miércoles, 22 de mayo de 2013

El juicio de las almas

Por Vanargand Lobogrís.

Tres son los indicios que advierten de la presencia de un draugr: el viento, que normalmente sopla a su albur, se vuelve frío y violento; tu vaho es helado y de humo está colmado; su cuerpo es demacrado, de un pálido fluorescente, y sus ojos escarchados reflejan una luz iridiscente. Estas tres son las señales contra las que debes estar previsto, pues en caso de imprevisto has de salir huyendo de estos males.

Abominables o infernales; poco más da la distinción. Sí es verdad que no tienen parangón en su crueldad, o eso se cuenta, y la leyenda es incierta sobre el origen de su corrupción: se dice que son espectros de hielo reanimados por una cuita tan profunda que haría sollozar a los mismos cielos; que son espíritus de venganza consagrados a un feudo de sangre y sin esperanza; que aparecen cuando sus restos son profanados, sus recuerdos vejados, o cuando su cadáver queda insepulto en algún lugar del páramo nevado.

El draugr es un fantasma que no ha cruzado el velo o que ha abandonado la Niebla; desconozco, y lo admito, las implicaciones que comportan tales circunstancias. Lo que sí sé es que la fauna es sabia: que las bandadas de aves escapen o que los predadores se escondan son presagios de la peor calaña. Y eso es lo que ocurría, hasta la fecha, en las Arboledas Taigan; allí donde una heredad aún sigue derecha, aunque ominosa, por dentro deshecha y ruinosa. Ese era el propósito del draugr: ambular en la morada donde hace diez años quedé expósito.

Pero será mejor que os relate los hechos a medida que fueron sucediendo: nuestra partida de caza, los herederos del Lobo Invernal y del mito de Lobogrís, investigó a Steinleif en profundidad en las Colinas del Caminante. Tras vernos inmersos en varios lances, hallamos una conexión con la heredad: y es que los draga la custodiaban, por algún motivo, y los animales del bosque salían despavoridos como ya nos anunció en su trance la Osa. Mas es cierto que sabréis todas estas cosas si habéis ido siguiendo el avance de la narración; así pues, pasaré temprano a la acción y me olvidaré de crípticos y de glosas. Os presentaré las nuevas hazañas y lo demás ya lo iréis deduciendo.

Llegamos a las puertas del destartalado albergue, mi casa, que sufrió por primera vez los estragos de Steinleif, como sabéis, hace diez años. Diez años y aún la nostalgia me embarga; pero tras esas lágrimas ateridas en mi mirada había alguien más, un intruso, hurgando en el interior con un semblante abstruso. Iba cubierto entero por un pellejo gris como el tizón; y con razón, pues bajo el embozo no se le apreciaba ni la sombra de la nariz.

Habló con una voz de ultratumba que me dejó en el sitio, paralizado; la lobreguez de sus ojos era espesa como la umbra. Eran dorados, y eso sí lo recuerdo a la perfección. Aun congelado, mis hermanos no tardaron en pasar a la acción: una flecha voló y lo hendió, y las pesadas capas de pieles cayeron al suelo como un colgajo. El ventarrón graznó como un grajo y su esencia salió expedita de las ropas. Bajo un examen más minucioso, la piel del lobo reveló su naturaleza auténtica: la piel de Lobogrís, el primero de todos, trofeo y memento que ahora empuño mientras escribo sobre Ulfric y su tormento.

Seguimos la corriente de aire artera hasta la oquedad de una gruta que nunca había estado allí: con un foso de bestias en la caída y unas trémulas cornisas como asideras, corrimos sobre las plataformas sorteando los desafíos de los guardianes. El devenir todo esto lo podéis intuir: descubrimos el túmulo de Ulfric, allá donde fueron a parar sus pertenencias mortales, pues su cuerpo nunca pudo ser exhumado del desplome que lo alcanzó con pretensiones letales.

La puerta a la cripta tenía un sello con un patrón familiar. Unos conductos como venas nacían de la pila de un altar; desembocaban en la llanura aluvial que era el grabado de la puerta: la inscripción de la Ulfsrun, el símbolo del clan tradicional, con sus nudos entrelazados como en una enredadera. El corazón taimado de la piedra latió bombeando nuestra sangre como si fuera un grifo, pues tal y como rezaba el glifo: «solo la sangre de Ulfric, de la Manada y de sus aliados puede pasar». La sangre regó los surcos de la madera y completó el dibujo de la Ulfsrun, que a su vez abrió las puertas y nos dejó entrar.

Allí dentro hacía un frío glacial: la cámara era una oquedad angosta excavada en la montaña de forma natural; y en el centro de la sala, un baúl adornado con ribetes de oro y plata prometía la sabiduría del legado de Ulfric y sus misterios mejor guardados. Sin siquiera haberlo pensado quedé prendado de él y caminé hacia adelante deslumbrado. Sentí la pesadez en los párpados, con el rostro pálido y adormilado; ignoré las señales que de un draugr dan aviso y de improviso por Ulfric quedé hechizado. Y así dio comienzo el juicio.

¿Sabéis lo que es ser prisionero de vuestro propio cuerpo? Así me sentía yo cuando Ulfric me agarró como agarra un titiritero los hilos de su marioneta. Movido por la vendetta, Ulfric proclamó su decreto: que aquel que fuera el perjuro que hubiera robado a Steinleif diez años atrás pagara por su acto impuro; aquel desgraciado era de la sangre del mismo que lo traicionó en una época pasada y que enterró su heredad bajo una montaña desmoronada.

Uno por uno fue pasando revista a toda la sangre de nuestra manada, y a la de nuestros aliados; el sello de la entrada era una trampa conjurada para invocar a los antepasados. A través del tejido denso de su magia, el draugr de Ulfric llamó a los ancestros para que poseyeran a sus herederos; hízolos confesarse frente a él de sus delitos y los obligó a que fueran sinceros. Y una vez expuestas sus penas, contritos o exultantes, Ulfric vertió sobre ellos su veredicto: su justicia ecuánime con que otrora castigara a los maleantes.

El juicio de las almas uno a uno a todos fue convocando, y a medida que avanzaba el ritual podía sentir el desasosiego dentro del fantasma que me poseía: ahora, por fin, entendía cuál era el arcano que los draga codiciaban y por qué mi heredad había sido sepultada. Ulfric vivió en ella hace siglos, y una vez finita su existencia sus hijos hicieron de su sepelio la promesa un nuevo porvenir. Así, Tyras, mi abuelo, nieto de Ulfric, lo sucedió y fue el dueño de su albergue; y aunque me duele que nunca me hablara de ello, al fin creo que lo comprendo.

El juicio de las almas terminó y el culpable seguía estando ausente. Ulfric, en mi cuerpo presente y por medio de mis labios, dictó que la mujer que había profanado su sagrario no operaba sola, y que su desmán había desatado un huracán allende los límites de la Niebla. «La Cacería Salvaje se acerca», nos alertó; «debéis impedirla». Con esas palabras se despidió, poniendo el destino de Steinleif y del Lobo Invernal a salvo en nuestras manos.

El draugr ha regresado a la Niebla y las Arboledas Taigan han vuelto a la normalidad; el redoble del falso Steinleif debió de despertarlo de su hibernación y llenarlo de ultraje por esta vil función. Ahora Ulfric descansa en paz y nuestra tarea es encontrar al autor de esta maldad.

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