viernes, 4 de octubre de 2013

La flauta de la cazadora

A Skadi Luna de Lobo.

Érase una vez en las Colinas del Caminante una heredad donde se congregaban grandes cazadores, ruidosos beodos y escaldos famosos.

En esa heredad todos los años, en conmemoración de una larga tradición familiar, tenía lugar en la estación del Céfiro una competición de cacería: los mejores rastreadores de la región acudían a mostrar su valía, pues el premio consistía en un opíparo festín, en una obra de artesanía y bebidas alcohólicas gratuitas durante todo el año.

Aquel año en concreto se reunieron nueve de los cazadores más aclamados del país: Olaf el Sordo, quien percibía los temblores de las presas en la tierra; Harald Sturluson, cuyas imitaciones de predadores paralizaban de miedo a sus enemigos; Runa Tramparcana, que colocaba campos mágicos invisibles para atrapar a sus presas; Grima Ingvildottir, una mujer enorme y tan poderosa como la Osa; y así otros cinco campeones norn, rudos, severos, impasibles, todos ellos dispuestos a ganar.

Todos los años aparecía algún candidato sorpresa, y aquel año no fue la excepción: cuando los nueve grandes cazadores vieron presentarse como aspirante a la hijuela pecosa y flacucha del posadero, de apenas diez años de edad, estallaron en risas.

Todos llevaban armas inmensas y afiladas: hachas de hierro negro, escudos de madera de roble y pellizas hechas con piel de lobo; ella, en cambio, tan solo portaba una cómoda muda de lino y una flauta de madera estilizada en sus manos.

—¡Jamás vi un arma tan penosa! —se jactó Grima—. ¿Cómo vas a matar algo con eso?

Olaf el Sordo, como siempre, no oía, pero su mueca reflejaba un desdén absoluto. Runa la sonrió con condescendencia. Harald estaba serio.

—¡Déjala en paz, Grima! —replicó Harald—. Si quiere competir que lo haga. Una mocosa diminuta con un pequeño flautín no podría derrotar ni en un millón de años a los mejores cazadores de las Colinas del Caminante.

Y cuando el dueño de la heredad dio la marca, los nueve grandes cazadores se dispersaron por la fronda, corriendo en busca de su trofeo. La muchachita, calmada, se internó en el bosque y caminó varios minutos hasta encontrar un tocón de roble. Allí se sentó y sacó su flauta, cerró los ojos y se puso a tocar una dulce melodía.

Lo que ninguno de esos grandes cazadores sabía era que la flauta estaba encantada: procedía de una antigua leyenda y desde siempre había servido a su familia. Las notas de la flauta resonaron por las ramas de los árboles, vibraron entre el follaje y mecieron las hojas perennes; y pronto, una manada de cervatillos se acercó a la chiquilla para husmear, fascinados por el sonido del instrumento.

La chica sonrió, hizo la flauta a un lado y uno a uno fue contándoles a los ciervos su plan. Ellos asentían y se intercambiaban miradas de complicidad a medida que la oían.

Cuando llegó la noche, los nueve grandes cazadores, agotados, emprendieron el regreso a la heredad. Grima llevaba un grifo apiolado a sus espaldas, Runa había cazado una docena de conejos, Olaf arrastraba con esfuerzo un inmenso jabalí, y Harald había ensartado en su lanza la testa de un minotauro. Para llegar tenían que cruzar el claro donde estaba tocando la niña, y lo que presenciaron los dejó estupefactos.

—¡Tú! —exclamó Runa—. ¿Has cazado a esos nueve cervatillos? ¿Cómo lo has hecho?

La chiquilla sonrió y asintió con fuerza. Los cervatillos, tendidos en la hierba y cuidadosamente quietos, se habían puesto de acuerdo para fingirse abatidos. De haber sido la tarde más clara y no así nubosa, los cazadores habrían reparado en el engaño, y es que a algunos de ellos se les cosquilleaban las barrigas de la diversión.

Olaf se dio una palmada en la cara, aulló sordamente y dejó caer su pieza. Uno por uno, el resto de cazadores fue abandonando el calvero, resignados. El último en marcharse fue Harald, quien tenía las facciones de piedra y la piel pálida a causa del estupor.

—Tú, niñita, nos has dado a nosotros, grandes cazadores, una lección: no se debe infravalorar a aquel que parece más débil, pues todo el mundo conoce alguna artimaña y hasta la cosa más impensable puede tornarse en un arma en las manos adecuadas.

Harald reverenció a la muchachita y se largó, soltando el cráneo en el suelo.

En cuanto todos se hubieron ido, los cervatillos se levantaron y la niña rompió a reír en sonoras carcajadas. Los ciervos se pusieron a brincar a su alrededor, felices, ejecutando una danza salvaje; la chicuela se llevó la flauta a los labios y entonó para ellos la más cálida y gratificante de las canciones: la canción de la victoria.

Moraleja: No subestimes a los que son menos aptos que tú, pues de seguro se guardan un as en la manga.

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