mueca—. Una tormenta de nieve nos sorprendió y quedamos atrapados en una cueva. Lo que vino después es largo de contar, pero estoy segura de que ya has oído algunas habladurías.

Skadi se puso a frotar el lomo de uno de los lobos que la acompañaban. A uno ya lo había visto antes: era el gigantón Skoll, más dócil de lo que daba a entender por su aspecto; o al menos antes, ya que ahora guardaba con celo al otro lobo, al que Skadi le estaba acariciando con cariño inefable por la cerviz. No tardó en comprender que aquel lobo, más pequeño, no era sino una hembra. Y que Skoll estaba protegiéndola.

—¿Has venido sola? —interrogó Sif, alzando un poco una ceja.

—¿Por qué preguntas?

—Las parejas de lobos no suelen separarse mucho la una de la otra.

Skadi enarcó una ceja con suspicacia y captó el brillo de los ojos de Sif; notó que su mirada estaba puesta en Skoll y entonces sonrió con ironía. Chascó la lengua y rio.

—No te las des de lista conmigo. Has visto a Skoll.
 
—… Bueno, sí. También.

Sif se unió a las carcajadas de Skadi. La situación no era nada del otro mundo, pero era la primera vez en varios días en la que se reía así. Y aquello la desahogó. La destensó bastante. Amplió las comisuras de su boca en una media sonrisa satisfecha.

Como traído por la corriente de hilaridad, apareció Vanargand, el escaldo. Él estaba como siempre: alto, con una sonrisa algo engreída gobernando sus rasgos, el pelo castaño atado en trenzas y su indumentaria de blancos grisáceos. El manto de Lobogrís tembló sobre sus hombros cuando descorrió un asiento y se sentó a la mesa. Sus cejas se elevaron; la izquierda estaba partida en dos por una cicatriz. Las dirigió una mirada intensa.

—Salud, Sif —Inclinó un poco la cabeza en clave de salutación.

—Lobogrís —Ella le correspondió de igual manera—. Le decía a Skadi que no podías andar muy lejos.

—Tiene la mala costumbre de seguirme a todas partes —intervino Skadi. Lo sonrió con sorna.

Vanargand soltó un bufido airado, frunció el ceño en una guisa teatral y mostró los dientes.

—Yo diría que es más bien al contrario, querida.

—De no ser por mí, tendrías unas cuantas cicatrices más de las que ya tienes.

—A menudo lidiar contigo es más problemático que enfrentarse a un jotun.

A Sif le hacían gracia sus amagos de peleas maritales. Sospechaba, en lo más fondo de su alma, que aquellas luchas continuas y dramatizadas culminaban con una retahíla de insultos, gritos y aullidos… bajo un montón de pieles en el lecho. Pero no cometería la insensatez de revelarles sus pensamientos: Vanargand y Skadi eran impredecibles, tanto el uno como el otro; tal vez riesen con ella o puede que la gruñeran con irritación.

Abogó por la opción intermedia: salir por la tangente. Así, con fortuna, se prevendría de ser el blanco de su ira.

—¿Qué hacéis por aquí? Os esperaría en el Albergue del Lobo, pero no en este lugar.

Vanargand y Skadi dejaron de enseñarse los colmillos el uno al otro y se voltearon hacia ella. Quien tomó la palabra fue el primero, que carraspeó para contestar:

—Estábamos buscando a una mujer —repuso, con voz más grave y serena. Fijó sus ojos de azul celeste en Sif—. Sabemos que ha oficiado algunos ritos fúnebres y no la encontramos en el Albergue del Cuervo.

—Nos avisaron de que tal vez podría estar aquí, en el Gran Albergue —añadió Skadi.

Las expresiones de Vanargand y Skadi no revelaban nada más: eran frías e impasibles como la piedra. Por ello, Sif decidió ir directa al grano.

—¿Quién se ha muerto?

 Skadi desvió la vista. A Lobogrís se le apagaron los ojos y arrugó su hocico prieto.

—Vaya, Lobogrís, creí que nunca te atragantarías con las palabras.

El escaldo ignoró su comentario y comenzó a hablar con un timbre ronco:

—Cuando estábamos en el Paso de Lornar, hubo víctimas inocentes —confesó. Iba hablando lentamente, sopesando su discurso—. No pudimos salvarlas: se inició un incendio en el Paraje de Vanjir y cuando llegamos a la heredad ya era demasiado tarde.

Skadi apoyó una mano, bajo la mesa, sobre el muslo de su amado. Sif lo percibió por la forma en que se dobló su antebrazo al oír el resoplido pesado y profundo de Lobogrís.

—Vanargand prometió que haría una ceremonia en su honor —explicó Skadi con una voz más firme—. Es importante rememorar a los que ya no están. Nuestros aciertos, nuestros errores y nuestra historia se van con ellos; por eso, debemos darles una despedida adecuada.

