miércoles, 15 de mayo de 2013

Tambores de hojalata

Por Vanargand Lobogrís.

Cuando hablamos de un tambor todo el mundo piensa en una caja de resonancia; ¿y qué si el tambor carece de dicha circunstancia? En ocasiones, el batir de una espada sobre un escudo, el rugido del acero o el repiqueteo del aguacero en la arcilla dura del suelo pueden evocar, del mismo modo, un sonido de barrido con un tamborileo de fondo.

Los llamo tambores de hojalata porque su caja de percusión está hecha de chatarra; sus baquetas, varillas de acero tiempo ha oxidadas; sus capacidades musicales subordinadas a la veleidad de una antena con sombrilla donde las ondas sonoras silban. Con un quejido lastimero y un sollozo metálico, con la monotonía de todo lo que es mecánico, se suman al zumbido de las máquinas y al ruido impenetrable que provoca, al diferirse, la estática.

¿Y a qué toda esta perorata, os preguntaréis? Todo esto se debe, me temo, a que la pista del sur no es más que un perro de paja: tambores de hojalata, una réplica espuria y barata, modelada a imagen y a semejanza de Steinleif en una sucia mofa de la artesanía enana. Por supuesto, todo esto no es más que una metáfora: el tambor de hojalata es un remedo absurdo, un ser horrendo de mirada intermitente. Es un alma penitente, un proyecto abandonado; el recuerdo de un fracaso olvidado y de herrumbre infectado.

Será mejor que me centre en la narración de los hechos tal y como fueron acaeciendo; a medida que os lo relate iréis viendo que en nada mi disertación está exagerada. Debéis saber que me considero un hombre de mente abierta: sopeso todas las opciones antes de apostar por una como cierta. Temí desde el principio que los draga, la Alianza Fundida, en su búsqueda obcecada de una muerte suicida, hubieran pergeñado el bulo de Steinleif para sembrar el pánico entre los refugiados. Los hallazgos hasta la fecha me demuestran que en mis conjeturas no iba muy desencaminado: lo que provocaba tal estruendo no era más que un gólem creado para transmitir, desde otro lugar, el fragor inconfundible de un instrumento que no puede mentir.

Partimos con la esperanza de encontrar un tambor para descubrir, no sin cierta desazón, que nuestro rastro no era más que una grabación emitida a larga distancia. El gólem, como era predecible, por los aires ansiaba hacernos volar: selló las compuertas para explotar y así desparramar nuestros entresijos por toda la estancia. No obstante, resolvimos sus acertijos y logramos lo increíble: averiguamos su contraseña, su propósito, e impedimos la consumación de aquel despropósito tan indecible; me refiero, desde luego, y tengo en mente a nuestra muerte más que inminente.

Efectivamente, amigos míos: anulamos la secuencia que detonaba la cueva, salvamos nuestras vidas, desciframos un enigma y, en el proceso, revelamos otros tantos incluso de mayor peso. Sin embargo, a nadie le parecerá un exceso que me sienta un poco iracundo: este camino que hemos recorrido no nos ha sido en nada fecundo. Solo podemos suponer que en esta conjura hay varios agentes que se disputan a Steinleif con uñas y dientes, o bien a su reputación oscura.

Ya solo nos queda un sendero por andar: el que discurre por las Arboledas Taigan, donde todavía reinan la fauna feroz y la vegetación feraz, ahora calladas. Esta travesía despierta en mí viejos fantasmas; el escozor de una herida abierta, de una heredad derruida y desierta donde aún vagan con rumbo errante las almas de los que oyeron, hace diez años por primera vez en dos siglos, el retumbar en las colinas de un tamborileo galopante.

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