A Sif aquellas palabras la habían calado hondo. Habían resonado en una parte muy oculta de ella. Se esforzó, en un primer momento, por disimularlo con una fantasmal sonrisa; aunque su rostro no tardó en dar paso a mueca sentida, circunspecta y dolida. Sabía muy bien a qué se refería Skadi: ella misma estaba librando esa batalla en su interior.

—Comprendo…

—… ¿Y tú, Sif? ¿Qué es lo que hacías aquí?

Sif no se esperaba en absoluto aquella pregunta. Había pensado que Vanargand se pondría a charlar sobre algún tema trivial y que podría solazarse un rato con sus chanzas, o con las pullas que muy puntualmente intercambiaba con Skadi. Se quedó boquiabierta y tuvo que apurar el último trago de su jarra para camuflar su perplejidad.

—A mi padre le gustaba contar historias aquí —“¡Mierda!”, se castigó para sus adentros—. Cuando yo era más joven, él se reunía en esta mesa con sus compañeros de caza. Recuerdo que mi padre era quien contaba los mejores relatos de todos, era quien más trofeos ganaba y, sí, también era quien meaba más lejos.

Las dotes urinarias de Heimdall eran por todos bien conocidas. A Vanargand aquello le arrancó una muy necesitada sonrisa; Skadi cabeceó en negación, aunque también sonrió.

Sif no entendía muy bien por qué, pero la verdad había aflorado de su estómago, dejándola expuesta, vulnerable y desnuda a la intemperie del Gran Albergue. Aquel fuego que la atenazaba por dentro, aquella presión que la martillaba con más fuerza que el propio Veraldur, había brotado al exterior como el chorro de vapor de un géiser.

Tal vez fueran las miradas penetrantes y calladas de Vanargand y Skadi; quizá la superstición fuera cierta y los ojos de los lobos sí fueran orbes de videncia privilegiada, capaces de ver más allá de las marañas de los engaños.

Vanargand se llevó una mano al mentón y se lo rascó. Skadi entornó sus ojos verdes.

—… Nunca celebramos el entierro de tu padre. Nunca cantamos sobre su gloria y sus hazañas a ojos de los espíritus y de los norn —apuntó Lobogrís. Cambió de posición y se volcó hacia adelante; su escrutinio sobre Sif se hizo más agudo—. Sif, he hablado con Madre Cuervo: está dispuesta a ayudarnos con el funeral. Me ha dicho que necesitaba a un acólito del Lobo para asistirla en la ceremonia, y aunque yo no soy un chamán…

La frase quedó suspendida en el aire. Sus pulmones se vaciaron de oxígeno. Los ojos de Skadi se clavaron en él como dos flechas vigilantes y duras, pero afectuosas. Tosió y se corrigió:

—… Aunque yo no estoy listo para ser un chamán aún, ella afirma que estoy preparado para llevar a cabo esta liturgia. Y me gustaría que tú te sumases a nosotros —Sif se quedó con el gesto descompuesto y los párpados abiertos como ventanas—. Sif, veneremos juntos la memoria de tu padre: unamos su pira a la de los difuntos del Paraje de Vanjir y a las de nuestros parientes fallecidos en el ataque de la Llama y la Escarcha.

Los ojos de Sif rodaron con melancolía hasta las vidrieras empañadas del Gran Albergue. Allí se amontonaban circuitos de venas heladas que amenazaban con romper el cristal.

—Ya es algo tarde para eso, Lobogrís…

—Nunca es tarde —objetó Skadi. Una chispa ambarina se había encendido en su mirada; el bosque de sus ojos estaba empezando a arder—. Sif, cuando Heimdall desapareció, nosotros te acompañamos. Éramos pocos y también era tarde, pero a pesar de todo lo hicimos. Porque… porque era lo correcto, maldita sea. ¡Y esto también es lo correcto!

Skadi le dedicó una mirada a Vanargand; él sonrió, orgulloso. Se le había pegado su forma de hablar. Había esgrimido sus mismas razones. El escaldo, Lobogrís, había plantado en ella su huella: una huella indeleble que ahora formaba parte de sí misma. Una huella de la que no quería desprenderse jamás.

—Mi tío Hrolf era un chamán del Lobo. Cuando mi abuelo murió, me dijo: “en la Niebla el tiempo es relativo, sobrino. Los espíritus del pasado y del presente brindan y festejan juntos. No importa cuánto tiempo haya pasado en este mundo, que sus salones solo conocen un jolgorio eterno. Y nunca es tarde para rendirle tributo a un ser querido”.

Sif apretó las manos hasta que los calambres se propagaron por sus extremidades. Su rostro estaba pálido, pero su mirada destallaba con una furia más fogosa que el color del oro fundido. La humedad se había acumulado en esos ojos, dotándolos de un resplandor metálico.

Asintió, sintiendo que el nudo de su garganta paralizaba sus cuerdas vocales. Tragó saliva, lanzó una exhalación fragorosa por las fosas de la nariz y respondió en voz alta:

—Acepto.

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